Con un vaso de whisky

diciembre 12, 2016

Quiero hacer un trato

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 7:53 pm
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        Una persona entra en una cafetería. Al fondo, en el banco de la última mesa, un hombre de traje oscuro está leyendo un viejo libro manuscrito mientras bebe una taza de té. La persona se acerca y, con una sonrisa nerviosa, una temblor esperanzado o una mueca amarga, comenta: “Dicen que aquí está muy bueno el sandwich de pastrami”. El hombre cierra el libro, indica con un gesto al recién llegado que tome asiento y responde, con un aire peculiarmente átono: “Eso he oído”.

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       “The Booth at the End” (creada y escrita por Christopher Kubasik, dirigida su primera temporada por Jessica Landaw y su segunda por Adam Arkin) es una de esas pequeñas series desconocidas que son gigantes de calidad. Dos temporadas de cinco capítulos cada una, veinte minutos por capítulos. Breve, concisa, precisa. Y brillante. Lástima que no haya una tercera temporada y que nos hayan dejado con una final que podemos entender como abierto si deseamos consolarnos. Una serie que descansa en unos diálogos vibrantes, sin aspavientos ni florituras, un puñado de actores que hacen un trabajo notable y un guión lleno de sutilezas.

         La premisa es hasta cierto punto familiar. Hay un individuo, el hombre del traje y el libro, a quien se puede pedir un deseo. El que sea. Mi hijo está enfermo, quiero que sane. Me gustaría ser más bonita. Quiero que todos los practicantes de una religión y esa religión sean erradicados de la faz de la Tierra. Deseo amor. Quiero volver a escuchar a Dios. Quiero haber estado casado con otra persona los últimos veinte años. El hombre abrirá el libro. Y encomendará una tarea. Si el cliente la cumple, su deseo se cumplirá.

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         Hay reglas, desde luego. El cliente debe ser cuidadoso sobre cómo formula su deseo, porque lo que pida será lo que reciba. El cliente debe explicar al hombre el porqué de su petición. El cliente deberá deducir por sí mismo en qué consiste la tarea, si hay campo a la interpretación (algunas tareas son simples de entender, otras, no tanto) y es cosa suya cómo lleve a cabo la tarea. Y el cliente deberá acudir cada poco a la cafetería y explicar al hombre cómo se están desarrollando los acontecimientos y cómo siente y vive esos acontecimientos. El hombre preguntará, pedirá explicaciones, tomará notas. No ayudará. No dará consejos. No aceptará responsabilidades. Aclarará las reglas.

        Como espectadores, la serie nos limita a estar presentes en las conversaciones entre el hombre y los clientes. Escuchamos los diálogos, pero nunca cruzaremos las puertas de la cafetería para seguir a los clientes. Tampoco podremos seguir al hombre fuera de la cafetería y, siempre que nosotros lleguemos, él ya llevará allí un buen rato. Por lo tanto, para dar respuesta a los interrogantes de esta serie no tenemos más pistas que lo que dicen y no dicen los personajes, cómo lo dicen, cómo guardan silencio, cómo reaccionan. Con el riesgo de que los clientes pueden mentir. De hecho, lo hacen si bien el hombre capta esas mentiras al vuelo.

        El primer y más directo de los interrogantes de la serie es, ¿quién demonios es el hombre del libro (aplauso para Xander Berkeley, un señor actor)? Uno puede caer en la tentación y pensar que es justamente el Diablo. Algún cliente lo sugiere y el hombre, en broma, en serio, nunca se está seguro, no lo niega de modo abierto. Se hacen insinuaciones. “¿Cree en Dios?, le pregunta una cliente. “Creo en los detalles”, responde el hombre. Y ya se sabe quién está en los detalles. Los pactos con el Demonio en los que Satanás logra cumplir lo acordado y al mismo tiempo estafar al insensato que ha firmado han dado lugar a cuentos, novelas, películas y capítulos de televisión de mayor o menor calidad, desde el mismo relato de las tentaciones de Jesús por San Mateo o por San Lucas, esa joya que tiene como comentario casi supremo otra joya, la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski. No tengo yo nada en contra de este tópico, si está bien usado.

