Con un vaso de whisky

diciembre 23, 2015

Lo ingobernable

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 4:26 pm
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            En los últimos días he leído y escuchado expresiones de perplejidad, desconcierto y hasta pánico. Se habla de un lío monumental, de caos político, de incertidumbre. Se invoca la altura de miras, el interés del Estado, la necesidad de un gobierno estable. Bien, no seré yo quien diga a cada cual cómo ha de sentirse, faltaría más. Pero admito que estas expresiones me parecen significativas. Son pistas de una cierta concepción política que no me gusta demasiado.

            El origen de tanto mal se encuentra en un Parlamento más fragmentado de lo acostumbrado en determinado país; siendo estrictos, en una de sus Cámaras, si bien es cierto que se trata de la Cámara con mayores competencias y la de más peso. Me excusarán, no voy a valorar, ni por asomo, los resultados electorales en España, ni a dar mi opinión sobre los mismos. Ya hay mucha gente que lo está haciendo y no tengo ganas de sumarme al coro. Tampoco pienso hacer cábalas sobre el futuro, por la misma razón. Además, ni mis opiniones ni mis especulaciones son tan agudas como para merecer la atención del lector.

            Lo que sí quiero decir es esto: tener miedo porque de un Parlamento no salga automáticamente un Presidente del Gobierno es síntoma de una sociedad y un sistema político que no acaban de comprender qué es el parlamentarismo.

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            Veamos. Las Cortes Generales, o sea, el Parlamento, están reguladas, entre otras normas, por la Constitución Española de 1978, en los artículos 66 y siguientes. El artículo 66 indica:

  1. Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
  2. Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
  3. Las Cortes Generales son inviolables.

            Los artículos 108 y siguientes se refieren a las relaciones entre estas Cortes Generales y el Gobierno. Si uno los lee, percibe que hay una lógica impecable entre los mismos y una de las funciones del artículo 66.2, esto es, el control de la acción del Gobierno. Dan la impresión de que el Gobierno ha de comparecer ante el Parlamento como un alumno ante un tribunal docente en un examen de fin de curso. Lo cual tiene su sentido porque, como dice el artículo 66.1, el Parlamento representa al pueblo español. Y el pueblo español es, conforme a la Constitución, el soberano. El Gobierno no representa al pueblo. Los partidos políticos, tampoco. Sólo el Parlamento.

            En un sistema parlamentario, los ciudadanos no eligen al Presidente del Gobierno. Eso ocurre en regímenes presidencialistas, como Estados Unidos o, de un modo menos nítido, Francia (allí hay también, como es sabido, un Primer Ministro elegido parlamentariamente). No pienso lanzarme a un ensayo de arquitectura institucional comparada. Lo que quiero indicar es que lo que se eligió el día 20 de diciembre pasado fueron las Cortes Generales. Los partidos políticos, se supone, debían convencer a los electores para que votaran a sus candidatos a parlamentarios. Y, después, quien sea candidato a presidir el Gobierno (artículo 99 de la Constitución) debe convencer a esas Cortes para que le den su confianza.

            El candidato ha de convencer a los parlamentarios, se supone. A cada uno de ellos. No a sus líderes. No a los aparatos de los partidos. Lo mismo ocurre con los debates legislativos. Si el promotor de un proyecto o proposición de ley acude a las Cámaras para defenderlo, responde a las preguntas y objeciones de los miembros del Parlamento es porque a ellos debe convencer. A cada uno. Que las sesiones del Parlamento se retransmitan es muy loable, porque aumenta la transparencia de la institución, o lo intenta; desde luego, la idea de las sesiones públicas era evitar camarillas en las sombras que hicieran y deshicieran sin que los ciudadanos se enterasen de nada. No obstante, el objetivo principal de un orador en un Parlamento no debería ser tanto convencer a la opinión pública (que también) sino a los parlamentarios. Que son los representantes del soberano.

