Contagio, la última película de Steven Soderbergh, es astuta, un tanto tramposa, algo hueca y, en su mayor parte, helada. No hay originalidad en la idea: una enfermedad desconocida provoca una pandemia mundial. Podría ser el principio de una película de zombies. Soderbergh se centra en la enfermedad y en el combate contra ella. Tampoco hay aquí mucha cosa nueva. Lo interesante de esta película no es lo que cuenta, sino cómo lo cuenta.
Soderbergh, que tiene en su mano un reparto plagado de estrellas (incluyendo al estupendo Bryan Cranston, al que se le concede un poco agradecido papel terciario, quizás por lo agotado que debe de andar el hombre encarnando a Walter White), podría haber planteado un largometraje de personajes. Con la pandemia como telón de fondo, podría haber indagado en la psicología, en las relaciones, en los fantasmas, emociones, virtudes y defectos de un puñado de hombres y mujeres. Hubiera estado bien. Nada nuevo hay bajo el sol. Encerrar a un grupo de individuos, amenazados por una fuerza ciega y terrible es una convención, que, bien usada, da excelentes resultados. Y excelentes películas de zombies, como un amigo mío me repite de cuando en cuando.
Pero no. En vez de ceder a esta “tentación”, Soderbergh mantiene atados en corto a los personajes. Nos permite contemplar breves fragmentos de sus acciones, unos escasos momentos íntimos, da información personal con cuentagotas. No podemos, en realidad, identificarnos, ni empatizar, ni compadecer (en el sentido más estricto del término) con ellos. Son extraños. Más allá de su pertenencia a la raza humana, poco tenemos que compartir con esos médicos, funcionarios, hombres corrientes que aparecen en la pantalla, mientras el mundo se desmorona.
Matt Damon y Jude Law escapan un tanto a este destino. Mientras a otros personajes, como la doctora que encarna Kate Winslet, se le conceden muy pocas escenas para mostrarse humanos (pero, eso sí, qué bien las aprovecha), Damon y Law aparecen más a menudo y con mayor margen. Tanto tiempo como el malogrado personaje de Laurence Fishburne, con mucha más enjundia que él.
A Damon se le da la carga de ser el hombre corriente. Al poco de empezar la película, la enfermedad descarga dos mazazos en su círculo más íntimo. Sin embargo, él resulta inmune a la pandemia. En un mundo donde todo el mundo teme por su vida, Damon teme por la de otra, la de su hija adolescente (cansina, cansina, cansina). Desde entonces lo veremos obsesionado por su seguridad, contenido, vigilante. Sólo al final del todo se permite unos segundos para que el dolor lo abrume, casi como un lujo ya no reprochable.
Jude Law tiene en sus manos el más equívoco y, probablemente, el más interesante de los personajes. Un blogero, un periodista freelance, el arquetipo de cruzado solitario que, en otras películas, termina siendo clave para descubrir el oscuro chanchullo militar o farmacéutico que ha originado la pandemia. Eso parece al principio.
Pero, a medida que la película avanza, se vuelve todo mucho más ambiguo. Se nos revela como un hombre de enorme ego, un propagador de rumores bajo la máscara de un buscador de verdades, tal vez un estafador sin escrúpulos, sonriente y amoral. ¿O tal vez no? ¿Miente él, mienten sus adversarios, mienten todos? Soderbergh no cae en la trampa de la conspiración, pero sí deja que el secretismo, la paranoia, la mentira y el abuso de la posición a favor de los seres queridos, en momentos desesperados, campen por la pantalla. Las afirmaciones de Law son tachadas de bulos (y seguramente lo son), aunque tienen eco en una sociedad desconfiada, que ya ha sido engañada en otras ocasiones. Como todo demagogo, el personaje de Law usa medias verdades y verdades mezcladas con mentiras. Las series me han malacostumbrado: este tipo tendría cabida en una buena serie.
Ahora bien, durante la mayor parte del largometraje es la enfermedad la que tiene el protagonismo. Aunque también de manera fría. No hay morbo, no hay exaltaciones, no hay escenas truculentas. El director mantiene con mano de hierro un ritmo inexorable, no muy lento, no muy rápido. Tecnicismos, conversaciones profesionales, emociones disimuladas, toses, un apretón de manos, un bostezo, un contacto que puede ser la muerte. Y cifras. Las cifras, las cifras lo dominan todo. Cifras de población, cifras de fallecimientos, cifras de días, los días que han pasado desde que el contagio comenzó.
Aquí muestra Soderbergh su mayor astucia. Los implacables números rojos que contabilizan los días de epidemia comienzan con el día dos. El día uno, el primer eslabón de la cadena, sólo se nos otorgará al final. Entramos, como los médicos, en la acción iniciada. La primera ficha de dominó ya ha caído sobre la segunda. Cuando nos damos cuenta, la reacción parece imparable.
Yo creí, sinceramente, que sería imparable. Que, al contrario que otras veces, la enfermedad había ganado la partida antes de comenzarla, que no habría contragolpe, ni jaque mate al virus. Me equivoqué. Vi un dominó cuando en realidad había una partida de ajedrez.
Pero es que el virus llevaba muchos movimientos adelantados. Y, junto a él, jugaban otros: el miedo, el caos, el egoísmo y la desesperación. Las escenas de vandalismo, desorden, pánico y, sobre todo, las vacías secuencias de parajes desolados, ciudades muertas, gimnasios, templos, supermercados, parques sin un alma, son de lo mejor de esta obra. A ratos, invade al espectador una sensación de irrealidad, pese al realismo gélido con el que está narrado todo.
Aunque el final no acaba de convencerme, le reconozco bastante a esta película. Incluso veo virtud en algo que me mantuvo un tanto incómodo. Mientras veía la maquinaria en movimiento, no podía dejar de pensar “algo falta”. Más tarde entendí qué: el clímax. No hay. Soderbergh, con tino, nos lo escamotea. Eso ayuda a esa buscada verosimilitud. Las crisis de verdad no tienen una estructura de introducción, nudo, desenlace.
Hay otras cosas y no hay otras cosas. Hay alguna trampa, sí, alguna pista falsa que nos lanza. Hay personajes un tanto superfluos, también. No hay ni calor humano en exceso, ni miseria humana en exceso. Hay frío.
Fríamente nos saluda, fríamente nos muestra el desarrollo del contagio y (algo menos) fríamente nos despide. Sin que la acción sea nunca trepidante. Sin dejarnos sin aliento. Y hasta sin cerrar explícitamente varias subtramas. Nada sabemos del futuro de los supervivientes, tampoco. Como meros observadores de un período concreto de tiempo entramos al cine. Sólo esto nos deja ver.
Seguramente, haya acertado. Pero, con todo, sigue siendo algo hueca. No acaba de cuajar. Correcta. No memorable.