Con un vaso de whisky

marzo 28, 2013

Y Europa sangra

            Del señor Sapkowski y sus habilidades literarias ya he hablado otras veces. En especial, me explayé sobre sus virtudes al recomendarles la enorme saga de Geralt de Rivia. Por si acaso, vuelvo a insistir: es, quizás, la mejor saga de fantasía que he leído hasta la fecha. De su nueva serie de novelas, Las guerras husitas, reseñé la primera entrega, Narrenturm. Decía allí que, como parte de una obra mayor, cuanto criticase, para bien o para mal, tendría que estar sometido a variación, después de leídas las partes posteriores. Como ya me he leído la siguiente entrega, Los guerreros de Dios, puedo hacer algunas modificaciones. También provisionales, ojo, que aún queda un tercer volumen, Lux perpetua.

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            ¿Qué no cambia de cuanto dije sobre Narrenturm? Todo lo bueno: el vigor narrativo, la innegable habilidad de Sapkowski como cuentacuentos, su dominio del lenguaje (el habitual traductor, José María Faraldo es colaborador, en esta ocasión, de Fernando Otero Macías: aplauso para ambos), su seco sentido del humor, sus homenajes y guiños literarios (en especial, a Lovecraft)… Todo eso, en fin, está ya, igual que en el primer volumen, en el gran Prólogo, a cargo de ese narrador anónimo, que explica la historia de Reynevan y sus amigos a los clientes de una posada sin nombre en alguna parte de Europa.

            ¿Qué cambia? Mucho de lo que veía como fallos. Esto es: que protagonistas y antagonistas crecen, mientras los secundarios, siempre un punto fuerte de Sapkowski, aumentan en número, sin decaer en calidad. Por hablar antes de los secundarios, hay tantos que hubiera agradecido una pequeña guía al final del volumen. Igual que ya me ocurriera con los de Geralt, estaba deseando que varios reaparecieran más a menudo. Desde Flutek, el amoral jefe de espías husita, al mamun anarquista Malevolt, alias Brazauskas, pasando por Procopio, líder indiscutido de los herejes, o la abadesa de Bialy Kosciól… Una de las mejores muestras de la habilidad de Sapkowski es la astuta gestión que hace de estos secundarios: pueden aparecer una, dos, tres veces en todo el libro; pero los describe con tanto tino, que somos capaces de vislumbrar su personalidad. Escamoteándonoslos, logra que realcen el conjunto, den más fuerza a los protagonistas y nos entusiasme aún más su regreso a las páginas.

            Por cierto, que gracias a estos secundarios Spakowski juega una de sus cartas: el antimaniqueismo. Porque Flutek es un miserable, sí, que trabaja para la facción en la que se encuentran los “héroes” (Scharley me mataría por haber insinuado heroísmo en su persona); la abadesa, en un interesante monólogo, deja en evidencia las contradicciones de la filosofía vital del pobre Reynevan, el más idealista y honrado de los personajes. Y hay que tener valor como escritor para hacer que un inquisidor sea un individuo honrado, recto y enemigo del venal obispo de Wroclaw, uno de los villanos; honradez y rectitud que ni justifican ni ensalzan la siniestra organización a la que pertenece, justo el motivo que lo vuelve un secundario tan interesante.

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            Protagonistas y antagonistas. Han crecido. Todos. Del lado de los protagonistas, el único que queda tal cual es Scharley. También es verdad que era quien más altura había alcanzado en Narrenturm. Este cínico pragmático, de vuelta de todo y listo como un zorro, no decepciona nunca, pero cuando acaba el libro apenas sabemos nada nuevo sobre él. Sus orígenes, una vez más, se insinúan, pero no se arroja mucha más luz que en el volumen anterior. Su personalidad parece bien definida, aunque Scharley puede dar sorpresas y aún no tengo claro si será como Rick era en realidad en Casablanca o como el propio Rick creía que era.

            Reynevan, el personaje central, en cambio, sí que cambia. El muchacho cansino de la anterior novela es ahora un joven a quien la realidad va decapitando las ilusiones. No quiere esto decir que no provoque aún una justificada desesperación a Scharley cada vez que se le ocurre alguna brillante idea, pero ahora el lector sí puede simpatizar con Reinmar de Bielau. Si esta es, en parte, una bildungsroman, una novela de iniciación, en la que la maduración del héroe es capital, misión cumplida; Reinmar madura cada página, como hacen siempre los espíritus apasionados y nobles: a golpes. Su historia de amor con Nicoletta, que no lastraba antes, lastra aún menos las tramas; Sapkowski la inserta con maestría, permitiendo que ambos personajes, sobre todo él, crezcan también gracias a la misma; y Nicoletta, que parecía destinada a ser una dinámica mujer de acción, se está convirtiendo en una heroína contemplativa, lo cual vuelve a mostrar el atrevimiento de este magnífico escrito polaco. Con todo y con eso, sigue siendo la parte más floja del libro.

