Una persona entra en una cafetería. Al fondo, en el banco de la última mesa, un hombre de traje oscuro está leyendo un viejo libro manuscrito mientras bebe una taza de té. La persona se acerca y, con una sonrisa nerviosa, una temblor esperanzado o una mueca amarga, comenta: “Dicen que aquí está muy bueno el sandwich de pastrami”. El hombre cierra el libro, indica con un gesto al recién llegado que tome asiento y responde, con un aire peculiarmente átono: “Eso he oído”.
“The Booth at the End” (creada y escrita por Christopher Kubasik, dirigida su primera temporada por Jessica Landaw y su segunda por Adam Arkin) es una de esas pequeñas series desconocidas que son gigantes de calidad. Dos temporadas de cinco capítulos cada una, veinte minutos por capítulos. Breve, concisa, precisa. Y brillante. Lástima que no haya una tercera temporada y que nos hayan dejado con una final que podemos entender como abierto si deseamos consolarnos. Una serie que descansa en unos diálogos vibrantes, sin aspavientos ni florituras, un puñado de actores que hacen un trabajo notable y un guión lleno de sutilezas.
La premisa es hasta cierto punto familiar. Hay un individuo, el hombre del traje y el libro, a quien se puede pedir un deseo. El que sea. Mi hijo está enfermo, quiero que sane. Me gustaría ser más bonita. Quiero que todos los practicantes de una religión y esa religión sean erradicados de la faz de la Tierra. Deseo amor. Quiero volver a escuchar a Dios. Quiero haber estado casado con otra persona los últimos veinte años. El hombre abrirá el libro. Y encomendará una tarea. Si el cliente la cumple, su deseo se cumplirá.
Hay reglas, desde luego. El cliente debe ser cuidadoso sobre cómo formula su deseo, porque lo que pida será lo que reciba. El cliente debe explicar al hombre el porqué de su petición. El cliente deberá deducir por sí mismo en qué consiste la tarea, si hay campo a la interpretación (algunas tareas son simples de entender, otras, no tanto) y es cosa suya cómo lleve a cabo la tarea. Y el cliente deberá acudir cada poco a la cafetería y explicar al hombre cómo se están desarrollando los acontecimientos y cómo siente y vive esos acontecimientos. El hombre preguntará, pedirá explicaciones, tomará notas. No ayudará. No dará consejos. No aceptará responsabilidades. Aclarará las reglas.
Como espectadores, la serie nos limita a estar presentes en las conversaciones entre el hombre y los clientes. Escuchamos los diálogos, pero nunca cruzaremos las puertas de la cafetería para seguir a los clientes. Tampoco podremos seguir al hombre fuera de la cafetería y, siempre que nosotros lleguemos, él ya llevará allí un buen rato. Por lo tanto, para dar respuesta a los interrogantes de esta serie no tenemos más pistas que lo que dicen y no dicen los personajes, cómo lo dicen, cómo guardan silencio, cómo reaccionan. Con el riesgo de que los clientes pueden mentir. De hecho, lo hacen si bien el hombre capta esas mentiras al vuelo.
El primer y más directo de los interrogantes de la serie es, ¿quién demonios es el hombre del libro (aplauso para Xander Berkeley, un señor actor)? Uno puede caer en la tentación y pensar que es justamente el Diablo. Algún cliente lo sugiere y el hombre, en broma, en serio, nunca se está seguro, no lo niega de modo abierto. Se hacen insinuaciones. “¿Cree en Dios?, le pregunta una cliente. “Creo en los detalles”, responde el hombre. Y ya se sabe quién está en los detalles. Los pactos con el Demonio en los que Satanás logra cumplir lo acordado y al mismo tiempo estafar al insensato que ha firmado han dado lugar a cuentos, novelas, películas y capítulos de televisión de mayor o menor calidad, desde el mismo relato de las tentaciones de Jesús por San Mateo o por San Lucas, esa joya que tiene como comentario casi supremo otra joya, la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski. No tengo yo nada en contra de este tópico, si está bien usado.
La respuesta de la identidad del hombre no termina de llegar. El hombre del libro se comporta de un modo distinto al de otros comerciantes de deseos. Para empezar, no busca clientes. Bien es verdad que no parece necesitarlo, por que no dejan de llegarle. Pero es significativo que su postura sea de absoluta pasividad. Por otro lado, nunca trata de engañar a sus clientes. Les explica siempre con claridad las reglas, pocas, simples e inmutables. Les recuerda que la decisión de continuar o no es suya. Que el que no cumplan su tarea no quiere decir que su deseo no vaya a producirse nunca, aunque el cumplimiento garantizará que se materialice. Y, y esto es muy llamativo, sólo se indigna de verdad, de un modo fríamente áspero, cuando alguno de sus clientes trata de derivarle a él la responsabilidad. Me has obligado a hacer una cosa horrible, he hecho algo espantoso por ti. No, replica siempre el hombre, lo has hecho por ti. Era tu deseo y tu decisión. Yo sólo te mostré la tarea: llevarla a cabo o no era cosa tuya.
