Con un vaso de whisky

abril 8, 2014

Dos melodramas victorianos

            Wilkie Collins no es Charles Dickens. Dejemos eso claro desde un inicio para no llamarnos a engaño. Ambos fueron contemporáneos, ambos trabajaron estrechamente y mantuvieron una relación profesional y de amistad que terminó en un distanciamiento progresivo e irremediable, según tengo entendido. Ambos fueron autores prolíficos. Collins tenía talento. Dickens, genio. Y supongo que Collins era, para su desdicha, lo bastante perspicaz para darse cuenta del foso que separa una cosa de la otra.

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            No hay más que leer alguna de las compilaciones de relatos, escritos por diferentes autores, publicados en revistas (y ahora editados en forma de libros), donde Dickens, Collins y otros colaboraban. Sin necesidad de conocer el nombre del autor cualquiera percibe cuándo no estamos ante una obra de Dickens y cuando sí. Dickens tenía sus días malos, desde luego (algunos realmente terribles), pero no dejaba de ser Dickens. De hecho, algunos críticos opinan que Dickens era muy Dickens tanto en sus días buenos como en sus días malos. Es algo que, por ejemplo, también le pasa a Spielberg.

            Chesterton, a quien hay que escuchar siempre con respeto, opina que Dickens nunca hizo nada mejor que Los papeles póstumos del Club Pickwick. Tiendo a darle la razón. Pero después fue capaz de tejer Historia de dos ciudades, Tiempos difíciles, Casa desolada, Grandes esperanzas y más. Sin olvidar Canción de Navidad, una de esas raras obras que sobreviven a su propia celebridad con gallarda frescura. Mr Collins ha dejado para el recuerdo, en definitiva, dos novelas. Mejor, dos folletines. Dos melodramas victorianos (con todo lo malo que ello implica). Menores a Dickens, pero dignos. La piedra lunar y La dama de blanco.

            Ambas poseen características comunes y ciertas diferencias. En cuanto a la estructura, se las ha denominado como epistolares. Eso es un error. Las amistades peligrosas es una novela epistolar. Drácula lo es a medias. En ellas, las cartas más, en el caso de la narración de Bram Stoker, los diarios, noticias de periódico, telegramas, etcétera, nos cuentan la historia a medida que se desarrolla. Asistimos, por así decir, en directo a lo que ocurre. Ninguno de los personajes sabe qué va a suceder al día siguiente, no más que el lector.

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            En los dos folletines de Collins no pasa esto. Tenemos una pluralidad de narradores, cierto, algo poco frecuente en el siglo XIX, dominado por la técnica del narrador omnisciente. Pero todos ellos escriben de forma retrospectiva. Los hechos han ocurrido, la historia ha finalizado. Lo que tenemos ante nosotros son testimonios por escrito de sus protagonistas. Así que el lector ha de enfrentarse a lo acontecido a través de las perspectivas subjetivas de quienes lo han vivido. Esto obliga a un cambio de lenguaje, ya que no hay dos personas que se expresen de manera idéntica. Es justo reconocer a Collins que sale triunfante: cuando es el mayordomo Gabriel Betteredge quien nos explica los avatares de la piedra lunar y de la trama hindú el vocabulario, ritmo y tono es diferente que cuando empuña la pluma el seco abogado Mr Bruff.

            Cada uno da una visión interesada y dominada por sus propias inclinaciones, prejuicios o personalidades, por lo que es labor del lector discernir el grano de la paja. Eso hace que la lectura se haga en ocasiones algo laboriosa, en especial cuando topamos con un narrador dado a la divagación, pero todo es parte del juego y hay que aceptar las reglas de la partida. Hay que notar, no obstante, que ningún personaje nos cuenta los mismos episodios que ya haya narrado otro. La historia avanza de manera lineal, con cada cronista explicando su participación. Ello nos priva de tener diferentes versiones de unos mismos hechos, lo cual sería un buen reto tanto para el autor como para los lectores. Por otra parte, sí podemos contemplar a los diferentes personajes a través de ojos diversos. A través de cómo se ven los unos a los otros, aprendemos de cada uno y de hasta qué punto podemos fiarnos de sus observaciones.

            En ambos melodramas existen paralelismos en los personajes: una pareja en apuros, una galería de secundarios y, pienso que es claro, un papel descollante en cada folletín. Las parejas son lo más cansino de las obras. Rachel Verinder y Franklin Blake, Walter Hartright y Laura Fairlie. Personajes aburridos, planos, y narradores cercanos a lo inaguantable. Rachel tiene a ratos cierto brío, pero no hay quien la salve de su rol de heroína victoriana angustiada, lo cual en el caso de Laura llega a extremos tan patéticos que sospecho, con otros, que hay una clara intención irónica por parte de Collins.