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         La respuesta de la identidad del hombre no termina de llegar. El hombre del libro se comporta de un modo distinto al de otros comerciantes de deseos. Para empezar, no busca clientes. Bien es verdad que no parece necesitarlo, por que no dejan de llegarle. Pero es significativo que su postura sea de absoluta pasividad. Por otro lado, nunca trata de engañar a sus clientes. Les explica siempre con claridad las reglas, pocas, simples e inmutables. Les recuerda que la decisión de continuar o no es suya. Que el que no cumplan su tarea no quiere decir que su deseo no vaya a producirse nunca, aunque el cumplimiento garantizará que se materialice. Y, y esto es muy llamativo, sólo se indigna de verdad, de un modo fríamente áspero, cuando alguno de sus clientes trata de derivarle a él la responsabilidad. Me has obligado a hacer una cosa horrible, he hecho algo espantoso por ti. No, replica siempre el hombre, lo has hecho por ti. Era tu deseo y tu decisión. Yo sólo te mostré la tarea: llevarla a cabo o no era cosa tuya.

        Por supuesto que los grandes manipuladores siempre saben quedar fuera del foco y que su presencia e influencia apenas se note. Cierto que el Diablo podría argumentar (y, de hecho, algunas veces, como en “The Sandman”, de Neil Gaiman, lo hace) que él no obliga a nadie a nada, simplemente da opciones, pero no hay encarnación del diablo que no sea un embustero de cuidado y un tentador. El hombre no es un embaucador. Es un observador y un cronista. ¿Un Demonio o un demonio cansado de enredar y que prefiere limitarse a contemplar? ¿Un contemplador cósmico, de otra naturaleza? Tampoco es un hipótesis desdeñable.

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       Otro interrogante igual de evidente, aunque de respuesta idénticamente esquiva, es la siguiente: ¿qué es el libro? El poder, ¿lo tiene el hombre o el libro? Porque el hombre escribe en el libro, siempre que algún cliente dice algo que le llama la atención. El mismo libro que abre para asignar una tarea. Da la impresión, a lo largo de la serie, que las tareas no son asignadas por él. No es que (punto contrario a la teoría diabólica) el hombre seleccione la tarea que considere justa o divertida o apropiada (aunque la dificultad o gravedad de la tarea sí tiene una proporción clara con el deseo que se solicita). El libro la da. Él la transmite. ¿Es el hombre un mero intermediario entre los clientes y otros poderes superiores? También se sugiere por un cliente, el hombre sonríe. ¿Qué poderes? ¿Infernales? ¿Celestiales? ¿Los Primigenios? ¿Una civilización extraterrestre? ¿Estamos ante una historia espiritual, sobrenatural, fantástica o de ciencia ficción? La serie deja al espectador elegir, hasta cierto punto.

       Y, de este modo, al dar nosotros respuesta a esos interrogantes y a otros relacionados (la enigmática Doris, otro más), los espectadores estamos, en cierta medida, respondiendo a interrogantes sobre nosotros mismos.

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       Porque ése es el gran interrogante de la serie. No tanto quién es el hombre, sino quiénes son los clientes. Cada uno de ellos. Por qué piden lo que piden. Hasta dónde están dispuestos a llegar para lograrlo. Cómo experimentan por lo que están pasando. Qué decisiones toman y por qué las toman o dejan de tomarlas. Cómo reaccionan ante las consecuencias de las decisiones que han tomado. El viejo consejo del oráculo de Delfos es el que cada cliente debería tomar en cuenta antes de sentarse ante el hombre. Porque nuestros deseos, como nuestras máscaras, son reflejo de nosotros mismos y no hay modo de no ser esclavo de deseos y máscaras más que comprendido sus porqués. Como decía el temible juez Holden, lo que existe sin mi conocimiento, existe sin mi consentimiento. Y aunque es discutible que el consentimiento de nosotros, meros mortales, tenga tanta autoridad como la del juez violinista y bailarín, nuestro conocimiento puede, quizás, hacernos como poco esclavos lúcidos y tal vez seres un poco más libres. Así, los seres menos misteriosos, en apariencia, son el auténtico enigma.