            Sansón Mieles, por su parte, da un salto hacia delante. No sólo es un personaje capital, es una clave de la trama. Su naturaleza sigue tan enigmática como antes, aunque gracias a los esfuerzos de médicos, alquimistas y hechiceros, tenemos algún indicio más de la misma. Mientras Scharley sigue sin dejar claro si su máscara cínica oculta algo más que cinismo y el proceso psicológico, moral y espiritual de Reinmar se nos ofrece casi con taquígrafo, Sansón queda en la sombra. Su bondad, cultura y dignidad son incuestionables; no obstante, Sapkowski no permite que sepamos nada de sus sentimientos o pensamientos, más allá de lo que él dice y lo que nosotros podamos deducir. Sí resulta evidente que Sansón es alguien mucho más grande de lo que aparenta (algo que ya era obvio), alguien lo bastante imponente para asustar al temible Treparriscos y convertirse en su objetivo número uno. Y vamos así con los villanos.

            De todos los antagonistas que pululaban en Narrenturm, dos van en cabeza hacia villanos principal. No conviene olvidarse, eso sí, de Flutek o de los Sterz, que apenas aparecen en este volumen pero que tan relevantes fueron en el anterior. Sin embargo, aquí son el Obispo de Wroclaw y el Treparriscos quienes cortan el bacalao. Y estos dos antagonistas aliados sirven también para explicitar la existencia de dos grandes tramas.

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            La primera, la que más espacio ocupa, la explícita, es la de la guerra civil en Centroeuropa, con los husitas por un lado y sus enemigos católicos, por otro. Una guerra total, despiadada, violenta, sin compasión ni piedad por ninguno de los bandos. La violencia es una de las características de este libro: violencia en la batalla, violencia entre clases, violencia legal e ilegal, violencia de soldados, de mercenarios, de bandidos, de asesinos, de nobles (la psicópata que es Douce von Pack sale sólo una escena y supera a todos los demás); la novela es, a ratos, un relato de violación sistemática de lo que ahora se conoce, con cierta ironía no buscada, derechos humanos, por todas las facciones. Leyendo novelas como estas recuerda uno que los cimientos de Europa no son (o, al menos, no sólo) la razón y la fe sin corrupciones, la belleza, el espíritu, la ilustración, la enciclopedia, sino la sangre, el fanatismo, la codicia, la ambición, el rencor, el fanatismo, el odio, el fraticidio.

            En esta guerra, los protagonistas militan bajo la bandera del Cáliz, contra los señores y el Papado. Y, en esta tierra, el más poderoso de sus enemigos es, sin duda, el obispo Conrado. Sapkowski hace un villano de manual: intrigante, hipócrita, sin escrúpulos y corrupto hasta el tuétano. No parece la descripción de un villano complejo y, en efecto, no tenemos aquí un alma atormentada y poliédrica. No sé ustedes, pero a mí, a veces, me gusta encontrarme a un malvado sin paliativos. El Obispo lo es; ni siquiera puede justificarse en un celo religioso mal entendido: este tipo es eclesiástico porque en esa época y ese lugar era un medio para alcanzar el máximo poder posible. Esto es Conrado: un creyente en el dominio de unos pocos sobre grandes masas. Por eso es un defensor del orden establecido frente a los revolucionarios husitas. La mitad de las subtramas de la novela, las militares, las de espionaje y contraespionaje, se engarzan en este primer anillo, y, en ellas, el Obispo es el gran adversario.

            El Treparriscos, alias Birkart Grenellort, sin embargo, y eso ya lo oteábamos en Narrenturm, es el villano número uno. No sólo es el asesino del hermano de Reynevan (¡vínculo personal con el protagonista!) y el brazo ejecutor del Obispo, es decir, la pesadilla de los husitas y sus aliados, a quienes acosa al frente de sus misteriosos jinetes negros (¡Adsumus!). No. Es, y ahora es evidente, una criatura inhumana, versada en brujerías, con sus propios planes (los cuales, me parece, incluyen un final muy desagradable para su supuesto amo), su propia guerra. Hay una trama mágica, subterránea, clandestina. Reynevan y Sansón, entre las bambalinas del teatro bélico, buscan hechiceros y autoridades en lo sobrenatural que puedan ayudar el gigantón. Y así se meten en un conflicto en el cual Birkart, aún no sabemos cómo ni por qué, está también empeñado. Un conflicto cuya esencia, parece, es la agonía de un mundo antiguo, que se resiste a desaparecer, y, tal vez, la supremacía en ese mundo moribundo. Un tema tratado mil veces (como, por ejemplo, en la poderosa Carnivàle) y, siempre que se haga bien, que nutre historias magníficas.

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            Las guerras husitas va, decididamente, por ese camino. Europa sangra. Y sangrará más. Esperamos impacientes, señor Sapkowski.

marzo 18, 2013

Animación a tres bandas

            Estamos en la tercera década de la época de las Grandes Series. Aunque aún se hacen buenas e incluso excelentes películas, la televisión sigue ganando al cine cinco de cada seis batallas. La última región donde el cine triunfa es en la animación. Porque se están haciendo brillantes películas de animación. Pero las series tienen también tropas en este teatro de operaciones. Y hay tres regimientos muy amenazadores. Sus nombres: Phineas and Ferb, Adventure Time, GravityFalls. ¡Descansen!

            Estas tres series de dibujos animados comparten un elemento con sus adversarias, las películas de (sobre todo) Pixar y Dreamworks: astutamente diseñadas para que parezcan infantiles (y, en efecto, los niños pueden verlas y disfrutar), atrapan a los adultos. Ahora bien, entre sí, difieren de manera muy considerable. Es por ello que resulta tan interesante echarles un vistazo conjunto. Advierto desde ya que a Gravity Falls (a día de hoy mi preferida, por poco) le dediqué un artículo completo. Por eso, aparecerá aquí cuando compare este terceto, pero tendrá menos líneas que las otras dos.