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            Mucho más interesantes resultan los secundarios. Ninguno de ellos logra alcanzar a sus homólogos dickensianos, aunque los mejores de Collins podrían estar en el mismo club que los de Dickens sin pasar vergüenza. Batteredge, con su pipa y su Robinson Crusoe y su animosa hija, la insufrible beata metodista Drusilla Clack o el filántropo hipócrita Ablewhite, el profesor Pesca, Mr Fairlie, cómica y eternamente quejumbroso, uno de los seres más mezquinos que he tenido el placer de leer o la espléndidamente falta de escrúpulos Ms Catherick… Luego están los secundarios sufrientes. En el caso de La piedra lunar, la triste criada Rosanna Spearman y el estoico Ezra Jennings, del cual, por fortuna, no se nos revela con todo lujo de detalles su lamentable pasado (porque entonces, casi seguro, nos resultaría insoportable). En el caso de La dama de blanco, Anne Catherick, la misma dama de blanco. En ellos se concentran todas las desdichas imaginables y los pobres parecen haber sido puestos en el mundo con un imán para el dolor.

            Y luego están los dos grandes. Se podría discutir brevemente si en La dama de blanco parte de ese honor no le corresponde a Marian Halcombe, media hermana de Laura (y en quien algunos han visto, o querido ver, no me atrevo a juzgar, tendencias lésbicas; bueno, hay argumentos a favor). Es la mujer más notable de las dos novelas, la más resolutiva y hay en ella una implícita condena de la rígida sociedad victoriana, de su reparto de roles por sexos. En mi opinión, si La dama de blanco se escribiera ambientada en nuestra época, Hartright sería totalmente prescindible y todas sus actuaciones podrían ser desempeñadas por Marian. Pero es forzoso reconocer que los dos mejores personajes de estos melodramas son dos hombres.

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            En La piedra lunar, es el sargento Cuff. Se ha visto en él, con justicia, al primer gran detective de la literatura británica, al menos tal y como concebimos ahora este papel. Y, cosa curiosa, es un policía oficial, no un amateur de mente privilegiada. Su aspecto, sus vestimentas, su silenciosa forma de ser, su penetración y sagacidad, lo hacen destacar de manera inmediata. Que caiga mal a casi todos los demás personajes, positivos y negativos, siendo como es un afanoso buscador de la verdad, es un toque de estilo, igual que presentarlo justo después de la llegada de un policía particularmente obtuso y fanfarrón. Sí, sí, eso ahora igual no parezca original. Pero en 1868 lo era.

            Gustándome como me gusta Cuff, por delante pasa el gran villano de La dama de blanco, el inmenso conde Isidor Ottavio Baldassare Fosco. El misterioso aristócrata italiano es la gran gloria de esta novela. Deja en nada al otro malvado, sir Percival, mero títere en sus manos. Descrito como un Napoleón con sobrepeso (y es nada casual que otro gran villano victoriano, el profesor Moriarty, también sea comparado con Napoleón), subordina al resto de los personajes, igual que otro famoso conde extranjero del siglo XIX. Fosco es el conde Oscuro, de nombre, de intenciones, de pasado y de talento. La conspiración es obra suya y es una argucia muy notable. Pero lo que le hace grande es su tempestuoso uso de la lengua, su arrolladora personalidad, su soberana confianza. Sus más enconados enemigos no pueden dejar de percibir esta aura carismática. Marian lo odia, pero se siente en todo momento involuntariamente halagada por la evidente inclinación del conde hacia ella (un detalle excelente). Y si el sargento Cuff siente una excéntrica pasión por las rosas, el conde Fosco tiene caudales de ternura para sus animales de compañía, en especial su malévola cacatúa y sus ratones blancos. Casi me siento tentado a incluir entre las mascotas a su mujer, madame Fosco, porque su relación es de amo y perro fiel. Madame Fosco carece por completo de personalidad propia, como si la fuerza gravitacional de su marido se la hubiera absorbido. Fosco eleva la novela, casi la justifica en ocasiones y su caída final (por medio del personaje que yo menos esperaba, lo admito), no deja de causar lástima, pese a que se le permita conservar su dignidad y misterio. No habría estado nada mal introducir a Fosco o a Cuff en la novela del otro.

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            Es lugar común considerar La piedra lunar como la primera novela detectivesca inglesa. Es un lugar común respetable, tiene a su favor a gente como T. S. Eliot. No deja de ser curioso que la iniciadora de la Era Dorada de lo detectivesco británico no incluya un asesinato como misterio central, sino un robo. Los escritores posteriores acumularán cadáveres, algunos superando a Collins en calidad literaria. Por otro lado, aunque tanto ésta como La dama de blanco tengan elementos claramente detectivescos (más la primera, sin duda), me he referido a ellos como melodramas folletinescos y es lo que son. No crean un mundo propio, ni ahondan en el estudio de la naturaleza humana. Pero nos introducen en una intriga plagada de sorpresas y de criaturas curiosas. Con lo que al cerrar el libro no se ha perdido el tiempo.

            Aunque a continuación abramos el primer volumen de Pickwick. Y sintamos que eso sí es genio.

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