Al poco de comenzar la obra, Leonor le dice a su marido: “Enrique, he de hacerte una confesión: no me gustan demasiado nuestros hijos.” Y estas palabras son las más suaves que los padres dirigirán a los tres príncipes de Inglaterra o que ellos recibirán de estos. Pero Leonor, como siempre, no anda desencaminada. Un amigo mío los definió con gran sagacidad tras las escenas introductorias: un mediocre rencoroso, un alma atormentada y un maquinador gélido. Ahí están, respectivamente, Juan, Ricardo y Geoffrey en toda su gloria.
Juan es el favorito de Enrique. Resulta difícil entender el porqué, salvo por eliminación. El primogénito, Enrique el joven, murió tiempo ha; pero su sombra, siempre la sombra del hijo perdido, está presente. Ricardo estuvo bajo el manto de Leonor desde niño (y Enrique se lo reprocha acerbamente). Y Geoffrey… ya volveremos sobre Geoffrey.
El adolescente que un día será el rey Juan Sin Tierra, obligado por los barones a firmar la Magna Carta, es un chico sin ninguna virtud. Es feo, autocompasivo, sucio, torpe, necio y vengativo. Su madre lo desprecia: apenas le lanza un par de pullas en toda la obra. Alais se horroriza ante la perspectiva de casarse con él, aun con el consuelo de seguir siendo amante de Enrique. Ricardo, siguiendo los pasos de su madre, escarnece a Juan en cuanto puede, algo aún más humillante toda vez que Juan admiró (seguramente, aún admira) a su hermano mayor. Felipe de Francia habla con él a través de Geoffrey, como si fuera indigno de una palabra directa. Sólo con Geoffrey mantiene algo parecido a una relación fraterna y sólo porque Geoffrey enmascara sus opiniones, para poder utilizarlo cuando la ocasión sea propicia.
Al final, hasta el mismo Enrique reconoce que ha apartado la vista de las múltiples fallas de su benjamín. En la escena de los tapices (que veremos en este artículo), cuando constata la traición de Juan, Enrique le espeta, desesperado: “¡Yo te quería!”. Juan replica: “Eres un cabrón frío y despiadado y jamás has querido a nadie.”
Hay aquí un paralelismo con las palabras que Ricardo dirige a su madre, bastante antes. Leonor y Ricardo mantienen una relación mucho más complicada que Juan y Enrique. Ricardo fue, parece, el niño de mamá, su ojito derecho, su cómplice. Pero se rebeló, huyendo del seno materno, centrándose en la guerra, en el combate, su auténtico elemento.
Cuando se encuentran en Chinon, Leonor parece creer que Ricardo caerá en sus brazos, que pelearán juntos contra Enrique. Ricardo, en cambio, se muestra hostil. Su primera charla a solas es áspera:
Más adelante, Leonor tiene que poner en juego toda su astucia para reconquistar a su hijo. Porque en el jardín, Ricardo pronuncia unas palabras aún más duras que las de Juan contra Enrique: “No amas nada. No estás completa, te faltan las partes humanas. Estás tan muerta como mortal eres”. Por un segundo, podemos ver que esto ha superado las defensas de Leonor, que le duele en verdad. Inteligente como es, usa ese dolor para dar mayor brío a su seducción, en un gesto dramático que quiebra, a su vez, la resistencia de Ricardo.
Pese a ello, el control de Leonor sobre Ricardo será precario. Al final de la obra, cuando Leonor baja hasta las mazmorras para liberar sus hijos (en realidad, quien le importa es Ricardo), se espanta ante la decisión de estos: esperar a Enrique en las sombras y asesinarlo. La reina les tilda de “antinaturales”, ese calificativo casi bíblico referido casi siempre a los parricidas, los más despreciables de todos los asesinos para muchas culturas. Ricardo, por desesperación o por haber crecido, replica con salvaje sorna, citando los horrores del mundo y la naturaleza. “¿Antinatural, madre? ¿Qué es antinatural?”
Tampoco es fácil la relación de Ricardo con Enrique. Se enfrentan desde el primer segundo. Donde Ricardo se bate con acritud, Enrique se muestra divertido y hasta orgulloso. ¡Un hijo mío debe pelear por el trono! ¡Hace bien! En el fondo, no obstante, hay, como siempre aquí, un vacío. Ricardo sufre por no haber tenido padre. Enrique, por no haber tenido hijo. Una vez más, en la escena de los tapices, se sinceran el uno con el otro. Ricardo llora, sin vergüenza, de dolor. Enrique, abrumado, aprieta los dientes, niega su responsabilidad.
Será en la última noche cuando Ricardo pueda alzarse. Mientras Juan y Geoffrey se acobardan en un duelo a dagas contra Enrique, Ricardo pelea. Y cuando es derrotado y el rey, con su espada en alto, los sentencia a todos a muerte, no mueve un músculo. Impasible, observa la hoja. Inferior en intrigas, con pasiones ingobernables, un adolescente en casi todo, Ricardo es valiente, fuerte e indómito. No flaquea. Al no ser capaz su padre de ejecutarlo, sale de escena con paso lento y dirige al rey una mirada cercana a la lástima.
Último de todos los hijos se nos presenta a Geoffrey. Último de todos lo considero. Tras Leonor y Enrique, me parece el personaje más interesante y el más inteligente. Su padre lo describe a la perfección: “Geoffrey. ¡Esa sí que es una obra maestra! No está hecho de carne, es una máquina, ruedas y engranajes.”
