Del señor Sapkowski y sus habilidades literarias ya he hablado otras veces. En especial, me explayé sobre sus virtudes al recomendarles la enorme saga de Geralt de Rivia. Por si acaso, vuelvo a insistir: es, quizás, la mejor saga de fantasía que he leído hasta la fecha. De su nueva serie de novelas, Las guerras husitas, reseñé la primera entrega, Narrenturm. Decía allí que, como parte de una obra mayor, cuanto criticase, para bien o para mal, tendría que estar sometido a variación, después de leídas las partes posteriores. Como ya me he leído la siguiente entrega, Los guerreros de Dios, puedo hacer algunas modificaciones. También provisionales, ojo, que aún queda un tercer volumen, Lux perpetua.
¿Qué no cambia de cuanto dije sobre Narrenturm? Todo lo bueno: el vigor narrativo, la innegable habilidad de Sapkowski como cuentacuentos, su dominio del lenguaje (el habitual traductor, José María Faraldo es colaborador, en esta ocasión, de Fernando Otero Macías: aplauso para ambos), su seco sentido del humor, sus homenajes y guiños literarios (en especial, a Lovecraft)… Todo eso, en fin, está ya, igual que en el primer volumen, en el gran Prólogo, a cargo de ese narrador anónimo, que explica la historia de Reynevan y sus amigos a los clientes de una posada sin nombre en alguna parte de Europa.
¿Qué cambia? Mucho de lo que veía como fallos. Esto es: que protagonistas y antagonistas crecen, mientras los secundarios, siempre un punto fuerte de Sapkowski, aumentan en número, sin decaer en calidad. Por hablar antes de los secundarios, hay tantos que hubiera agradecido una pequeña guía al final del volumen. Igual que ya me ocurriera con los de Geralt, estaba deseando que varios reaparecieran más a menudo. Desde Flutek, el amoral jefe de espías husita, al mamun anarquista Malevolt, alias Brazauskas, pasando por Procopio, líder indiscutido de los herejes, o la abadesa de Bialy Kosciól… Una de las mejores muestras de la habilidad de Sapkowski es la astuta gestión que hace de estos secundarios: pueden aparecer una, dos, tres veces en todo el libro; pero los describe con tanto tino, que somos capaces de vislumbrar su personalidad. Escamoteándonoslos, logra que realcen el conjunto, den más fuerza a los protagonistas y nos entusiasme aún más su regreso a las páginas.
Por cierto, que gracias a estos secundarios Spakowski juega una de sus cartas: el antimaniqueismo. Porque Flutek es un miserable, sí, que trabaja para la facción en la que se encuentran los “héroes” (Scharley me mataría por haber insinuado heroísmo en su persona); la abadesa, en un interesante monólogo, deja en evidencia las contradicciones de la filosofía vital del pobre Reynevan, el más idealista y honrado de los personajes. Y hay que tener valor como escritor para hacer que un inquisidor sea un individuo honrado, recto y enemigo del venal obispo de Wroclaw, uno de los villanos; honradez y rectitud que ni justifican ni ensalzan la siniestra organización a la que pertenece, justo el motivo que lo vuelve un secundario tan interesante.
Protagonistas y antagonistas. Han crecido. Todos. Del lado de los protagonistas, el único que queda tal cual es Scharley. También es verdad que era quien más altura había alcanzado en Narrenturm. Este cínico pragmático, de vuelta de todo y listo como un zorro, no decepciona nunca, pero cuando acaba el libro apenas sabemos nada nuevo sobre él. Sus orígenes, una vez más, se insinúan, pero no se arroja mucha más luz que en el volumen anterior. Su personalidad parece bien definida, aunque Scharley puede dar sorpresas y aún no tengo claro si será como Rick era en realidad en Casablanca o como el propio Rick creía que era.
Reynevan, el personaje central, en cambio, sí que cambia. El muchacho cansino de la anterior novela es ahora un joven a quien la realidad va decapitando las ilusiones. No quiere esto decir que no provoque aún una justificada desesperación a Scharley cada vez que se le ocurre alguna brillante idea, pero ahora el lector sí puede simpatizar con Reinmar de Bielau. Si esta es, en parte, una bildungsroman, una novela de iniciación, en la que la maduración del héroe es capital, misión cumplida; Reinmar madura cada página, como hacen siempre los espíritus apasionados y nobles: a golpes. Su historia de amor con Nicoletta, que no lastraba antes, lastra aún menos las tramas; Sapkowski la inserta con maestría, permitiendo que ambos personajes, sobre todo él, crezcan también gracias a la misma; y Nicoletta, que parecía destinada a ser una dinámica mujer de acción, se está convirtiendo en una heroína contemplativa, lo cual vuelve a mostrar el atrevimiento de este magnífico escrito polaco. Con todo y con eso, sigue siendo la parte más floja del libro.