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(si les damos la oportunidad, estos dos se hacen con todo, otra vez)

            Si colocásemos a estas tres series en una cuerda, es probable que Phineas and Ferb y Adventure Time estuvieran en los extremos, mientras Gravity Falls andase por el centro. Las aventuras de los dos niños genio del Área de los Tres Estados (y las misiones secretas de Perry, el Ornitorrinco, curse him!) tiene muy poco o nada que ver con los deambuleos por la Tierra de Ooo de Finn el Humano y su hermanastro, Jake el Perro (quien acumula el solo un tercio de la genialidad de la serie). Lo más cercano que tienen es el número de protagonistas principales, dos y aun esto no es exacto, porque Perry y Candace, la hermana mayor de Phineas y Ferb, podrían reclamar el mismo rango que los niños. Sin olvidar al Doctor Heinz Doofenshmirtz.

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(científico malvado, autónomo megalómano, hombre del espectáculo)

            Bien, me corrijo: las tres tienen más en común: son comedias (aunque ese término es ambiguo y Adventure Time es muy suya) y sus episodios son, con ciertos matices, autoconclusivos. En esto último vamos a detenernos un segundo: que entren los matices. Gracias. Phineas and Ferb y Adventure Time dedican diez minutos (la mitad que las sitcom canónicas) a cada episodio. Y son episodios independientes unos de otros. Durante bastante tiempo uno bien podía ver sin orden, por pura casualidad, tres capítulos de cualquiera de las dos series y no importaba nada. Podías, de hecho, verlos en el orden contrario y ni te enterabas. Todavía hoy, en Phineas and Ferb esto es posible. Sólo unos pocos acontecimientos de episodios anteriores tienen relevancia futura y tampoco cuesta demasiado asumirlos; por ejemplo, Candace estuvo tiempo tirándole los trastos a otro personaje, Jeremy, y, cuando parecía que los guionistas la habían condenado a una eternidad de sueños sin esperanza, hale, les permitieron ser novios.

            Adventure Time, en cambio, hacía bandera de la falta de continuidad. Uno de los atractivos de sus primeras temporadas era que cada episodio partía, casi, de cero. No había continuidad aparente, ni cronológica, ni personal; los personajes principales eran muy fácilmente identificables: la primera vez que uno veía al Rey Hielo sabía cuanto necesitaba para seguir el episodio. Nada de lo que hubiera ocurrido antes tenía importancia. Luego empezamos a intuir que eso no era tan así, que Pendleton Ward y su gente no actuaban a tontas y locas o que, si lo hacían, sabían muy bien sacar partido de sus locuras. Hasta que la continuidad hizo aparición en Adventure Time y ver los capítulos por orden dejó de ser optativo a ser imperativo. Lo cual no quiere decir que se pasase a una trama tipo “introducción-nudo-desenlace”, ni mucho menos. Pero cada vez más detalles, cada vez más episodios, cada vez más personajes dependían (dependen) de los conocimientos que el espectador tuviese del mundo y sus criaturas para funcionar.

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(o sea, alguien que considere a la Enciclopedia Británica una lectura ligerilla)

            Gravity Falls anda, como digo, en el medio. Desde un inicio era claro que habría continuidad, que era importante ver en su orden cada capítulo. Cada cosa que ocurre puede (y de hecho, muchas la tienen) importancia en episodios posteriores, los cuales, a su vez, continúan siendo autoconclusivos. Me sorprendería que, aunque se vayan revelando algunos de los misterios de esa pequeña aldea de Oregón, se pasase a una estructura lineal.

            Son comedias, todas ellas. Pero los humores son diferentes. Aquí, por fin, metemos el cuchillo en la carne. Resumidamente, en Phineas and Ferb el formato, la estructura, el orden, están en el centro de la comedia: es una especie de serie de ingenieros no aburridos. En Gravity Falls, la más sitcom de todas, existe libertad dentro de unos límites, como quien da un marco a un dibujante y le deja llenarlo de lo que quiera. En Adventure Time la comedia está en el absurdo, sin límites, sin cortapisas, sin cordura. Hasta cierto punto, esto se nota en el estilo de los dibujos, más caartonish tradicionales los de Phineas and Ferb y Gravity Falls, no como Adventure Time, con su alegre desprecio por las reglas de la anatomía.

            Vayamos a Ooo:

(Critics Time!)

            Con casi todos los episodios me he partido de risa. Las situaciones, los diálogos (inciso, ya es habitual, pero lo recuerdo: siempre pienso que están viendo ustedes las series o las verán en versión original; aunque sólo sea para escuchar al gran John Dimaggio) de Finn y Jake, y todo su mundo son muy divertidos. Están, además, muy bien secundados: la Princesa Bubblegum, Marceline, el Rey Hielo y sus cohortes de pingüinos (con Gunter como merecido cabecilla), BMO y tantos otros. Pero hay veces que la risa es un poco más inquietante. Y, otras, puede resultar un mecanismo defensivo. Porque Adventure Time ha dado pasos atrevidos, hacia cierta oscuridad.

