Con un vaso de whisky

enero 7, 2015

Elogio de la sátira

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 3:51 pm
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            Lo ocurrido esta mañana en París, en la sede del semanario Charlie Hebdo, es una atrocidad. Un crimen. Una salvajada. Punto. Después de tener esto claro, viene todo lo demás; necesario sin duda: el análisis de lo ocurrido, la identificación de los autores (cuando escribo esto no están identificados y, por tanto, resulta prudente no sacar conclusiones precipitadas), las causas profundas que pueden estar tras este espanto. Pero tengamos muy claro que es un espanto. Y que es injustificable.

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            El ataque ha sido contra un semanario satírico. Ello lo vuelve, para mí, aún más doloroso. Objetivamente, el asunto sería igual de horrendo si se hubiera asesinado a cualquier persona. Pero atacar a la prensa y la prensa humorística es, además de espantoso, inquietante.

            No creo estar siendo íntimo si confieso mi entusiasta adhesión al humor -preferiblemente negro-, a todo ese espectro que va desde la sutileza de la ironía a la mordacidad, de lo absurdo a lo paródico.

            Son varias las razones de la misma. Por un lado, el respeto hacia una disciplina dificultosa, en la cual la forma resulta fundamental. Puede ser muy variada, dependiendo del estilo de cada autor, pero siempre es un trabajo arduo. Vamos, si es que el comediante es bueno de veras. Un mal chiste no merece más que el bostezo.

            Cuando la forma, en cambio, resulta digna, brillante o incluso genial, pocos seres pueden presumir de encontrarse por encima del comediante o del burlón. El humor, sea en la literatura, en el teatro, en el cine, en la pintura o en la música es una de las cimas del arte, en ocasiones más elevada que la tragedia, porque bebe de ella y la sublima; en los grandes bufones hay mucho de tristeza. Ya lo dijo Víctor Hugo, refiriéndose a Cervantes y a don Alonso Quijano: en esa sonrisa hay una lágrima.

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            Pero además de la relevancia artística del humor como Dios manda, tan grande que si ahí acaba la ambición del autor ya podemos, si lo logra, quitarnos el sombrero ante él, existe la función social del humor.

            Proclamo aquí que esos deslenguados, sea su ingenio o humor flemático, anárquico, absurdo, lógico, amable, destructivo, esperanzado o desolado, merecen un puesto de honor en la Historia, quitándoselo a tanto prócer mitificado. Ante su avance, otros derechos deben ceder, las instituciones deberían reflexionar y el poder haría bien en temblar. El bufón es el abanderado de la libertad frente a la opresión. Nadie ha entendido esto tan bien como los totalitarios de toda clase y color.

            De toda clase. Y los integristas religiosos son totalitarios. Salgo al paso de la demagogia rampante en ambos lados: en modo alguno digo que la religión sea totalitaria, por sí misma. Pero el totalitarismo puede envolverse en ella, o, aún más perturbador, incluso nutrirse de ella.

            Ejemplo del pasado, que ahora ha sido recordado, de manera lógica, aunque un tanto automática: las famosas caricaturas de Mahoma. Ante su publicación, buena parte del mundo islámico elevó la voz, herido, indignado, vejado. En occidente, frente a los que invocaban la libertad de expresión, otros muchos se unían a la airada protesta musulmana. No fueron pocos los obispos católicos, ortodoxos y protestantes que emitieron declaraciones criticando esos dibujos. Fieles de a pie de todas las creencias hicieron lo propio o, cuando menos, lo pensaban. Entre los creyentes y no creyentes había quienes le veían la gracia al asunto y quienes no, pero lo aceptaron.

            Un tercer grupo se llevó las manos a la cabeza por todo este asunto, aunque sus motivos eran más políticos que religiosos o morales. Se temía que los fundamentalistas verían en la crisis una oportunidad de oro para seguir predicando la guerra santa contra el Gran Satán.

            Prescindo desde ahora de esos argumentos. Que unos fanáticos pongan una bomba cada vez que alguien diga o haga algo que no acaba de gustarles y logren así que el resto del mundo no diga ni haga nada, es, sencillamente, una dictadura. Si ése es el modo de actuar, tendremos las hogueras de la Inquisición, las cruces ardientes del Klu Klux Klan y los desfiles nazis o soviéticos a la vuelta de la esquina. Si los asesinos de hoy son de esta índole, es justo lo que pretenden: una dictadura del terror.

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            Pero vamos a coger el caso de esos otros muchos musulmanes ofendidos que expresaron su indignación con gran respeto por la propiedad y la integridad ajenas. ¿Qué es lo correcto? ¿Retirar o no retirar las caricaturas?

            Desde mi punto de vista, no retirarlas. ¡Ah, pero es que ofenden! Pues vaya, seguro que eso no se lo esperaban sus autores.