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      De esta manera, la atmósfera enigmática de la serie (que tiene aún más fuerza por ser una serie formalmente sencilla, ambientada en el local más ordinario que puede uno pensar) nos ha arrastrado mediante la intriga hasta una serie de relatos intimistas. Una colección de exploraciones psicológicas. De retratos de alma. Eso es lo que el hombre del libro rastrea y ansía. La máscara de imperturbable cinismo sólo se le cae cuando algo, una reacción, una decisión, una toma de postura, le interesa. Observa y analiza, a veces con burla, a veces, con desapego otras con simpatía o hasta ternura, a las criaturas que tiene ante él. No hay en el hombre el sadismo jovial de un Lorne Malvo. A ratos, tiene un aire, mucho más contenido y con mucha menos implicación, al doctor Paul Weston, el psiquiatra interretado por Gabriel Byrne en «En terapia».

       Ahí está el alma de la serie, lo que la vuelve tan brillante. Que, jugando con la carta del misterio, nos enfrenta a misterios aún mayores, que nos esperan a la vuelta de la esquina. Qué ocultan los rostros cotidianos, qué hará cualquier persona de la calle, cada una con su bagaje, con su historia, con su contexto, en una situación u otra. Y qué pensaremos nosotros, convertidos, con el hombre, en una suerte de analistas sin titulación, deseosos de escarbar en la psique de los clientes. ¿Para juzgar, para entender, para tener poder, para despreciar o para estimar? Eso la serie no nos lo dice. Lo descubrimos nosotros. O no.

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diciembre 5, 2016

La sonrisa del reloj

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 8:26 pm
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           No hace mucho se me estropeó el teléfono móvil. Ni se me vino el cielo sobre la cabeza ni sentí un inmenso alivio ante la idea de verme liberado de los grilletes de la tecnología moderna. Quiero decir que no voy a lanzarme a una filípica contra la actual época deshumanizadora ni a una nostálgica ensoñación sobre los buenos viejos tiempos que nunca existieron ni tampoco a una alabanza desaforada sobre las maravillas de la técnica, escupiendo de paso sobre aquellos que se divierten componiendo filípicas y rememorando eras doradas legendarias. Tenía que arreglar el móvil y estaría un tiempo con él fuera de circulación. Era molesto y me costaría un dinero que podría haber sido invertido en causas más nobles, como comprar un par de libros o probar un whisky de malta desconocido. En fin.

         No le dí mayor importancia hasta que caí en la cuenta de que, al haber perdido el móvil, había perdido mi reloj de uso habitual. Hace años, perdonen por la deriva personal, que no uso reloj de muñeca porque la mayor parte del año me molesta cuando hace calor. Soy de esas personas que ven con una mezcla de preocupación y censura el termómetro cuando supera los quince grados. Podría usar reloj de bolsillo, claro, pero la moda de esta época nuestra no acaba de conciliarse con un objeto tan digno. ¡Vaya por Dios, ya he caído en la nostalgia tramposa! Les confieso que soy el orgulloso propietario de un reloj de bolsillo que unos amigos, tolerantes con mis rarezas, me regalaron. Pero es un reloj que me gusta reservar, en su honor, para según qué ocasiones y no lo uso a diario.

         De modo que una tarde me encontraba en la calle, sin reloj de clase alguna, sabiendo que debía estar en determinado lugar a las siete y media. Con la vaga idea de que serían en torno a las seis. No tiendo a fiarme de las vagas ideas, propias o ajenas, respecto de horas y lugares. Nada serio, me dije, me meteré en una cafetería, pediré algo, consultaré el reloj que habrá sin duda en el local y esperaré hasta que sea la hora. Un plan, como diría Walter Sobchak, cuya belleza radicaba en su sencillez.

         Había una cafetería abierta cerca. Tenía un reloj en la pared. Las siete menos veinticinco. Al entrar no me había dado cuenta de que en el reducido local todas las personas parecían conocerse y estar en animada conversación. Nada que objetar a ello. La conversación se desarrollaba en el tono convencional de una cafetería española, esto es, podría haberse usado como taquígrafo a un vecino que estuviera sentado cuatro plantas más arriba y no se habría perdido ni una sílaba. Había además, y esto era aún más inquietante, dos niños que no sumarían entre los dos a un adolescente. Estaban sueltos por el lugar, dando vueltas como peonzas y uno de ellos advertía a los adultos y al Universo que se aburría. Sin duda contando con su indiferencia, repetía su cansancio vital una y otra vez.