            Al ver las tres primeras veces esta serie, lo confieso, pensé que era idiota. Luego comprendí que era muy inteligente, aunque estuviera poblada de unos cuantos idiotas. Que más me valía estar preparado para cualquier cosa, porque podía aparecer en mi pantalla cualquier cosa. Y una vez acostumbrado a la música (me costó horrores) de fondo, habitual y conscientemente ratonera, empecé a disfrutarla. Y a pescar detalles de algo tenebroso, tras tanto color brillante: en cada vez más chistes había un fondo macabro y los capítulos acababan con un giro siniestro.

(I rest my case)

            Personajes que parecían tener su papel muy claro, ya no le tenían tanto: Bubblegum pasó de gobernante competente, damisela en apuros a tiempo parcial, a científica más y más perturbada, cuyos experimentos dejarían preocupado al mismo Doctor Moreau. El Rey Hielo, un villano cómicamente ridículo, derivó a sociópata grotesco y triste, hasta convertirse casi en una figura trágica. Hasta Marceline, que es muy cool, tiene un fondo de melancolía. Y qué decir del Conde (Earl) de Lemongrab, quien ya desde su primera aparición sólo tiene dos formas de ser: desasosegante o enloquecido:

            Claro que sigue siendo una serie cómica e incluso en los flirteos con el terror o el drama hay chistes (Jake nunca nos falla). Sin embargo, creo que los guionistas son unos tahúres de cuidado: logran que el espectador se ría en escenarios siniestros o emocionales (hasta cierto punto, eh, tampoco saquemos las cosas de quicio), dejándole cierto regusto extraño en la carcajada. Y luego te dan otros diez minutos de referencias frikis, tonterías y absurdo gracioso. Aunque tenga la sensación, siempre, de que algo va a ocurrir, algo que, aún más, hará de esta serie la zona oscura del terceto.

            Y, ahora, a un mundo más próximo:

(veréis en quince años, niñatos felices, veréis…)

            El Área de los Tres Estados es más cercana que Ooo a nuestra realidad, aunque sólo en apariencia. La diferencia mayor, con nosotros y con Ooo, es que allí no hay sombra. No hay maldad auténtica. El humor es inofensivo, sin doblez ni crueldad. El mundo de la familia Flynn, de sus amigos, y hasta del Agente P. y su némesis, el Doctor Doofenshmirtz, es uno de los más seguros que conozco. Desde que entramos hasta que salimos sabemos, con certeza, que nada grave o irremediable les ocurrirá a los personajes. Es un pacto sólido como el acero y el día que se incumpla por los guionistas, la serie estará muerta. De aquí sólo podemos salir con una sonrisa sencilla en la cara.

            Porque sonreímos y reímos. De las tres series, quizás ésta sea en la que mayor virtuosismo exhiben los escritores. Porque el humor de Phineas and Ferb tiene un corazón formal. Desde que empieza el episodio, al mismo tiempo, sabemos y no sabemos qué va a ocurrir. Para empezar, sabemos que será un día más del interminable verano y que algo hay que hacer con el tiempo libre.

VANESSA DOOFENSHMIRTZ, DR. HEINZ DOOFENSHMIRTZ, JEREMY, IRVING, ISABELLA, PHINEAS, PERRY THE PLATYPUS, CANDACE, STACY, FERB, BALJEET, BUFORD

(gente con quien hacerlo, tienen)

            Sabemos que habrá dos tramas paralelas: que Phineas y Ferb, con sus amigos Isabela, Bufford y Banji, idearán algún artilugio espectacular para pasárselo en grande y que Candace, poniendo en riesgo sus planes adolescentes con Jeremy o Stacy, su muy mejor amiga para siempre, los vigilará como un halcón para delatarlos assus padres; sabemos, por otro lado, que la mascota de la famlia, Perry, el Ornitorrinco, es un agente de una misteriosa organización con el objetivo de frustrar los proyectos del infame Doofenshmirtz. Sabemos que el invento (o “inator”) de Doofenshmirtz será simpáticamente tonto; sabemos que capturará a Perry, le explicará su plan y luego el agente se liberará, peleará contra el científico, lo derrotará, destruirá su invento y, al hacerlo, borrará toda prueba de lo que hayan hecho Phineas y Ferb, justo cuando Candace esté apunto de enseñárselo a su madre, sin que nunca, nunca, nunca, lleguen a encontrarse cara a cara, ni a saber siquiera de su existencia. Todo esto es así.

            El genio está en que los guionistas hacen pasar la trama de cada capítulo siempre por los mismos puntos, y logran que sea siempre diferente y divertida. Las hebras de las historias pueden hacer tirabuzones, retorcerse, dar vueltas, entrecruzarse y mil virguerías más, pero deben anudarse en torno a esos hitos. Y el chiste principal está en ver cómo lo logran, en qué orden, mientras jugamos al gato y al ratón. Porque ellos saben que nosotros sabemos que Phineas dirá “Ferb, I know what we are going to do today”; que alguien dirá, “Hey, where is Perry?”, que Doofenshmirtz gritará “Behold the whatevernaitor!”