            Un musulmán, un judío, un hindú o un cristiano no debería tener reparo en reírse cuando se topa con un sarcasmo bien dirigido contra su confesión o su iglesia, o, por ser exacto, contra ciertas posturas de ciertos sectores, grupos o individuos de las mismas. Desde luego, con otros no, ya sea porque son pésimos formalmente o porque el fondo del chiste es erróneo, falso o idiota. Puede reírse incluso si está de acuerdo con lo que ataca el sarcasmo, aunque esto es más complicado, lo admito. Aunque no se ría, tiene la obligación de reflexionar sobre ello.

            Un creyente, en cuanto tal, está tan legitimado y, si alguien me apura, incluso más, que un no creyente para criticar posturas de su confesión que le parezcan poco justificables (o nada en absoluto), social, espiritual, teológicamente; pudiendo hacerlo con exquisitos buenos modales, con frías argumentaciones o con una batería de puyas que dejen temblando al más firme custodio de la tradición.

            “No hay nada sagrado”, oí comentar aquella temporada a mi alrededor, con tono llorón. Pocas cosas. A Dios gracias. No recuerdo quién lo dijo pero estoy bastante de acuerdo con la frase que afirma que apenas hay un tema sobre el que no nos podamos reír. La cosa es cómo.

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            A las religiones, entre otras realidades, les viene bien la ironía y la sátira. Son purificadoras. Abrasan, pero limpian. Ciertos comentarios, en boca de irreprochables sacerdotes, hubieran sido una blasfemia castigada con el tormento hace no demasiado tiempo. Ahora nos suenan moderadísimos; conservadores, casi. Y gracias a comentarios como esos y otros más crueles, los creyentes pueden observarse en el espejo de la crítica y modificar ritos, posturas o interpretaciones que podían o pueden ser erróneos.

            Una de las réplicas que he leído desde siempre en artículos o libros escritos por gente creyente frente a las burlas es que esos que tanto se ríen lo hacen por ignorancia. El hombre usa la broma frente a lo que no entiende. En parte de las ocasiones, ese juicio no era del todo errado.

            El buen satírico ha de entender muy bien lo que piensa acribillar con sus dardos. Aunque pueda parecer un frívolo, en realidad es profundo. Contempla la realidad, comprende la realidad. Y ataca esa realidad precisamente porque la entiende, porque sabe que lo que es no es lo que debería ser. Uh, qué idealista ha sonado esto.

            El satírico debe acertar varios blancos para que su disparo sea un éxito. Debe ser acertado qué va a decir, cómo lo va a decir, a quién se lo va a decir y por qué lo va a decir. Si falla en alguno de esos requisitos no habrá logrado más que una parte de lo que pretendía. No es nada fácil ser bueno en este asunto, como ya he dicho.

            Esto es aplicable para cualquier tema. Pero para la religión, hay que hilar más fino. Un burlón con fe nunca se burlará de que otra persona tenga una fe diferente ni de la falta de fe de otros. Y un burlón sin fe tampoco lo hará. Porque si entiende en qué terreno se mete, lo distinguirá inmediatamente de otros. En la fe hay algo misterioso, una experiencia personal, íntima, de cada creyente. Eso no es susceptible de ataque. El hecho mismo de tener o no tener fe.

            El resto, sí. Siempre que se haya entendido lo que esa religión dice y no lo que se supone que dice; una vez bien entendido, digo, se abre la veda, vigilando los requisitos de toda buena burla. Campo abierto.

            El poder de la ironía es tal que, incluso equivocado el ataque, puede hacer un bien inmenso a esa fe. Hay mazazos contra los cristianos (en mi entorno son los que tengo más a mano, cristianos y mazazos) que no atacan en realidad la esencia del cristianismo, sino a lo que muchos piadosos fieles de toda época dicen que es el cristianismo.

            Prohibir una expresión es, de entrada, mala cosa Sin embargo, no toda opinión es digna de ser respetada. Las falsas, las basadas en prejuicios, en ignorancia o en malicia, que se las traguen sus potenciales emisores y que les aprovechen. Asunto muy distinto es que nos pongamos a prohibir con el Código Penal en la mano. Error. Lo que hay que hacer es discutir. Y reírse más. Me resulta siempre inquietante que el Estado impida a alguien decir algo sólo porque ofende a otro

            Me gustaría terminar con unas palabras que Morris West pone en boca del magnífico obispo Aurelio en su novela El abogado del diablo: Necesitamos uno o dos satíricos que nos devuelvan el sentido de las proporciones. […] Un poco más de risa por la comicidad de nuestra condición, unas pocas lágrimas sinceras por lo lamentable del estado de cosas y todos seríamos mejores cristianos. Y musulmanes, hindúes y ateos. Maldita sea.

"Leyendo a Rabelais", de Jehan Georges Vibert

«Leyendo a Rabelais», de Jehan Georges Vibert

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