Con un vaso de whisky

noviembre 26, 2011

Tres bestias

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            Al poco de comenzar la obra, Leonor le dice a su marido: “Enrique, he de hacerte una confesión: no me gustan demasiado nuestros hijos.” Y estas palabras son las más suaves que los padres dirigirán a los tres príncipes de Inglaterra o que ellos recibirán de estos. Pero Leonor, como siempre, no anda desencaminada. Un amigo mío los definió con gran sagacidad tras las escenas introductorias: un mediocre rencoroso, un alma atormentada y un maquinador gélido. Ahí están, respectivamente, Juan, Ricardo y Geoffrey en toda su gloria.

            Juan es el favorito de Enrique. Resulta difícil entender el porqué, salvo por eliminación. El primogénito, Enrique el joven, murió tiempo ha; pero su sombra, siempre la sombra del hijo perdido, está presente. Ricardo estuvo bajo el manto de Leonor desde niño (y Enrique se lo reprocha acerbamente). Y Geoffrey… ya volveremos sobre Geoffrey.

            El adolescente que un día será el rey Juan Sin Tierra, obligado por los barones a firmar la Magna Carta, es un chico sin ninguna virtud. Es feo, autocompasivo, sucio, torpe, necio y vengativo. Su madre lo desprecia: apenas le lanza un par de pullas en toda la obra. Alais se horroriza ante la perspectiva de casarse con él, aun con el consuelo de seguir siendo amante de Enrique. Ricardo, siguiendo los pasos de su madre, escarnece a Juan en cuanto puede, algo aún más humillante toda vez que Juan admiró (seguramente, aún admira) a su hermano mayor. Felipe de Francia habla con él a través de Geoffrey, como si fuera indigno de una palabra directa. Sólo con Geoffrey mantiene algo parecido a una relación fraterna y sólo porque Geoffrey enmascara sus opiniones, para poder utilizarlo cuando la ocasión sea propicia.

            Al final, hasta el mismo Enrique reconoce que ha apartado la vista de las múltiples fallas de su benjamín. En la escena de los tapices (que veremos en este artículo), cuando constata la traición de Juan, Enrique le espeta, desesperado: “¡Yo te quería!”. Juan replica: “Eres un cabrón frío y despiadado y jamás has querido a nadie.”

            Hay aquí un paralelismo con las palabras que Ricardo dirige a su madre, bastante antes. Leonor y Ricardo mantienen una relación mucho más complicada que Juan y Enrique. Ricardo fue, parece, el niño de mamá, su ojito derecho, su cómplice. Pero se rebeló, huyendo del seno materno, centrándose en la guerra, en el combate, su auténtico elemento.

            Cuando se encuentran en Chinon, Leonor parece creer que Ricardo caerá en sus brazos, que pelearán juntos contra Enrique.  Ricardo, en cambio, se muestra hostil. Su primera charla a solas es áspera:

             Más adelante, Leonor tiene que poner en juego toda su astucia para reconquistar a su hijo. Porque en el jardín, Ricardo pronuncia unas palabras aún más duras que las de Juan contra Enrique: “No amas nada. No estás completa, te faltan las partes humanas. Estás tan muerta como mortal eres”. Por un segundo, podemos ver que esto ha superado las defensas de Leonor, que le duele en verdad. Inteligente como es, usa ese dolor para dar mayor brío a su seducción, en un gesto dramático que quiebra, a su vez, la resistencia de Ricardo.

             Pese a ello, el control de Leonor sobre Ricardo será precario. Al final de la obra, cuando Leonor baja hasta las mazmorras para liberar sus hijos (en realidad, quien le importa es Ricardo), se espanta ante la decisión de estos: esperar a Enrique en las sombras y asesinarlo. La reina les tilda de “antinaturales”, ese calificativo casi bíblico referido casi siempre a los parricidas, los más despreciables de todos los asesinos para muchas culturas. Ricardo, por desesperación o por haber crecido, replica con salvaje sorna, citando los horrores del mundo y la naturaleza. “¿Antinatural, madre? ¿Qué es antinatural?”