            Pero también sabemos que los guionistas nos pueden escamotear de repente ese momento, ponerlo en otra parte, suspenderlo, dejando a los personajes momentáneamente confusos porque nadie ha dicho lo qu ese suponía que alguien tenía que decir en ese momento. Romper la cuarta pared, hacer chistes autorreferentes y autorreferentes de previas autorreferencias, jugar a que esto es una serie y los protagonistas parecen ser conscientes a ratos, montar y desmontar el mecano que es cada episodio, crear expectativas para no defraudarlas, pero sí cumplirlas de una manera distinta a como el espectador esperaba… esas son las marcas de la casa, lo cual obliga a conocer bien el mundo para disfrutar de él.

            Phineas and Ferb está más cerca de Gravity Falls que de Adventure Time en cuanto a las relaciones entre personajes. El vínculo de Finn y Jake es a prueba de magia de la Nochesfera, pero no podemos estar muy seguros de nadie más. En los Tres Estados, en cambio, nadie hará daño a nadie de manera consciente (ni siquiera Bufford); todo lo contrario: son las relaciones de amistad y paternofiliales (Heinz y Vanessa son una de las mejores parejas padre incompetente-hija adolescente de la televisión) las que dan sentido a los personajes, sin caer en lo ñoño jamás. Uno de los aciertos de la serie es hacer que la antagonista de Phineas y Ferb sea su propia hermana, sin convertirla en un personaje negativo: Candace y sus hermanos se quieren con total sinceridad. En realidad ni a Phineas ni a Ferb se les pasa nunca por la cabeza que Candace quiera atraparles con las manos en la masa. Y los espectadores le perdonamos esa manía persecutoria porque sabemos que nunca conseguirá llegar a nada; es más, las pocas veces que podría triunfar, Candace renuncia generosamente y cubre las espaldas de sus hermanos. Perry y Doofenshmirtz son enemigos íntimos con una dinámica cuasi perejil, con un capítulo de infidelidad incluida; ya lo decía Stefan Zweig, “diez años de encarnizada enemistad unen a los hombres más misteriosamente que una amistad mediana”.

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(y también a los ornitorrincos)

            Me dejo muchísimo en el tintero: las frases lapidarias de Ferb, la Princesa Lumpy Space, Isabela y Phineas, Ferb y Vanessa, una comparativa entre los inventos de Phineas y Ferb y los de Doofenshmirtz, el padre de Marceline (quien sí es capaz de llevar botas rojas de vaquero con dignidad, no como Ted Mosby), y muchas, muchas más. Les toca a ustedes: elijan bajo qué regimiento militar. Pero, si me aceptan un consejo, sean más astutos: no juren lealtad a ninguno y dejen servirse por los tres. Es lo que hacen los estrategas.

marzo 11, 2013

En tierra de paranoia

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 7:29 pm
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            Sin querer sonar pretencioso, siempre he creído que las series y películas tienen dos ejes sobre los cuales se mueven, guión y actores, por un lado, trama y personajes, por otro. La calidad sería un valor transversal. El director, el poder en la sombra. Una serie puede tender más hacia la trama que hacia sus personajes, o viceversa, igual que puede apoyarse más en los actores que en el guión. Simplista como esto resulta, al igual que casi todo esquema, siempre me ha sido útil para analizar las obras de cine y televisión. Pocas logran un equilibrio perfecto con todos los ejes y además ser de una calidad poderosa. No hay en ello demérito, porque obras maestras como Los Soprano o Deadwood desdeñan la trama a favor de los personajes, y sus guiones y actores son tremendos.

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(¡Más amarillo! ¡Más! MÁS!)

            Pues bien, Utopia, miniserie del Channel 4, no apuesta ni por la trama ni por los personajes. El guión no es malo y los actores, al menos en parte, un extremo del eje hacia el cual se inclina con total claridad. Fríamente vista, no logra alcanzar mucha calidad fuera de los actores. Empecé la serie con muchas, muchas ganas, gracias a un piloto poderoso y cruel (tiene una de las más desagradables escenas de tortura que haya visto- es decir, una de las mejores). Queriendo llegar al final, que me resultó un tanto abrupto, admito que fui perdiendo algo el interés. Salvo por una extraña magnitud, que envuelve el modelo de ejes como un velo: la atmósfera.

            Este es el secreto de Utopia y, yo diría, casi su justificación: su capacidad para introducirnos en un mundo ajeno, por muy cercano que sea. ¿Cómo? Mediante un uso habilísimo de la música y el color, de la fotografía, de los cuidadísimos aspectos formales que, como siempre en la televisión británica, viene ya casi por defecto. La extraña banda sonora, sintética, electrónica, hipnótica, a medias burlona, a medias desasosegante, vuelve aún más grotescos los momentos extraños. Y grotesco implica siempre que hay algo terrible en el fondo.

            El color. Ese color yo sólo lo había visto en The Crinsom Petal and the White. No me ha sorprendido demasiado que parte del equipo de detrás de las cámaras esté también en Utopia. Ese color ligeramente exagerado, esos verdes que son lo justo demasiado verdes, ese amarillo no del todo real, esos cielos, esas aguas, esos campos, tan parecidos a los campos de lavanda de Mister Rackham. Sí, yo no lamento haber visto las seis horas de Utopia y buena parte del mérito es de vastos planos generales, como cuadros, ventanas a este mundo enloquecido, con lo bastante de nuestro mundo para ser inquietante y lo necesario de deformando para ser intrigante.