            Visto así, que un Parlamento no esté bajo el control de un grupo parlamentario no debería tener nada de extraordinario. Resulta entendible que un candidato a Presidente lo tenga más sencillo para convencer de sus virtudes a una Cámara con muchos correligionarios suyos. Claro que, en el mundo de la teoría, tampoco debería ser esto garantía suficiente. Igual que no debería serlo para superar el control parlamentario o lograr la aprobación de las leyes que el Gobierno proponga. Pregunten a los Gobiernos de Reino Unido si van a los Comunes seguros de ganar cada vez sólo porque en sus bancos se sientan más parlamentarios de sus filas que de las filas contrarias, cuando, en ocasiones, han sido esas filas contrarias las que han sido el apoyo más firme de la propuesta del Gobierno. Sin duda que en todo sistema hay corrupciones, desviaciones o problemas; por ejemplo, el célebre filibusterismo estadounidense. Sin embargo, no parece muy lógico montar un sistema político parlamentario y luego reducir a los parlamentarios a un grupo de yesmen del Consejo de Ministros.

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            Pero no. Hay caos, al no haber mayoría absoluta. ¿Por qué? ¿Por qué en España la mayoría absoluta es sinónimo de tranquilidad política y buen gobierno? Porque, según ha demostrado la experiencia, en el Parlamento nadie convence a nadie de nada. Hay reuniones previas (lo cual es razonable, pasa en todos los parlamentos del mundo), se fijan las posiciones de cada cual y luego se va la Cámara a votar. En bloque. Aquí, en buena parte al menos, reside el problema. Que cada cual hace sus cálculos asumiendo, y con razón, que los diputados de cada grupo votarán de modo unánime lo que diga la dirección del partido. La verdad, visto así, parece un poco tonto tener tantos parlamentarios. Bastaría uno por grupo, con un número de votos asignados.

            Con la mayoría absoluta, desde luego, la facilidad aumenta. El grupo parlamentario que hace y deshace, bajo una severa disciplina interna, elige como Presidente al candidato de su grupo que tiende a ser el líder del partido político. De modo y manera que tenemos a un individuo que es, al tiempo, líder del Ejecutivo, líder de un partido político con gran peso en las instituciones y líder de la mayoría parlamentaria. Que de ahí venga estabilidad es poco sorprendente. Estas cuestiones las abordan, por cierto, con más habilidad que un servidor, dos ensayos que les recomendé aquí, en su día. No me engaño: resulta complejo establecer un sistema capaz de evitar una mayoría la cual arrolle por sistema a la minoría y una minoría capaz de bloquear de modo recalcitrante a la mayoría en todo asunto. La complejidad no es excusa. Si es el objetivo, habrá que tratar de alcanzarlo.

            El sistema constitucional español proclama la separación de poderes. Sin embargo, en la práctica, se ha observado que en situaciones de mayoría absoluta la frontera entre Gobierno y Parlamento desaparece y que quien queda en una posición subordinada es el Parlamento. Es decir, que una situación como la actual en el Congreso es la única que podría garantizar una cierta separación entre el legislativo y el ejecutivo. Para una cultura política que proclamó por boca de uno de sus hombres de Estado la muerte de Monstesquieu tiene que ser un panorama desconcertante.

            Un sistema parlamentario basculante entre una mayoría absoluta que suponga en la práctica anulación de la separación de poderes, la supresión de buena parte de los contrapesos y balanzas anglosajones, por una parte, y el pánico con todos los actores corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza, por otra, qué quieren… Igual sería cosa de examinarlo de nuevo con calma. Porque algún fallo tiene.