              Tampoco es fácil la relación de Ricardo con Enrique. Se enfrentan desde el primer segundo. Donde Ricardo se bate con acritud, Enrique se muestra divertido y hasta orgulloso. ¡Un hijo mío debe pelear por el trono! ¡Hace bien! En el fondo, no obstante, hay, como siempre aquí, un vacío. Ricardo sufre por no haber tenido padre. Enrique, por no haber tenido hijo. Una vez más, en la escena de los tapices, se sinceran el uno con el otro. Ricardo llora, sin vergüenza, de dolor. Enrique, abrumado, aprieta los dientes, niega su responsabilidad.

            Será en la última noche cuando Ricardo pueda alzarse. Mientras Juan y Geoffrey se acobardan en un duelo a dagas contra Enrique, Ricardo pelea. Y cuando es derrotado y el rey, con su espada en alto, los sentencia a todos a muerte, no mueve un músculo. Impasible, observa la hoja. Inferior en intrigas, con pasiones ingobernables, un adolescente en casi todo, Ricardo es valiente, fuerte e indómito. No flaquea. Al no ser capaz su padre de ejecutarlo, sale de escena con paso lento y dirige al rey una mirada cercana a la lástima.

            Último de todos los hijos se nos presenta a Geoffrey. Último de todos lo considero. Tras Leonor y Enrique, me parece el personaje más interesante y el más inteligente. Su padre lo describe a la perfección: “Geoffrey. ¡Esa sí que es una obra maestra! No está hecho de carne, es una máquina, ruedas y engranajes.”

             Geoffrey es un individuo peculiar. Desde el principio comprobamos que es el más astuto de los tres posibles herederos, además del único que no tiene validor para alcanzar la corona. Sea Ricardo o Juan el elegido, a Geoffrey le tocará el rol de administrador: “Juan reinará en el país mientras yo lo gobierno. Esto quiere decir que él se gastará los impuestos que yo recolecte”, se burla.

              En realidad, el hermano mediano parece haber nacido para poder tras el trono. Cumple con los requisitos del arquetipo: frío, inteligente, manipulador. Si Juan llevara la corona, Geoffrey sería sin muchos sudores el amo del reino. Y, si reinara Ricardo, posiblemente también. Cierto que el Corazón de León es un individuo poderoso, de fuerte voluntad, nada parecido a su mediocre hermano pequeño. Pero, guerrero como es, casi seguro se iría a Europa o más allá a cortar cabezas, dejando a su canciller con las manos libres.

              Y Leonor y Enrique son conscientes. Ambos, aunque sobre todo Leonor, tratan de posicionar a Geoffrey a su favor, sabedores de lo peligroso que puede resultar el duque de Bretaña. “¿Has encontrado el medio de vendernos a todos entre todos?” le interroga su madre, que, al preguntarse retóricamente “¿Cómo he podido tener unos hijos tan inteligentes?” habla, casi sin ninguna duda, sólo de Geoffrey.

              ¿Entonces? ¿Por qué Geoffrey se empeña en conspirar contra todos, con la ambigua ayuda de Felipe? ¿No le basta tener el poder sin corona? Pues no. Y esto es lo que lo vuelve tan interesante, no un maquinador sin escrúpulos más.

               En El león en invierno todos los personajes sufren pasiones y dolores. Hasta los más gélidos. Felipe, el joven rey de Francia, es esclavo de su rencor hacia Enrique. Geoffrey, que no es esclavo de nadie, sufre, tras la máscara, una vida entera siendo dejado de lado por sus padres. Por mucho que sus quejas sobre este tema estén dichas casi siempre en tono burlón, el dolor es real. Y es la razón por la que lucha sordamente contra sus padres y hermanos.