            No, en cambio, la trama ni los personajes. Cuando ví Inception me quedó la impresión de que Nolan había querido indagar en sus personajes al tiempo que planteaba una trama de juego (él mismo dijo que había concebido una película de atracos y un atraco, en el cine, es siempre un juego de tablero con piezas y varios bandos). Y se quedó a medio cambio de ambas: el tiempo dedicado a la partida impidió que se centrara en los personajes y el tiempo consagrado a ellos lastraba el buen ritmo de la película. Esto no se puede decir de Utopia: el ritmo es frenético, la partida nunca se detiene y, si bien no profundiza en ninguno de los personajes, nos desvela lo bastante para encontrarlos suficientemente interesantes… como peones.

            Ahí está otro truco: no hay quien empatice con ellos (al menos, no fue mi caso), pero es que eso no tiene importancia, son relevantes para que el juego siga. Wilson Wilson, Becky o hasta Grant (sobre todo desde la inclusión de Alice, Emilia Jones, hay que seguirle la pista) son personajes que uno lleva con tolerancia y puntos de simpatía, pero no son grandes, ni como humanos ni como piezas. Mucho menos Ian (pobre Nathan Stweart-Jarret, siempre le dan el más cansino del grupo). Eso en el grupo de “resistentes” acosados y medio normales. Realmente, el único personaje que es humano, creíble como tal, es Michael Dugdale, el funcionario del Ministerio de Sanidad empujado a su pesar al centro de la intriga. Un hombre sencillo, no como los demás, que, en mayor o menor medida, ya vivían en el mundo paralelo que muy pronto será el único relevante. Dugdale es el recordatorio perpetuo de que el mundo ordinario sigue viviendo su vida, ajeno a las extravagantes y terribles aventuras de los protagonistas y sus antagonistas, pero también de que éstas están decidiendo su destino. Además, es otro ejemplo de lo grandes que son los actores británicos (punto fuerte de ésta como del resto de series de las Islas). Paul Higgins interpreta aquí a un burócrata, a un empleado del Gobierno. Igual que en The Thick of It. ¡Pero miren si se parece el apocado, tímido, triste y aterrado Dungdale a Jaime, el acerbo perro de presa escocés del aún más temible Malcolm Tucker!

The end of Utopia … or is it?

(Cinco minutos con Malcolm y quedaban todos con las cosas claras)

            Los grandes secundarios están del lado de los antagonistas. James Fox, Geraldine James, Stephen Rea (quien, ay, no es aquí otro Gatehouse)… Tenerlos es garantía de escenas bien interpretadas, con una puesta en escena a la altura. Son más piezas, no personas, y ninguno de ellos no importa como ente en sí mismo; no, insisto, no hay aquí un villano descomunal, por mucho que lo deseemos.

            Los personajes que más me sorprendieron fueron Jessica Hyde y Arby, justo los dos más enajenados, los más sociopáticos. La interpretación de Fionna O´Shaughnessy se me hacía en ocasiones muy cuesta arriba, pero reconozco que persevera en su papel de mujer traumatizada, endurecida y alejada, aparentemente, de todo sentimiento humano, pese a lo cual, de un modo torpe, duro, y turbador, trataba de establecer algún vínculo; sólo mediante el libro de “Utopia”, escrito por su padre, logra hacer un auténtico contacto vicario. Y aún más extraño es Arby, el personaje más grotesco, más repelente (y se hace todo lo posible para que nos repela, hasta el más mínimo detalle físico), y más destructivo, que se nos muestra como el más herido, el más necesitado de contacto. Y también lo intenta: la escena del desayuno con Jessica roza lo ridículamente tierno.

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(¡Sin mermelada en las tostadas, Arby! ¡Vaya metedura de pata!)

            Entonces, ¿lo que importa es el juego, la trama? Bueno, pues tampoco. No me maten aún, por favor. Claro que hay una trama, de esas llenas de secretos, recovecos y giros más o menos inesperados (para esperarlos basta con recordar que la paranoia es tu amiga, que todo irá a peor). ¿Qué significado oculta la novela gráfica “Utopia”? ¿Por qué la quiere recuperar a cualquier costa la organización conocida como la Red? ¿Qué plan maestro es el de la Red? ¿Quién es Jessica Hyde y por qué la persiguen los asesinos de la Red? ¿Quién es Mister Rabbit?

            Todo se sabe al final. Para las últimas respuestas hay que esperar a los últimos segundos del último capítulo. Pero, ya digo: ¡qué más da! Todo es un inmenso Macguffin. Nada tengo yo contra las retorcidas conspiraciones de una maligna corporación en la sombra, ni en la ficción ni en la realidad (y podríamos hablar mucho sobre qué supera a qué). Dicho sea de paso, el plan de esta corporación me hace bastante gracia, porque coloca todo en una suerte de zona ambigua. Los métodos de la Red son despiadados, pero también lo es su mayor enemiga, Jessica. Unos y otros juegan a que el fin justifica los medios, y quien tiene dudas las tiene en cuanto a cuál será el fin legítimo, en fin, no en cuanto a los medios.

            La trama encaja, sí, a fuerza de giros y retorcimientos, pero no con la elegancia, con la precisión, con la inteligencia de otras series, como State of Play o la soberana The Shadow Line. Aquellas eran tramas de verdad. Esta es una farsa, irónica, desapacible, macabra y sin mayor relevancia. Es todo aire, artificio, colores, sonido, música. Un relato onírico, un mundo que no hay que tomarse muy en serio. Una pesadilla paranoica. Nada más. Nada menos.