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diciembre 11, 2015

No diga Jessica Jones, diga Kilgrave

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 10:01 am
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            “Jessica Jones” es una de las series del momento. Le están lloviendo los halagos, tanto de aquellos que conocían previamente a los personajes del universo de Marvel como de los que no. Hay incluso quien le han dado la medalla de Serie del Año. O quien la coloca por encima de la segunda temporada de “Fargo” (si es que a “Fargo” se le puede aplicar la división tradicional por temporadas). Aquí es donde alzo una ceja, carraspeo un poco y señalo, si ustedes me disculpan, que calma y que un solo episodio de la presente temporada de “Fargo” gana por goleada a Miss Jones y sus desventuras. Y, ojo, que no es una mala serie. Pero tampoco es una gran serie.

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            Si la comparamos con otras basadas en los comics de Marvel (reduccionismo injusto, por otra parte), “Jessica Jones” supera sin sudores a la muy irregular y, en bastantes ocasiones, mediocre “Agents of S.H.I.E.L.D.”. En cambio, bajo cualquier lente que usemos (dirección, fotografía, guion, actores- esto con ciertos matices) queda por debajo de esa espléndida sorpresa que supuso “Daredevil”, de la que ya hablamos aquí. Es digna; no esperen una obra mayor.

            Así que, para aquellos que no la han visto y quieren una recomendación general, concretemos. ¿Merece verse? Si les gustan las historias de detectives privados cínicos de corazón de oro tras una tonelada de asfalto, sí. Si no les gustan los procedimentales, sino que prefieren una historia con introducción nudo y desenlace, también; me temía una serie de casos autoconclusivos con una trama general de fondo y me equivoqué por completo. Si quieren ver a un malvado de respeto, adelante. Si no tiene paciencia para una serie que no es capaz de librarse de varios lastres y que va de más a menos… siempre pueden abandonarla cuando ya no les interese.

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            Porque, en mi opinión, “Jessica Jones” va, en efecto, de más a menos. Y va de más a menos porque se traiciona a mitad de recorrido. Olvida que esta es una historia de dos personajes, uno protagonista y otro antagonista. Olvida que el resto son meros peones en la partida que se traen entre manos la reluctante heroína y el indiscutible villano. Olvida que si estamos prestando atención es por ver a Jessica y a Krysten Ritter, que lleva con gran dignidad su papel. Y que si nos pegamos a la pantalla es porque intuimos que escucharemos la voz de Kilgrave y de David Tennant, quien devora la función por completo.

              La atmósfera de la serie está conseguida, aunque la dirección es discreta, meramente funcional. Ni la banda sonora ni los aspectos formales están cuidados con esmero. También hay ciertos tropiezos de tramas y guiones, atajos cómodos, detalles un tanto chapuceros. Las costuras de la serie se vuelven más evidentes cuanto más avanza.

            El gran error de “Jessica Jones” (a partir de aquí, habrá spoilers, me temo) es empeñarse en convertirse en una serie coral. Y no lo es. “Daredevil”, por volver a un ejemplo antes citado, conseguía integrar a sus diferentes personajes secundarios y hasta terciarios. Karen, Ulrich, Foggy… eran apoyos para Matt, pero podían funcionar de manera autónoma, tenían sus propias relaciones, sus propias escenas, sus propias historias, que los volvían interesantes y daban espesor a la serie como conjunto.

            En “Jessica Jones” eso se intenta, pero no se consigue. Hogarth, la mil veces vista abogada que interpreta Carrie-Anne Moss con su habitual hieratismo, tiene su sentido como trasfondo de Jessica (de algo tiene que vivir una detective privada); no obstante, todo su arco propio es de un aburrimiento extremo y sólo puede entenderse como un recurso de la trama, de una torpeza considerable, para facilitar, en parte al menos, la fuga de Kilgrave de la celda en la que Miss Jones y sus colegas han logrado encerrarlo tras mucho esfuerzo. De igual manera, los vecinos de Jessica, al principio, tenían su gracia: ¡en menudo edificio vive nuestra protagonista, con cucarachas, suciedad y esos tarados todo el día a gritos! No obstante, una vez despachado de modo expeditivo por Kilgrave el repelente hermano, su aún más repelente hermana pierde toda razón de ser y ahí sigue hasta el último episodio, dando la vara. El pobre Malcolm pasa de ser un mero ejemplo de que Jessica tiene su corazoncito para con los desfavorecidos a un títere del enemigo y, después, a una especie de voz de la conciencia social no muy convincente. La única que acepta su papel de mero recurso narrativo, nunca personaje, es Hope, el macguffin de dos terceras partes de la temporada.