               Geoffrey quiere obligar a todos a reconocer, de una vez, su existencia. Nadie le ha hecho caso durante su infancia y juventud. Ahora, tendrán que reconocerlo. No tiene una palanca política con la que mover a sus padres. Su ataque será psicológico. Con el apoyo de Felipe, engañando incluso a Leonor, trama la escena de los tapices. Allí, ocultos, los tres hijos asisten al enfrentamiento entre Enrique y Felipe. El joven rey pierde el primer embate, pero se recupera, ejecutando, por fin, su venganza contra Enrique y contra Ricardo. El primer hermano ha quedado eliminado.

               Pero el favorito de Enrique es Juan. Ahora, Geoffrey se revela, actúa directamente, dejando en evidencia la traición de Juan. Enrique está desolado. Ricardo sería el mejor heredero, pero es de Leonor, fue amante de Felipe y aún lo ama (antes de que algún inquisidor se alce en armas: pongan estas palabras en su contexto; como exclama la misma Leonor “es 1183 y todos somos bárbaros”). Juan, ya sin dudas, es un traidor.

                Queda Geoffrey. Geoffrey, el eterno indiferente, Geoffrey, al que nadie hace caso, Geoffrey, cuya existencia Enrique podía muy bien ignorar… hasta ahora. El duque, con pocas palabras, clava el puñal: “Aquí, padre, aquí estoy”. Ya no puede fingir que no existe, porque es lo único que le queda.

              La jugada de Geoffrey es muy astuta, pero el plan tiene un fallo. Político helado, ha creído que en su padre prevalecería también el político. En cambio, el golpe sufrido es tal, que Enrique se revuelve. El viejo león ruge uno de sus soliloquios más devastadores:

            “Mi vida, cuando se escriba, será mejor leída que vivida. Enrique, primer Plantagenet, rey a los veintiún años, el más hábil soldado de un hábil tiempo. Lideró bien a los hombres, fue justo cuando pudo y gobernó, durante treinta años, un Estado tan grande como el de Carlomagno. Se casó por amor, con una mujer salida de la leyenda. Ni en Alejandría, ni en Roma, ni en Camelot hubo una reina tal. Ella le dio muchos vástagos… pero ningún hijo. El rey Enrique no tuvo hijos. Tuvo tres bestias bigotudas, pero las repudió. ¡No sois míos! ¡No estamos emparentados! ¡Reniego de vosotros! ¡Ninguno obtendrá mi corona! ¡Nada os dejo y os deseo la ruina! ¡Que vuestros hijos se quiebren y mueran!”

             Tras el estallido, Enrique vaga por los pasillos, murmurando “He perdido a mis hijos, mis hijos están perdidos” e increpando a Dios: “¿Te atreves a maldecirme? ¡Pues yo Te maldigo a Ti? ¡Maldito seas!” Luego, queda encogido, en el adarve de las murallas, con la mirada perdida.

              Y aunque saldrá de su estupor con un nuevo plan, y se enfrentará de nuevo a Leonor y a sus tres bestias y les derrotará, esa mirada y ese momento no desaparecerán. Así que, aunque no haya logrado el poder, ni haya logrado la victoria, Geoffrey ha conseguido, al menos, extender la derrota.

noviembre 17, 2011

Cabezas dignas de coronas

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 6:15 pm
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            Tal vez recuerden ustedes cuando divagábamos sobre el amor en el arte, de la mano de nuestro viejo amigo Shakespeare. Vimos, entre otros, a los Macbeth, ese terrible matrimonio, amante y desolado. Entre los matrimonios de ficción (o reales), pocos llegan a su altura. Enrique II y Leonor de Aquitania, en esta obra que comentamos, son, en mi opinión, de los más cercanos.

            Pero, eso sí, no hay que buscar muchas similitudes entre ambas parejas. Si acaso, Enrique y Leonor compartirían más similitudes con lady Macbeth que con su marido. Ellos, en efecto, poseen gran astucia, una férrea voluntad y ambición, al contrario que el tirano casi a su pesar de Escocia.