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(Sleep still…)

marzo 6, 2013

La Usurera

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 9:02 pm
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            Si Ratcliffe es uno de los malvados de Disney más tontos, Ursula, la Bruja de los Mares, es una de las más astutas. No es ni mi villana predilecta ni mi bruja favorita de este mundo, pero regatearle sus méritos sería algo mezquino. Los tentáculos de Ursula atrapan a los demás personajes de La Sirenita con mucha más fuerza de la desplegada por otros malvados en sus obras.

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            (Cthulhu con sombra de ojos… ¡Blasfemo y no eucludiano!)

               El cuento en el que está basada la película, de Andersen si la memoria no me falla, tiene un final más sombrío que la adaptación de Disney: la princesa de los mares salva al Príncipe del naufragio, pero no come perdices con él; éste se casa con otra mujer, a la que confunde con su salvadora. Rechaza la oferta que le hacen sus hermanas (asesinar a la feliz pareja para poder regresar al océano) y muere, convirtiéndose en espuma marina. ¿Y quién ofreció el pacto de dos piernas a cambio de su voz, con la muerte si no lograba el amor del Príncipe? ¿Y quién dio a sus hermanas el cuchillo mágico para el asesinato, a cambio de sus cabellos? La Bruja del Mar.

            Del cuento original ya sacamos alguna conclusión: la Bruja no es trigo muy limpio, si hace esos pactos con las sirenas; su papel, sin embargo, es pasivo. La Disney cogió ese personaje y le insufló una energía maligna muy simpática.

            Poco sabemos del pasado de esta hechicera. Ella misma rememora, melancólica, su pasado en la corte real, de donde fue exiliada (aunque los motivos se nos ocultan, no es muy difícil imaginarlos). Sin embargo, su castigo no parece haberle impedido lograr una posición respetable en el Océano. Sus conocimientos y poderes son conocidos, respetados y temidos. Varios súbditos del estirado Rey Tritón buscan el atajo que suponen sus conjuros ante las dificultades de la vida. Y aunque casi todos deben de ser conscientes del riesgo, los deseos son más fuertes que la prudencia. Y piden. Y firman el contrato. Tras una conversación parecida a esta, supongo:

(Un 15% más de intereses por la canción, querida)

            Ariel es una de estas buenas gentes que hacen tratos siguiendo el estilo de Homer Simpson (“No firmaré nada sin haberlo leído o sin que alguien me lo explique punto por punto”). Si uno quisiera ver la película desde una perspectiva sociológica, saltaría un paralelismo desagradablemente familiar en la escena de la firma: una vendedora maliciosa, sin escrúpulos, que apabulla a una cliente no demasiado lista (¡por Dios, niña, tiene usted indicios más que suficientes a la vista de que esto va acabar mal!), hasta que echa la firmita de marras. Igualmente, es posible hacer una comparación más clásica; los pactos con seres infernales son habituales en cuentos y leyendas, uno de los motivos más repetidos, de casuística más retorcida y de resultados más variados. Ursula es bruja y una decente servidora de las Tinieblas. Por no faltarle, no le falta ni su jardín de almas condenadas.

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(Casi digo algas, ¿eh?)

            Por mucho que la desprecie, esta princesita Disney tenía alguna virtud. La primera vez que la vemos, ha faltado a un concierto en honor a su señor padre (donde hubiera sido aplaudida, agasajada y alabada) por examinar restos de naufragios, arriesgándose a ser el plato del día para un tiburón, sin más compañía que la del cretino de su amigo, el pez Flounder. Ariel es una nerd, una empollona, una friki del mundo de la superficie. Es una arqueóloga aficionada, con una habitación secreta llena de cachivaches, cuya verdadero nombre y uso desconoce, gracias, sobre todo, a las magníficas y ridículas explicaciones de la gaviota Scuttle (con Sebastian y Grimbsy, forma el trío cómico de la película, tanto más gracioso porque ninguno de ellos es consciente de serlo). Ariel es una marginada en su mundo, incomprendida por todos y, en especial por su tedioso padre. Podría haber sido un personaje agradable.

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(PO-DRÍ-A)

            No lo es por dos motivos consecutivos. Es una adolescente (Hiccup aparte, no hay adolescente no cansino en mi memoria). Es una adolescente enamorada. ¡Dios Todopoderoso! Y está así casi toda la obra. O sea que no: princesita enervante gana a marginada curiosa. Lo único bueno de esta Ariel y de ahí este rodeo, es que es un peón perfecto para Ursula.

            ¡Consideren ustedes lo divertido que es este giro de guión! Las princesas Disney son o el objeto pasivo del deseo de los héroes o las protagonistas activas; su relación con el malvado es nula, en ciertos casos, o de directo enfrentamiento en otros. Pero sólo aquí la princesa es una pieza de ajedrez para el enemigo. Esto hace que Ursula esté tan arriba en el escalafón de Malvados disneyanos.

            Si uno contempla la película desde la perspectiva de la Bruja, todo cobra su justo sentido. La Parejita se queda en lo que es con justicia, una irrelevancia por sí misma, interesante sólo como parte del Plan de la Villana. ¿A quién le puede importar lo más mínimo si Ariel, muda, logra que el bobarán de Eric se fije en ella? Ah, pero si de eso depende algo más grande, la escena de la laguna cobra fuerza. La suspensión no está en si se besarán y serán felices sino en que, si se besan, Ursula habrá fracasado. Y eso nadie quiere que ocurra. ¿O no es verdad?