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              Hay otros dos personajes secundarios (los anteriores son más bien terciarios) que tampoco son capaces de emanciparse. Luke Cage es uno de los usados de forma más caprichosa. Está a medio camino entre herramienta para la trama y personaje que permita desarrollarse emocionalmente a Jessica. No digo yo que no se pueda ser ambas cosas. Pero si se nota demasiado que en un episodio sirve para una cosa, en otro para otra y, entre medias, desaparece de escena sin que a nadie le preocupe especialmente, señal de que algo falla.

              El caso de Trish es aún más grave, porque su rol es mucho más relevante: el apoyo emocional de Jessica. Sin embargo, el asuntillo de las “hermanas” que son un Ying-Yang con patas no acabó de convencerme. Aparte de que Trish, como personaje por su cuenta, es más aburrido que una patata. ¡No digamos ya cuando la lían con el agente Simpson! Simpson es una metedura de pata épica. Su mera presencia vuelve más estúpido cuanto le rodea. La subtrama de las drogas de combate y su posible relación con los poderes de Jessica aparece de repente, sin pedir permiso, pone sus patazas en la mesa del salón y es un estorbo tal que rellena un episodio entero, el décimo primero, en el que bostecé de continuo y que corta el ritmo, la tensión que intenta enredar al espectador.

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           Un desquite personal. Ya me dirán para qué incluir en la nómina a gentes de tanto talento como Robin Weigert (la grandérrima Calamity Jane de “Deadwood”) o Clarke Peters (el inolvidable Lester Freamon de “The Wire”) para desperdiciarlos de semejante manera. El caso de Peters me dolió particularmente: parecía que le iban a dar cuerda. Anda que no hubiera sido estupendo ver a un experimentado y sagaz policía investigando el caos que rodea a Jessica mientras ésta trata de acabar con el escurridizo Kilgrave. Pues no. A cambio, tenemos a Simpson mascullando sus frases con expresión de buey.

             El naufragio de los secundarios desluce el gran papel de los actores principales. Krysten Ritter es lo segundo mejor de la serie. De terciaria extraña en “Las Chicas Gilmore” a secundaria de cierto peso en “Breaking Bad” y ahora cabeza de la función. De acuerdo que el personaje de Jessica tiene bastante de arquetipo; no obstante, se puede dar vida a un arquetipo, si se posee talento y resulta notorio que esta actriz lo tiene. Jessica encierra un laberinto emocional tras su fachada de granito. Ritter necesita sólo una mirada para mostrar o sugerir la compasión, la rabia o el miedo que anidan en Miss Jones. Nada que objetar a su trabajo.

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          Lo que pasa es que la joya de la corona en esta serie no es la heroína. Es el villano. Porque menudo villano. Admito que no tenía ni idea de quién era Kilgrave, no he leído ni un cómic de “Jessica Jones”. Me habían comentado que este tipo tenía la capacidad de controlar la mente de los demás. Me esperaba, por tanto, un sujeto manipulador, que tira de los hilos, que tiene planes dentro de otros planes. Lo que no me esperaba era un maltratador de manual. Un cabrón posesivo, celopático, egomaníaco, sin asomo de empatía.

          ¡Qué bien presenta a Kilgrave la serie! Tarda cuatro episodios, al menos, en aparecer. Pero desde el primero se nos van dejando caer migas, aperitivos. La cara de puro terror de Jessica cuando comprende (antes que los espectadores) que Kilgrave está en la ciudad nos da la medida del enemigo: habiendo visto quién es Jessica, más dura que el pan de hace un mes, quien sea capaz de asustarla tanto tiene que ser un demonio. Como se demuestra, lo es. Su secuencia de introducción, de espaldas, conquistando el hogar de una familia a la hora de la cena, es brillante. Igual que su escena de mayor poder, creo yo, de toda la serie: su charla Jessica mientras tiene toda una comisaría de policía en la palma de la mano.