Por supuesto que los grandes manipuladores siempre saben quedar fuera del foco y que su presencia e influencia apenas se note. Cierto que el Diablo podría argumentar (y, de hecho, algunas veces, como en “The Sandman”, de Neil Gaiman, lo hace) que él no obliga a nadie a nada, simplemente da opciones, pero no hay encarnación del diablo que no sea un embustero de cuidado y un tentador. El hombre no es un embaucador. Es un observador y un cronista. ¿Un Demonio o un demonio cansado de enredar y que prefiere limitarse a contemplar? ¿Un contemplador cósmico, de otra naturaleza? Tampoco es un hipótesis desdeñable.
Otro interrogante igual de evidente, aunque de respuesta idénticamente esquiva, es la siguiente: ¿qué es el libro? El poder, ¿lo tiene el hombre o el libro? Porque el hombre escribe en el libro, siempre que algún cliente dice algo que le llama la atención. El mismo libro que abre para asignar una tarea. Da la impresión, a lo largo de la serie, que las tareas no son asignadas por él. No es que (punto contrario a la teoría diabólica) el hombre seleccione la tarea que considere justa o divertida o apropiada (aunque la dificultad o gravedad de la tarea sí tiene una proporción clara con el deseo que se solicita). El libro la da. Él la transmite. ¿Es el hombre un mero intermediario entre los clientes y otros poderes superiores? También se sugiere por un cliente, el hombre sonríe. ¿Qué poderes? ¿Infernales? ¿Celestiales? ¿Los Primigenios? ¿Una civilización extraterrestre? ¿Estamos ante una historia espiritual, sobrenatural, fantástica o de ciencia ficción? La serie deja al espectador elegir, hasta cierto punto.
Y, de este modo, al dar nosotros respuesta a esos interrogantes y a otros relacionados (la enigmática Doris, otro más), los espectadores estamos, en cierta medida, respondiendo a interrogantes sobre nosotros mismos.
Porque ése es el gran interrogante de la serie. No tanto quién es el hombre, sino quiénes son los clientes. Cada uno de ellos. Por qué piden lo que piden. Hasta dónde están dispuestos a llegar para lograrlo. Cómo experimentan por lo que están pasando. Qué decisiones toman y por qué las toman o dejan de tomarlas. Cómo reaccionan ante las consecuencias de las decisiones que han tomado. El viejo consejo del oráculo de Delfos es el que cada cliente debería tomar en cuenta antes de sentarse ante el hombre. Porque nuestros deseos, como nuestras máscaras, son reflejo de nosotros mismos y no hay modo de no ser esclavo de deseos y máscaras más que comprendido sus porqués. Como decía el temible juez Holden, lo que existe sin mi conocimiento, existe sin mi consentimiento. Y aunque es discutible que el consentimiento de nosotros, meros mortales, tenga tanta autoridad como la del juez violinista y bailarín, nuestro conocimiento puede, quizás, hacernos como poco esclavos lúcidos y tal vez seres un poco más libres. Así, los seres menos misteriosos, en apariencia, son el auténtico enigma.
De esta manera, la atmósfera enigmática de la serie (que tiene aún más fuerza por ser una serie formalmente sencilla, ambientada en el local más ordinario que puede uno pensar) nos ha arrastrado mediante la intriga hasta una serie de relatos intimistas. Una colección de exploraciones psicológicas. De retratos de alma. Eso es lo que el hombre del libro rastrea y ansía. La máscara de imperturbable cinismo sólo se le cae cuando algo, una reacción, una decisión, una toma de postura, le interesa. Observa y analiza, a veces con burla, a veces, con desapego otras con simpatía o hasta ternura, a las criaturas que tiene ante él. No hay en el hombre el sadismo jovial de un Lorne Malvo. A ratos, tiene un aire, mucho más contenido y con mucha menos implicación, al doctor Paul Weston, el psiquiatra interretado por Gabriel Byrne en «En terapia».
Ahí está el alma de la serie, lo que la vuelve tan brillante. Que, jugando con la carta del misterio, nos enfrenta a misterios aún mayores, que nos esperan a la vuelta de la esquina. Qué ocultan los rostros cotidianos, qué hará cualquier persona de la calle, cada una con su bagaje, con su historia, con su contexto, en una situación u otra. Y qué pensaremos nosotros, convertidos, con el hombre, en una suerte de analistas sin titulación, deseosos de escarbar en la psique de los clientes. ¿Para juzgar, para entender, para tener poder, para despreciar o para estimar? Eso la serie no nos lo dice. Lo descubrimos nosotros. O no.