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(¿Cómo querríamos, con esas sonrisas por partida doble?)

          Ursula es una malvada peculiar en ciertos aspectos. Físicamente sigue el canon de que la perversidad interior se manifiesta en el exterior, un exterior más avasallador de lo normal. A todos los villanos de Disney se les reconoce en cuanto aparecen en pantalla, pero Ursula la llena con una potencia inusual. En un mundo donde todas sirenas y “sirenos” parecen sacados de una revista, ella es más bien rubensiana. Nada acomplejada, menea las caderas con una desinhibición casi morbosa. Y, mientras los demás tiene una tonta cola de pez, ella tiene tentáculos. Los tentáculos ganan a las colas de pez en todo (referencias: “El Día del Tentáculo” contra “The Deep South”, de Futurama; ¡claramente!).

            Por otro lado, es una de las malvadas mejor secundadas. Los lacayos de Disney suelen ser irrelevantes, en el mejor de los casos, o unos inútiles que favorecen la derrota del malo. No así los ayudantes de Ursula, Flotsam y Jetsam, dos morenas de ojos estrábicos y voces espectrales. No sólo no fracasan en ninguna de sus misiones, sino que son responsables, en buena medida, del triunfo de su ama: son ellos los que incitan a Ariel para que vaya a ver a la Bruja y también los que, in extremis, impiden que Eric la bese. El único ayudante tan eficaz es Yago, el loro de Jaffar, aunque más que un mero ayudante, ese pájaro es un co-malvado con todo merecimiento.

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(Pero estos dos, evidentemente, leen mejor por la noche)

            Ursula, por otro lado, recupera para los Villanos de Disney algo que hacía tiempo no tenían: la codicia del Poder. Casi todas las motivaciones de los Malvados en Disney son, de un modo u otro, fruto de pasiones negativas: los celos, el rencor, el deseo frustrado, la venganza (por caprichosa que sea en el caso de Maleficent)… Casi ninguno es Malvado, hasta Ursula, por ambición, por sed de poder. Ni siquiera Scar, más tarde, es perverso únicamente por ambicioso. Ursula parece libre de toda pasión, salvo del deseo imperioso de controlar el Océano.

            Para conseguir saciar ese deseo, manipula el amor adolescente de Ariel por Eric y el amor paterno de Tritón por su hija. Sí, soy un bardólatra, pero es que también aquí vemos así un eco lejano (muy lejano), de los monstruos de Shakespeare. Esta estratega del Mal se ve obligada a improvisar cuando Ariel se acerca demasiado al éxito. Y saca partido a la fianza dada por la sirenita: su voz, que empleará, tras un conveniente cambio de aspecto, para hechizar a Eric. Así, la princesa no cumple la condición y, en cumplimiento del pacto mágico, regresa al Océano, arrastrada por la victoriosa bruja. Hacia la última etapa de su plan.

            Una de las características de los cuentos de hadas es que los pactos, las palabras empeñadas, los contratos, tienen una fuerza temible. Todos ellos están sostenidos por fuerzas mágicas o sobrenaturales que nadie osa contrariar. Jugar con la semántica y la interpretación está permitido, pero quebrantarlos, suavizarlos o anularlos, es imposible. Estos cuentos son muy tradicionales, en este sentido: pacta sunt servanda. Ni mala fe, ni protección del consumidor, ni nada: si Ariel prometió su alma, da igual que lo hiciera manipulada. Nadie puede librarla de su destino, ni siquiera toda la autoridad de Tritón. Ah, pero si éste aceptara ocupar el puesto de su hija… eso sería legal. Ursula es el único Malvado de Disney que logra sus propósitos por jugar hábilmente según las normas, lo cual puede (o no) dar pie a ciertas reflexiones, más allá de la película. En cualquier caso, a mí siempre me ha hecho mucha gracia ver al estirado de Tritón preso de sus propias normas (se cansa de repetir que es Rey y que él dicta las normas: la que usa Ursula, entiendo, también será suya o, al menos, la acepta).

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            (Ursula comparte el jolgorio)

              Y sin embargo, oh desgracia, en cuanto Ursula logra la corona y el tridente, y, con ellos, la soberanía sobre los Océanos, ¿qué hace? Trata de fulminar a rayos a Ariel y Eric, hasta que, rabiosa por la muerte accidental de sus sirvientes, aumenta de tamaño hasta convertirse en una titán. Esto es, decide matar las moscas a cañonazos, táctica que nunca jamás sale bien. La tormenta que desencadena la Bruja deja al descubierto un pecio y Eric, sin tripulación ni aparejos, que son para nenazas, lo utiliza para atravesar la panza del monstruo, en una de las muertes, al mismo tiempo, más espectaculares y ridículas de las películas de Disney:

            Sí, sí, sabemos que los malos tienen que perder y Ursula estaba ganando y quedaban cinco minutos de metraje. Pero, vaya, qué quieren, otras derrotas estaban más cuidadas. Que un buen villano Disney tiene, por convenio, derechos inalienables: más carisma que el héroe, una canción digna y un final a su altura, por irónico o por impresionante. No un empalamiento, deprisa y corriendo. Caramba.

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