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                La cosa está en que este demonio no juega con Jessica como un psicópata lecteriano o jokeruno (por usar dos de las grandes escuelas de psicopatía). Ni lo hace por aburrimiento, ni por goce estético, ni por ansias de caos, ni por el placer de hacer el mal. Tampoco como parte de un gran plan maestro. No. Es un obsesivo infantil (excurso: recuerdo que, en “Drácula”, Van Helsing da ese mismo calificativo a la poderosa mente del Conde) que quiere un juguete concreto. Quiere un juguete que se le ha escapado, el único que ha logrado escapar. Y lo quiere para sí. Y quiere que el juguete lo quiera. Insisto, Kilgrave es, en la serie, un ejemplo estupendo de maltratador en una relación de pareja. Donde otros usan la fuerza física, el chantaje emocional o el poder económico, él usa su habilidad particular. Es el único caso tan puro que recuerdo en televisión.

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                David Tennant hace un papelón. Los que le conocemos de las series británicas sabemos que, si controla un cierto histrionismo, es un actor de primera. Tiene su gracia que quien ha interpretado una de las encarnaciones más amables, compasivas y empáticas del Doctor, en “Doctor Who”, se enfunde en los trajes de un villano tan opuesto al vagabundo Señor del Tiempo. El Kilgrave de Tennant es lo mejor de la serie. Despiadado e inteligente, tiene en jaque a sus enemigos durante toda la temporada. Incluso cuando su poder sobre Jessica desaparece (algo, por cierto, sobre lo que no se nos da una explicación digna de ese nombre), incluso cuando brevemente lo pierde por completo, sigue siendo un oponente de cuidado. Sólo en el último instante logra Jessica superarlo en astucia y sólo porque el personaje está bien construido: su fuerza motriz es su flaqueza y lo mismo que lo volvió un monstruo tiránico para la detective se convierte en su perdición.

             Es Kilgrave quien nos atrapa, quien nos hace seguir viendo episodios, quien no deja de ejercer su influencia irresistible, hipnótica, sobre nosotros. Por Kilgrave seguí viendo la serie más allá de su primera mitad. Sólo por él. Y como Jessica se ha librado de él para siempre, tal vez me haya librado, a mí, de regresar a esa cochambrosa oficina. The Time is free. Para todos.

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diciembre 3, 2015

Diario nocturno

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 6:09 pm
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            Existen libros oscuros. Ésta es una afirmación oscura, a la vez, ya que los libros oscuros lo pueden ser por diferentes motivos. En el campo estrictamente literario, dejando a un lado todo aquello que no sea artístico, considero que la oscuridad nos viene por la forma o por el fondo.

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            Puede ser oscuro el libro por la forma, ya que el estilo del autor, su empleo de la lengua, su estructura, lo vuelvan confuso, opaco, extraño. Un poemario de Góngora es tan capaz de proporcionarnos placer como un buen dolor de cabeza, al tratar de desentrañar todas las figuras y juegos retóricos que se ocultan entre su follaje de palabras sobresdrújulas, de endecasílabos y de culteranismo. Claro que el uso y abuso de pompa no es el único modo de volver oscura una obra. Con frases cortas, secas, breves, puede, sin embargo, agarrarse el lector y meterlo en un laberinto maravilloso. Abigarradas o engañosamente simples, estas creaciones no tiene por qué ser amenazadoras. El “Fabuleario”, por ejemplo, es un compendio de nonsenses (de hecho, su título original es The Book of nonsenses)que puede llegar a ser tan frustrante como un rompecabezas e igual de entretenido, en el que hace falta mucha capacidad de absurdo, de humour y un cierto recuerdo de nuestra infancia para poder captarlo. Sin embargo, no hay en él maldad.