            Enrique y Leonor, Leonor y Enrique, dominan a todos los demás personajes. Su igual en rango, Felipe de Francia, no les hace sombra dramática (aun siendo un secundario de interés).  Tampoco sus tres hijos, pese a sus esfuerzos. Nadie en la obra puede vencer a Leonor, salvo Enrique, y nadie puede doblegar a Enrique, salvo Leonor (por mucho que el frío Geoffrey, como veremos, se acerca mucho a conseguirlo).

            Aunque en los primeros compases de la película se nos van presentando a todos los jugadores, y esos minutos son muy reveladores, sobre todo en lo que a los posibles herederos se refiere, para mí Leonor no es Leonor en plena gloria hasta su espectacular entrada. Esta reina prisionera llega por el río, como si estuviera en la cúspide de su poder, y los coros así la saludan: Eleonore, Regina anglorum, salut et vitae! ¡A Leonor, Reina de los ingleses, salud y vida!

            Y Enrique está encantado de recibirla así, en compañía de su amante Alaïs, antigua pupila de Leonor. Ese primer abrazo, esas primeras sonrisas, deberían ponernos ya en guardia. Su ambivalencia es el tono de la relación entre estos cónyuges. ¿Son sinceras o engañosas? ¿Expresan afecto, respeto y pasión, u ocultan tramas y traiciones? ¿O todo ello al tiempo?

            Yo me decanto por esta última opción. En cada conversación a solas entre Leonor y Enrique el amor y el odio avanzan y retroceden. En cada recoveco del diálogo, en cada palabra, en cada entonación, hay una estocada, un beso y un dardo. Cuando hay más personajes cerca su enfrentamiento queda suspendido (en apariencia, sólo en apariencia), pero cuando quedan a solas, sacan la artillería pesada.

            Sólo con Alaïs se hace una excepción. La pobre princesa francesa se queja amargamente de que es “el único peón” del juego. Y esto es cierto en un doble sentido cuando se refiere a los reyes. No sólo tiene relevancia política sino que, aún más, tiene importancia en la lucha personal. Nunca se ve de un modo más explícito esto que tras la escena en la capilla, en la que Enrique finge que va a consentir al matrimonio entre Alaïs y Ricardo. Justo después, cuando ya sólo quedan en escena el rey, la reina y la rehén, Leonor pide a su marido que bese a su amante ante ella.

            Hasta Enrique se escandaliza. Pero Leonor replica con frialdad: “Mi curiosidad es de naturaleza puramente intelectual. Os imagino cada noche. Quisiera comprobar cuán precisa soy”. Y Enrique, accede, venciendo la poca resistencia de Alaïs (“Ni caso a ese dragón”). En la película, mientras Enrique declama una de las declaraciones de amor más hermosas de la obra, vemos el rostro de Katharine Hepburn, de Leonor, manteniendo a duras penas la compostura, los ojos brillantes con lágrimas. Entonces, el rey se interrumpe y le pregunta, con un mezcla de brutalidad y amargura: “¿Aún no es bastante?”

            ¿Quién ama más? ¿Enrique o Leonor? No insinúo que uno de ellos sea menos implacable en el juego político. Con todo, creo que, aun cuando Enrique jamás podrá negar que Leonor es la mujer de su vida, ella siente una pasión amorosa mayor que el rey. La naturaleza del amor, como la del odio, es destructiva y aún más si es amorodio. Aunque no siempre fue odio: hubo una primavera para estos dos leones. Leonor casi se enternece cuando recuerda aquellos felices y breves años, aquel gallardo joven, conde, que la enamoró, siendo ella esposa del rey de Francia, aquel tiempo “cuando no había Beckett, ni Rosamunda, ni nadie, sólo Enrique y Leonor”.

           Ese amor, más aún que las rivalidades políticas, es lo que ha envenenado su matrimonio. Ambos hubieran sido más felices sin amarse. Pero los sentimientos son profundos y Leonor recuerda cada agravio, cada amante, cada día desde que la gran querida, Rosamunda, falleció.  La amante reina destila todo su rencor hacia Enrique en uno de sus últimos combates: “Tengo un solo hijo, lo dejas de lado ¿y luego me llamas cruel? Durante diez años has vivido con lo que yo perdí, amado a otra mujer ¿y yo soy cruel? ¡Podría pelarte como a una pera y Dios en persona lo llamaría justicia!”