Sansón Mieles, por su parte, da un salto hacia delante. No sólo es un personaje capital, es una clave de la trama. Su naturaleza sigue tan enigmática como antes, aunque gracias a los esfuerzos de médicos, alquimistas y hechiceros, tenemos algún indicio más de la misma. Mientras Scharley sigue sin dejar claro si su máscara cínica oculta algo más que cinismo y el proceso psicológico, moral y espiritual de Reinmar se nos ofrece casi con taquígrafo, Sansón queda en la sombra. Su bondad, cultura y dignidad son incuestionables; no obstante, Sapkowski no permite que sepamos nada de sus sentimientos o pensamientos, más allá de lo que él dice y lo que nosotros podamos deducir. Sí resulta evidente que Sansón es alguien mucho más grande de lo que aparenta (algo que ya era obvio), alguien lo bastante imponente para asustar al temible Treparriscos y convertirse en su objetivo número uno. Y vamos así con los villanos.
De todos los antagonistas que pululaban en Narrenturm, dos van en cabeza hacia villanos principal. No conviene olvidarse, eso sí, de Flutek o de los Sterz, que apenas aparecen en este volumen pero que tan relevantes fueron en el anterior. Sin embargo, aquí son el Obispo de Wroclaw y el Treparriscos quienes cortan el bacalao. Y estos dos antagonistas aliados sirven también para explicitar la existencia de dos grandes tramas.
La primera, la que más espacio ocupa, la explícita, es la de la guerra civil en Centroeuropa, con los husitas por un lado y sus enemigos católicos, por otro. Una guerra total, despiadada, violenta, sin compasión ni piedad por ninguno de los bandos. La violencia es una de las características de este libro: violencia en la batalla, violencia entre clases, violencia legal e ilegal, violencia de soldados, de mercenarios, de bandidos, de asesinos, de nobles (la psicópata que es Douce von Pack sale sólo una escena y supera a todos los demás); la novela es, a ratos, un relato de violación sistemática de lo que ahora se conoce, con cierta ironía no buscada, derechos humanos, por todas las facciones. Leyendo novelas como estas recuerda uno que los cimientos de Europa no son (o, al menos, no sólo) la razón y la fe sin corrupciones, la belleza, el espíritu, la ilustración, la enciclopedia, sino la sangre, el fanatismo, la codicia, la ambición, el rencor, el fanatismo, el odio, el fraticidio.
En esta guerra, los protagonistas militan bajo la bandera del Cáliz, contra los señores y el Papado. Y, en esta tierra, el más poderoso de sus enemigos es, sin duda, el obispo Conrado. Sapkowski hace un villano de manual: intrigante, hipócrita, sin escrúpulos y corrupto hasta el tuétano. No parece la descripción de un villano complejo y, en efecto, no tenemos aquí un alma atormentada y poliédrica. No sé ustedes, pero a mí, a veces, me gusta encontrarme a un malvado sin paliativos. El Obispo lo es; ni siquiera puede justificarse en un celo religioso mal entendido: este tipo es eclesiástico porque en esa época y ese lugar era un medio para alcanzar el máximo poder posible. Esto es Conrado: un creyente en el dominio de unos pocos sobre grandes masas. Por eso es un defensor del orden establecido frente a los revolucionarios husitas. La mitad de las subtramas de la novela, las militares, las de espionaje y contraespionaje, se engarzan en este primer anillo, y, en ellas, el Obispo es el gran adversario.
El Treparriscos, alias Birkart Grenellort, sin embargo, y eso ya lo oteábamos en Narrenturm, es el villano número uno. No sólo es el asesino del hermano de Reynevan (¡vínculo personal con el protagonista!) y el brazo ejecutor del Obispo, es decir, la pesadilla de los husitas y sus aliados, a quienes acosa al frente de sus misteriosos jinetes negros (¡Adsumus!). No. Es, y ahora es evidente, una criatura inhumana, versada en brujerías, con sus propios planes (los cuales, me parece, incluyen un final muy desagradable para su supuesto amo), su propia guerra. Hay una trama mágica, subterránea, clandestina. Reynevan y Sansón, entre las bambalinas del teatro bélico, buscan hechiceros y autoridades en lo sobrenatural que puedan ayudar el gigantón. Y así se meten en un conflicto en el cual Birkart, aún no sabemos cómo ni por qué, está también empeñado. Un conflicto cuya esencia, parece, es la agonía de un mundo antiguo, que se resiste a desaparecer, y, tal vez, la supremacía en ese mundo moribundo. Un tema tratado mil veces (como, por ejemplo, en la poderosa Carnivàle) y, siempre que se haga bien, que nutre historias magníficas.
Las guerras husitas va, decididamente, por ese camino. Europa sangra. Y sangrará más. Esperamos impacientes, señor Sapkowski.