            Los libros de fondo oscuros son mucho más inquietantes. Son ventanas a infiernos. Algunos, tal vez, son exorcismos que sus creadores han realizado sobre sí mismos. Exorcismos que pueden ayudar al lector. O, por el contrario, pueden, salvando al escritor, hundir al lector en el abismo del cual ha logrado salir el primero. Un libro oscuro es un riesgo. Que merezca la pena correrlo no quiere decir que no debamos advertirlo.

            Ciertos libros aúnan ambas oscuridades. Son opacos y engañosos, al tiempo que tenebrosos. Juegan con el lector a una carrera de enigmas en cuya respuesta puede estar el espanto. Casi parecen demonios sonrientes, que nos toman de la mano en el descenso, mientras nos plantean acertijos llenos de ingenio. Uno de estos extraños ejemplares es “De la elegancia mientras se duerme”, del Vizconde de Lascano Tegui.

De la elegancia mientras se duerme, del vizconde de Lascano Tegui

            Este diario resulta desconcertante. Al enfrentarse a él, el lector tiene que andar con tiento. ¿Qué es, en verdad? ¿Una novela? ¿Un falso diario que se nos hace pasar por verdadero? Ciertamente, don Emilio, el Vizconde, escribió un relato de ficción. Claro que este aristocrático autor era dado a las ficciones y, para empezar, ni siquiera era vizconde ni tenía en propiedad vizcondado alguno. Lo poco que he leído de su vida me hace desear que alguien se arremangue para escribir una biografía como debe ser de este argentino tan desconocido y, una vez más, oscuro como talentoso.

            Aunque aceptemos que el libro es pura ficción y que su anónimo protagonista no existió nunca, los enigmas continúan. Si lo leen como yo lo leí, de un tirón, en una sola tarde, les puede embargar una especie de vértigo, de fuerza descendente. Muy parecida a la que experimenté al leer, también de una sentada, uno de los libros oscuros por antonomasia, “El corazón de las tinieblas”. Al releer las palabras del escribiente, se nos empiezan a acumular las preguntas.

         ¿Aceptamos sin más lo que nos narra? ¿Podemos confiar en los datos que nos da, sobre su lugar de nacimiento, su infancia, sus encuentros, su deambular? ¿Hay partes que son ciertas, partes que son invención? ¿Cómo distinguirlas? ¿Es todo este diario, esta colección de historias perversas, anécdotas delirantes, exquisitas languideces vacías, tedio vital, una mera broma del anónimo autor o un ventanuco a su mente y a su alma atormentada? Esas reflexiones, esos arrebatos entre el lirismo, la filosofía, la necedad y la locura, ¿salen de la pluma febril de un enfermo o de un esteta burlón? ¿O de ambos? ¿Se trata todo de una invención dentro de una invención, de un relato ficticio que ha de leerse de modo tradicional, con un narrador en primera persona? ¿Cómo puede un hombre de tan baja extracción, con tan pobre educación, con tan sórdida vida adulta como la que nos cuenta el narrador ser, precisamente, este narrador experto en sutilezas, en desdenes y en depravaciones que dejarían a Talleyrand impresionado? ¿Está todo orquestado para nosotros, lectores, investigadores, jueces de lo leído, en especial cuanto más nos acercamos al final?

            Y esta oscuridad formal, este juego de máscaras, ¿qué esconde? ¿Una farsa sin importancia? ¿O una oscuridad tan grande como la que se podría encontrar en los círculos dantescos, en un tabuco infecto al lado del río? ¿Y cuál de estas respuestas es, en verdad, más tenebrosa?

            Caramba con el señor Lascano Tegui, Vizconde. Tal vez nos quiera negar el llegar a ser elegantes al dormir impidiéndonos, durante un tiempo al menos, conciliar el sueño.

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