            Al final de este combate, Leonor, que lo empezó perdiendo, psicológicamente, ha logrado desquiciar desde todo punto de vista a su marido, llegando a agitar los viejos celos de una relación cuasi-incestuosa con el padre de Enrique. Por segunda vez, Enrique abandona una habitación herido. Ya veremos la primera ocasión. En ésta, la herida es más cruel. El rey se bate en retirada, aullando como una bestia, perseguido por los gritos de su mujer, quien, al final, arreglándose el pelo, murmura “Bien, ¿qué familia no tiene sus altibajos?”

            De los dos quizás sea Leonor la más sombría. No tenemos ningún momento a solas con Enrique, salvo uno, tras esa primera herida que estoy reservando para el próximo artículo. En cambio, Leonor tiene ciertas escenas en la intimidad. En su breve soliloquio con sus joyas (“Qué hermosas me hacéis”) hay una amargura devastadora, que la sonrisa de la reina acrecienta.

             Claro que tiene sus motivos. Enrique puede aún viajar, gobernar, tener amantes, vivir la vida. Ella está emparedada viva y sólo puede pasar sus días conspirando, sin muchas opciones de llevar sus intrigas a la práctica. Y no es que le falte talento. Ricardo tiene claras las habilidades políticas de su madre: “Las arañas se enredarían en las telas que urdes”.

              Son estas pequeñas salidas de su cautiverio las únicas oportunidades que aún tiene de practicar el gran juego. Las emplea a fondo. Creo que Enrique deja salir a su mujer para tener a un adversario a su altura. Ellos usan a los demás como armas en su particular duelo, aunque son unas armas peligrosas, con planes propios. Pero, al final, son ellos, siempre ellos, los grandes maestros, los grandes jugadores y los grandes amantes.

            Y los que quedan, a solas, en la oscuridad, cansados del encarnizado combate por un segundo, uno en brazos del otro. “Somos criaturas de la selva”, dice Leonor, que ve “en las esquinas” los ojos de otras bestias. A lo que Enrique responde: “pero ellos pueden ver los nuestros”. Es una muestra de confianza, de energía, de tenaz valor, que responde también a la lúgubre sentencia de su mujer “En esta vida hay de todo, menos esperanza”. La vitalidad de Enrique es destructora, es la vitalidad de un gran guerrero, político y manipulador, pero es tan poderosa que gana nuestras simpatías. Y arranca una sonrisa a Leonor, quien dice entonces una de las frases más sinceras de toda la obra: “Tendría que haber sido una mujer muy necia para no amarte”

            Al final, cuando ha pasado la noche, él la conduce de nuevo al barco. Caminan de la mano, como dos amantes, que se susurran palabras de poder como si fueran versos y se amenazan con nuevas intrigas como quien promete devoción eterna. Y, seguramente, en su caso, sean la misma cosa. Cuando Enrique grita: “Sabes, espero que no muramos nunca. ¿Crees que hay alguna posibilidad?” y ambos ríen, yo, al menos, espero que sí. Y que el juego pueda volver a comenzar.

            (No ha habido forma de encontrar sólo las últimas escenas, pero los últimos minutos de este video las continen: así que, un poco de paciencia hasta que cargue y a ellas)

noviembre 5, 2011

Arañas y redes

            He visto hace poco, una vez más, El león en invierno; bueno, la película que Anthony Harvey dirigió, con guión de James Goldman, que adaptó su propia obra de teatro. Y, como siempre que la veo, me dominaron dos sentimientos, uno menor y otro mayor. El menor, la envidia. El mayor, la admiración. Los dos, claro tienen el mismo origen: que esta es una de las obras mejor escritas que haya visto interpretadas.

