En los últimos días he leído y escuchado expresiones de perplejidad, desconcierto y hasta pánico. Se habla de un lío monumental, de caos político, de incertidumbre. Se invoca la altura de miras, el interés del Estado, la necesidad de un gobierno estable. Bien, no seré yo quien diga a cada cual cómo ha de sentirse, faltaría más. Pero admito que estas expresiones me parecen significativas. Son pistas de una cierta concepción política que no me gusta demasiado.
El origen de tanto mal se encuentra en un Parlamento más fragmentado de lo acostumbrado en determinado país; siendo estrictos, en una de sus Cámaras, si bien es cierto que se trata de la Cámara con mayores competencias y la de más peso. Me excusarán, no voy a valorar, ni por asomo, los resultados electorales en España, ni a dar mi opinión sobre los mismos. Ya hay mucha gente que lo está haciendo y no tengo ganas de sumarme al coro. Tampoco pienso hacer cábalas sobre el futuro, por la misma razón. Además, ni mis opiniones ni mis especulaciones son tan agudas como para merecer la atención del lector.
Lo que sí quiero decir es esto: tener miedo porque de un Parlamento no salga automáticamente un Presidente del Gobierno es síntoma de una sociedad y un sistema político que no acaban de comprender qué es el parlamentarismo.
Veamos. Las Cortes Generales, o sea, el Parlamento, están reguladas, entre otras normas, por la Constitución Española de 1978, en los artículos 66 y siguientes. El artículo 66 indica:
- Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
- Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
- Las Cortes Generales son inviolables.
Los artículos 108 y siguientes se refieren a las relaciones entre estas Cortes Generales y el Gobierno. Si uno los lee, percibe que hay una lógica impecable entre los mismos y una de las funciones del artículo 66.2, esto es, el control de la acción del Gobierno. Dan la impresión de que el Gobierno ha de comparecer ante el Parlamento como un alumno ante un tribunal docente en un examen de fin de curso. Lo cual tiene su sentido porque, como dice el artículo 66.1, el Parlamento representa al pueblo español. Y el pueblo español es, conforme a la Constitución, el soberano. El Gobierno no representa al pueblo. Los partidos políticos, tampoco. Sólo el Parlamento.
En un sistema parlamentario, los ciudadanos no eligen al Presidente del Gobierno. Eso ocurre en regímenes presidencialistas, como Estados Unidos o, de un modo menos nítido, Francia (allí hay también, como es sabido, un Primer Ministro elegido parlamentariamente). No pienso lanzarme a un ensayo de arquitectura institucional comparada. Lo que quiero indicar es que lo que se eligió el día 20 de diciembre pasado fueron las Cortes Generales. Los partidos políticos, se supone, debían convencer a los electores para que votaran a sus candidatos a parlamentarios. Y, después, quien sea candidato a presidir el Gobierno (artículo 99 de la Constitución) debe convencer a esas Cortes para que le den su confianza.
El candidato ha de convencer a los parlamentarios, se supone. A cada uno de ellos. No a sus líderes. No a los aparatos de los partidos. Lo mismo ocurre con los debates legislativos. Si el promotor de un proyecto o proposición de ley acude a las Cámaras para defenderlo, responde a las preguntas y objeciones de los miembros del Parlamento es porque a ellos debe convencer. A cada uno. Que las sesiones del Parlamento se retransmitan es muy loable, porque aumenta la transparencia de la institución, o lo intenta; desde luego, la idea de las sesiones públicas era evitar camarillas en las sombras que hicieran y deshicieran sin que los ciudadanos se enterasen de nada. No obstante, el objetivo principal de un orador en un Parlamento no debería ser tanto convencer a la opinión pública (que también) sino a los parlamentarios. Que son los representantes del soberano.
Visto así, que un Parlamento no esté bajo el control de un grupo parlamentario no debería tener nada de extraordinario. Resulta entendible que un candidato a Presidente lo tenga más sencillo para convencer de sus virtudes a una Cámara con muchos correligionarios suyos. Claro que, en el mundo de la teoría, tampoco debería ser esto garantía suficiente. Igual que no debería serlo para superar el control parlamentario o lograr la aprobación de las leyes que el Gobierno proponga. Pregunten a los Gobiernos de Reino Unido si van a los Comunes seguros de ganar cada vez sólo porque en sus bancos se sientan más parlamentarios de sus filas que de las filas contrarias, cuando, en ocasiones, han sido esas filas contrarias las que han sido el apoyo más firme de la propuesta del Gobierno. Sin duda que en todo sistema hay corrupciones, desviaciones o problemas; por ejemplo, el célebre filibusterismo estadounidense. Sin embargo, no parece muy lógico montar un sistema político parlamentario y luego reducir a los parlamentarios a un grupo de yesmen del Consejo de Ministros.
Pero no. Hay caos, al no haber mayoría absoluta. ¿Por qué? ¿Por qué en España la mayoría absoluta es sinónimo de tranquilidad política y buen gobierno? Porque, según ha demostrado la experiencia, en el Parlamento nadie convence a nadie de nada. Hay reuniones previas (lo cual es razonable, pasa en todos los parlamentos del mundo), se fijan las posiciones de cada cual y luego se va la Cámara a votar. En bloque. Aquí, en buena parte al menos, reside el problema. Que cada cual hace sus cálculos asumiendo, y con razón, que los diputados de cada grupo votarán de modo unánime lo que diga la dirección del partido. La verdad, visto así, parece un poco tonto tener tantos parlamentarios. Bastaría uno por grupo, con un número de votos asignados.
Con la mayoría absoluta, desde luego, la facilidad aumenta. El grupo parlamentario que hace y deshace, bajo una severa disciplina interna, elige como Presidente al candidato de su grupo que tiende a ser el líder del partido político. De modo y manera que tenemos a un individuo que es, al tiempo, líder del Ejecutivo, líder de un partido político con gran peso en las instituciones y líder de la mayoría parlamentaria. Que de ahí venga estabilidad es poco sorprendente. Estas cuestiones las abordan, por cierto, con más habilidad que un servidor, dos ensayos que les recomendé aquí, en su día. No me engaño: resulta complejo establecer un sistema capaz de evitar una mayoría la cual arrolle por sistema a la minoría y una minoría capaz de bloquear de modo recalcitrante a la mayoría en todo asunto. La complejidad no es excusa. Si es el objetivo, habrá que tratar de alcanzarlo.
El sistema constitucional español proclama la separación de poderes. Sin embargo, en la práctica, se ha observado que en situaciones de mayoría absoluta la frontera entre Gobierno y Parlamento desaparece y que quien queda en una posición subordinada es el Parlamento. Es decir, que una situación como la actual en el Congreso es la única que podría garantizar una cierta separación entre el legislativo y el ejecutivo. Para una cultura política que proclamó por boca de uno de sus hombres de Estado la muerte de Monstesquieu tiene que ser un panorama desconcertante.
Un sistema parlamentario basculante entre una mayoría absoluta que suponga en la práctica anulación de la separación de poderes, la supresión de buena parte de los contrapesos y balanzas anglosajones, por una parte, y el pánico con todos los actores corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza, por otra, qué quieren… Igual sería cosa de examinarlo de nuevo con calma. Porque algún fallo tiene.