Geoffrey es un individuo peculiar. Desde el principio comprobamos que es el más astuto de los tres posibles herederos, además del único que no tiene validor para alcanzar la corona. Sea Ricardo o Juan el elegido, a Geoffrey le tocará el rol de administrador: “Juan reinará en el país mientras yo lo gobierno. Esto quiere decir que él se gastará los impuestos que yo recolecte”, se burla.
En realidad, el hermano mediano parece haber nacido para poder tras el trono. Cumple con los requisitos del arquetipo: frío, inteligente, manipulador. Si Juan llevara la corona, Geoffrey sería sin muchos sudores el amo del reino. Y, si reinara Ricardo, posiblemente también. Cierto que el Corazón de León es un individuo poderoso, de fuerte voluntad, nada parecido a su mediocre hermano pequeño. Pero, guerrero como es, casi seguro se iría a Europa o más allá a cortar cabezas, dejando a su canciller con las manos libres.
Y Leonor y Enrique son conscientes. Ambos, aunque sobre todo Leonor, tratan de posicionar a Geoffrey a su favor, sabedores de lo peligroso que puede resultar el duque de Bretaña. “¿Has encontrado el medio de vendernos a todos entre todos?” le interroga su madre, que, al preguntarse retóricamente “¿Cómo he podido tener unos hijos tan inteligentes?” habla, casi sin ninguna duda, sólo de Geoffrey.
¿Entonces? ¿Por qué Geoffrey se empeña en conspirar contra todos, con la ambigua ayuda de Felipe? ¿No le basta tener el poder sin corona? Pues no. Y esto es lo que lo vuelve tan interesante, no un maquinador sin escrúpulos más.
En El león en invierno todos los personajes sufren pasiones y dolores. Hasta los más gélidos. Felipe, el joven rey de Francia, es esclavo de su rencor hacia Enrique. Geoffrey, que no es esclavo de nadie, sufre, tras la máscara, una vida entera siendo dejado de lado por sus padres. Por mucho que sus quejas sobre este tema estén dichas casi siempre en tono burlón, el dolor es real. Y es la razón por la que lucha sordamente contra sus padres y hermanos.
Geoffrey quiere obligar a todos a reconocer, de una vez, su existencia. Nadie le ha hecho caso durante su infancia y juventud. Ahora, tendrán que reconocerlo. No tiene una palanca política con la que mover a sus padres. Su ataque será psicológico. Con el apoyo de Felipe, engañando incluso a Leonor, trama la escena de los tapices. Allí, ocultos, los tres hijos asisten al enfrentamiento entre Enrique y Felipe. El joven rey pierde el primer embate, pero se recupera, ejecutando, por fin, su venganza contra Enrique y contra Ricardo. El primer hermano ha quedado eliminado.
Pero el favorito de Enrique es Juan. Ahora, Geoffrey se revela, actúa directamente, dejando en evidencia la traición de Juan. Enrique está desolado. Ricardo sería el mejor heredero, pero es de Leonor, fue amante de Felipe y aún lo ama (antes de que algún inquisidor se alce en armas: pongan estas palabras en su contexto; como exclama la misma Leonor “es 1183 y todos somos bárbaros”). Juan, ya sin dudas, es un traidor.
Queda Geoffrey. Geoffrey, el eterno indiferente, Geoffrey, al que nadie hace caso, Geoffrey, cuya existencia Enrique podía muy bien ignorar… hasta ahora. El duque, con pocas palabras, clava el puñal: “Aquí, padre, aquí estoy”. Ya no puede fingir que no existe, porque es lo único que le queda.
La jugada de Geoffrey es muy astuta, pero el plan tiene un fallo. Político helado, ha creído que en su padre prevalecería también el político. En cambio, el golpe sufrido es tal, que Enrique se revuelve. El viejo león ruge uno de sus soliloquios más devastadores:
“Mi vida, cuando se escriba, será mejor leída que vivida. Enrique, primer Plantagenet, rey a los veintiún años, el más hábil soldado de un hábil tiempo. Lideró bien a los hombres, fue justo cuando pudo y gobernó, durante treinta años, un Estado tan grande como el de Carlomagno. Se casó por amor, con una mujer salida de la leyenda. Ni en Alejandría, ni en Roma, ni en Camelot hubo una reina tal. Ella le dio muchos vástagos… pero ningún hijo. El rey Enrique no tuvo hijos. Tuvo tres bestias bigotudas, pero las repudió. ¡No sois míos! ¡No estamos emparentados! ¡Reniego de vosotros! ¡Ninguno obtendrá mi corona! ¡Nada os dejo y os deseo la ruina! ¡Que vuestros hijos se quiebren y mueran!”
Tras el estallido, Enrique vaga por los pasillos, murmurando “He perdido a mis hijos, mis hijos están perdidos” e increpando a Dios: “¿Te atreves a maldecirme? ¡Pues yo Te maldigo a Ti? ¡Maldito seas!” Luego, queda encogido, en el adarve de las murallas, con la mirada perdida.
Y aunque saldrá de su estupor con un nuevo plan, y se enfrentará de nuevo a Leonor y a sus tres bestias y les derrotará, esa mirada y ese momento no desaparecerán. Así que, aunque no haya logrado el poder, ni haya logrado la victoria, Geoffrey ha conseguido, al menos, extender la derrota.