            ¿Ante qué se encuentra el espectador, cuando empieza la obra? A unos nombres que imponen respeto. Peter O´Toole, en el papel de Enrique II de Inglaterra. Katharine Hepburn, como Leonor de Aquitania. Anthony Hopkins, en su primer papel en el cine, interpretando a Ricardo Corazón de León. John Castle y Nigel Terry, dos dignos actores británicos secundarios, aguantando el tipo como Geoffrey y el futuro Juan Sin Tierra. Y Timothy Dalton, demostrando, jovencísimo, que sabía actuar estupendamente; si uno lo piensa es admirable que luego haya tirado ese talento a la basura.

            Este derroche de gente genial o de bien no pasó desapercibido. La película ganó tres premios Oscar: John Barry se llevó el de Mejor Banda Sonora, con justicia; James Goldman, el de Guión Adaptado, con aún mayor justicia; y Hepburn el de Mejor Actriz Principal, con la injusticia de tener que compartirlo con Barbra Streissand y su Funny Girl. Igual aquí está el origen de mi eterno desagrado por la Streissand. El señor O´Toole fue desairado, de nuevo, por la Academia, y no logró un Oscar merecidísimo. Tampoco el señor Harvey, pese a saber dominar con tino a la manada de pesos pesados bajo su dirección. Por fortuna, otros premios endulzaron algo estos desplantes.

            Bueno, correcto, pero, ¿qué le espera al espectador dentro de la obra? El inicio de la trama es relativamente sencillo: Enrique II convoca una corte de Navidad en la ciudad de Chinon. A ella son llamados su esposa, la reina Leonor, encerrada los últimos diez años por iniciar una guerra contra su esposo; sus hijos Ricardo, Geoffrey y Juan; como invitado, el rey de Francia, Felipe II, y su hermana Alais, rehén y amante de Enrique (voy a dejar clara una cosa: como la norma obliga a traducir el nombre de los reyes extranjeros al español, así lo haré con Enrique, Leonor, Ricardo, Juan y Felipe; no con Geoffrey- y no sólo porque nunca fue rey, sino porque tendría que llamarlo Godofredo y me cae demasiado bien como para hacerle esa faena).

            Esta corte tendrá como objetivo decidir cuál de los hijos de Enrique se casará con Alais y será rey de Inglaterra. Enrique quiere que sea Juan, Leonor protege a Ricardo, quien se considera capaz de defenderse por sí mismo, Geoffrey parece (sólo parece) condenado a ser el canciller del vencedor, Alais únicamente quiere a Enrique y nadie sabe muy bien cuáles son las intenciones de Felipe. Claro, ¿verdad?

            Si El león en invierno tuviera en su haber sólo las intrigas políticas de estos personajes, ya sería grande. Pero tiene más: junto al juego de los tronos, como diría muchos años después George R. R. Martin, el espectador será testigo de amores y odios implacables, de pasiones soterradas, de dolor, sufrimiento, angustia y una extraña ternura.

            Hay quien opina que el ritmo de la película es un poco lento. No estoy de acuerdo. La inteligencia de la trama es tal, los personajes (y los actores) son tan grandiosos, los diálogos tan incisivos, afilados y crueles, que a mí no me da tiempo a respirar. Uno bien puede acabar las dos horas y pico que dura esta película agotado. Abrumado por tanta pasión, tanta dureza y tanta astucia. Pero no lamentará haberse colado en las alcobas gélidas de Chinon.

            Tienen tiempo para verla (en inglés, claro, siempre, por favor, en inglés; a Anthony Hopkins, por ejemplo, en español le dan una voz de oligofrénico incomprensible). Y dentro de unos días, me meteré a analizar algunos puntos, más por el placer de pensar en esta colección de arañas y de recordar sus redes que por otra cosa. Aquí tienen, para abrir boca, los créditos iniciales y el sombrío canto que los acompaña:

            Regis regum rectissime

            prope est dies domini.

            Dies irae et vindicatae,

            Tenebrarum et nebulae.

            Diesque mirabilium

            Tonitruorum fortium.

            Dies quoque angustiae

            Maeoris ac tristitiae

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