Gillian Anderson ha escogido este año para pasarlo entre asesinos en serie. Además de su breve e intrigante papel en la grandiosa Hannibal, la BBC (donde la vimos dickensiana en Casa desolada o Grandes esperanzas) la ha colocado en uno de los roles protagonistas de una serie lúgubre, sombría y atrayente: The fall.
El planteamiento ni es novedoso ni pretende serlo. En Belfast, la policía se encuentra con asesinatos de mujeres en la treintena, morenas y profesionales. Uno de los jefes decide llamar a la Detective Superintendente Stella Gibson para que supervise las investigaciones. Y la Superintendente rápidamente ve que hay conexión entre todos ellos y que hay un asesino en serie haciendo de las suyas.
Bien. A primera vista, el qué es conocido. Lo es, aunque sólo hasta cierto punto, como veremos. El cómo también es conocido, para muy bien. Esto es la BBC, aquí se hacen las cosas como han de hacerse. La ambientación es magnífica, en una Belfast húmeda, tétrica, gris en los días más luminosos. Fotografía y dirección, impecables. Atmósfera agobiante, helada, que mantiene al espectador muy atento mientras la historia se desarrolla sin prisas ante él.
Existen dos tramas, a lo que parece. Esta no es una miniserie, sino que tenemos una primera temporada de cinco capítulos y muchas ganas, al menos yo, de que llegue la segunda. Junto con el principal asunto de la caza del asesino, existe una subtrama de corrupción, crimen organizado, tejemanejes bajo mano, infidelidades profesionales, chanchullos. Nada, una vez más, que no se haya visto. Y, quizás, lastra un pelín la temporada (aunque ya veremos cómo se desarrolla), pero no desmerece y además así tenemos la oportunidad de ver a Michael McElhatton interpretando a un personaje bien distinto del frío lord Bolton. Por otro lado, es de agradecer (y seguro que los habitantes de Belfast son los primeros en hacerlo) que los guionistas hayan resistido la tentación de meter, de un modo u otro, el enfrentamiento entre unionistas y republicanos, sin ignorar su existencia.
Los secundarios son otra de las marcas de la casa de la BBC y aquí están utilizaos sabiamente sin ser cargantes. El superior de Gibson, sus agentes subordinados, la médico forense (Archie Panjabi, una de las estrellas de esa serie, The Good Wife, que por mucho que lo intento no logro verle la maravilla), así como la esforzada señora Spector, todos ellos, aun cuando podrían estar en ocasiones mejor perfilados, tienen autenticidad, no son meras sombras chinescas en el fondo. Incluso terciarios como el despreciable marido maltratador son individuos que ayudan al espectador a meterse más en este mundo deprimente.
Ahora bien, a serie tiene dos protagonistas evidentes. Dos cazadores. Una policía. Un asesino. La policía, Gibson, Gillian Anderson. Metódica, seca, controlada, introvertida, inteligente. Este personaje, aun cuando no es tampoco de una originalidad desarmante, tiene a su favor varios argumentos. Uno es que es el de Anderson, que está magnífica. Otro, que no hay visos de que nos vayan a martirizar con otro solitario huraño que esconde un corazón de oro tras su fría apariencia y que sufre su soledad. Gibson no padece su solitaria forma de vida, que le da tiempo para degustar una copa de vino, estudiar decenas de licenciaturas, nadar y cepillarse algún jovenzuelo de buen ver. Otro más, que, pese a ello, existen miradas y fugaces momentos en que se percibe un espíritu inquieto y más vivo de lo que el exterior permite adivinar.
El asesino. Paul Spector. Éste sí que me sorprendió. Cada detalle de él. Es uno de los mayores aciertos de la serie, sino el mayor. Es el qué al cual no estamos acostumbrados. Hasta ahora he visto siempre dos tipos de asesinos en serie. El sociópata cansino, amargado con el mundo que desea vengarse, y que, por inteligente que sea, es un desastre emocional, y el psicópata todopoderoso, cuya quintaesencia es el doctor Lecter. Spector no es nada de eso.
He aquí un hombre aún joven, pero ya formado, atractivo y en forma. No hay deformidad alguna física que lo vuelva un marginado rencoroso (variedad de sociópata muy manida). Un hombre cuyo trabajo es el de aconsejar y guiar a parejas en dificultades, cuya relación está en peligro, para ayudarlas a enfrentarse al dolor, a la muerte, al sufrimiento. Un hombre casado, con una enfermera que cuida a bebés neonatos, muchos de los cuales no logran sobrevivir a sus dolencias, y acompaña a las madres de las criaturas. Un hombre que tiene dos hijos pequeños que le quieren y a los que quiere. Un hombre que muestra sentimientos por otros seres humanos, que se pasa la vida entre emociones ajenas. Un hombre, en fin, que tiene una vida, con sus satisfacciones y sus decepciones. Pero de ese hombre podría decirse lo que escribió Victor Hugo (cito muy de memoria y seguro que inexactamente), que sólo alguna burbuja en la superficie del lago nos insinúa la hidra que se arrastra en el fondo.
Esas burbujas existen. Spector, de hecho, es un asesino al tiempo cuidadoso y desordenado. Dedica tiempo a cada víctima, prepara el terreno, aprende de sus errores pasados. Sin embargo, deja una pieza de obvio valor inculpatorio (ese diario en el que desahoga parte de sus demonios interiores) oculto en el dormitorio de su hijo pequeño; tal vez haya un contraste que encuentre irresistible: su inocente hijo de carne duerme al lado de su espantoso hijo de papel. Ama, pienso yo, a su esposa y, de hecho, se estremece ante la idea de perderla a ella y a sus hijos (un poco como, aunque muy alejado de, ese personaje ambiguo, complejísimo, extraordinario que es Walter White, alias Heisenberg). No obstante, padece una obsesión por una chica adolescente que se troca en desdén en el momento en que podría devorarla, irritado como está por su fracaso. Porque esa es otra: Spector es falible, sus asesinatos no son milimétricamente precisos, en su camino de horror da muestras de talento y, al golpe siguiente, como dice Gibson, la jode, pero bien. Y esto, lejos de vulgarizarlo, lo vuelven un personaje más interesante. Jamie Dornan clava su actuación.
El paralelismo entre estos dos adversarios es demasiado evidente como para que los guionistas pierdan el tiempo restregándonoslo por la cara. Las veces que lo muestran de una manera explícita, es con tino. Spector haciendo ejercicio en las tinieblas de un parque nocturno, Gibson nadando en una solitaria piscina, iluminada por una luz helada. O esa secuencia larga, morbosa, casi truculenta, en la que se intercalan a Gibson manteniendo relaciones sexuales con un policía que le ha llamado la atención, sin mediar palabra y el contacto justo, con Spector, llevando a cabo su asesinato más perfecto y ocupándose de dejar el cadáver limpio, con enorme delicadeza.
Veremos cómo sigue la serie, tras un final no del todo satisfactorio. Porque esperar, esperamos mucho.