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          Debería haberme batido en retirada, me dirán ustedes, con razón, pero alguien desde detrás de la barra ya me había descubierto y me preguntó qué quería tomar. Pedí un café, me senté en la mesa más alejada del Sartre en miniatura y me concentré en el libro que llevaba conmigo. Había conseguido desentrañar medio párrafo cuando hicieron entrada dos nuevos personajes, una señora y un perro pequeñajo. Los críos saludaron al perro con un alborozo correspondido por el perro, que se retorcía de emoción. Si mi taza de café no hubiera estado casi intacta, habría huido. Lo de los perros dentro de los locales es algo que me exaspera. De un lugar donde se admiten perros puede uno esperar cualquier cosa, como que la tortilla de patatas no tenga cebolla o que viertan la leche en la taza antes que el té.

         Uno de los críos, obnubilado por el júbilo, pisó al perro, quien lanzó un aullido y fue sacado con rapidez del bar por la dueña. El que el crío (no el existencialista en ciernes, el otro) pisara en verdad o no al perro no puedo asegurarlo. No lo vi. Pero el veredicto del jurado adulto allí presente fue que en efecto pisó al perro, pero sin intención de causar daño, con lo cual no se le consideró merecedor de mayor sanción que una breve amonestación y una recomendación futura de que tuviera más cuidado. A todo esto la dueña del perro entró de nuevo. Con el perro. No indicó que tuviera intención de apelar la decisión. Se retomó la animada charla. Yo seguía releyendo el mismo medio párrafo.

         Uno de los presentes le explicaba al pequeño condenado que Sir Isaac Newton (obvió el título de caballero, pero no vamos a regateárselo aquí) descubrió la ley de la relatividad sin hacer nada (no sé qué moraleja pretendía que sacara el crío de aquello), lo cual fue al punto corregido por otro asistente, indicando que el descubrimiento había sido de la ley de la gravedad, algo que aceptó de inmediato quien se encargaba de la lección, añadiendo de inmediato el inevitable detalle de la manzana. Temí que de ahí se pasaría a la otra habitual falsedad en cualquier charla, la calavera de Yorick en el monólogo de Hamlet que no correspondía. No sabía yo si iba a lograr permanecer mudo si se daba el caso, casi seguro que no, quedaría como un maldito pedante, entrometido y grosero, lo cual sería cierto; no hay en este mundo un ser que merezca más escarnio público que los pedantes entrometidos y groseros y no me apetecía revelarme como uno de ellos. Mejor me acababa de una vez el café. El niño que no había cometido falta alguna contra la raza canina anunció de nuevo su tedio vital. Bebí, me levanté, pagué, me despidieron con una sonrisa amable y escapé. El reloj marcaba las siete menos diez y dentro se debatía sobre la relatividad del tiempo y la existencia.

          Mientras caminaba hacia donde se suponía que debía estar cuarenta minutos más tarde, consideré que no les faltaba razón a la gente de la cafetería. Gentes más capaces que yo han reflexionado sobre el tema, pero tengo la impresión de que el tiempo es relativo. Si lo relativo o absoluto es el tiempo percibido o el tiempo vivido no me atrevería asegurarlo. Ciertamente, los quince minutos en la cafetería me habían parecido horas. ¿Cómo podemos percibir el tiempo, nosotros, criaturas temporales, esencialmente incapaces de concebir la atemporalidad? En ese momento, eché en falta un reloj como no había echado en falta cosa alguna. Algo en mí se rebeló contra Cortázar. Su maravilloso preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj me pareció digno de una demanda por libelo. Me enervé contra todos aquellos que ven al reloj como el enemigo, como el asesino del tiempo y de la vida. ¡Nada de eso! El reloj es el escudo del ser humano frente al tiempo. El Tiempo, ese abstracto inmenso, inconcebible como un Primigenio de Lovecraft, nos arrasaría si no tuviéramos horas y relojes para marcarlas, controlarlas, dominarlas. Lo sabían los caldeos, los egipcios, los griegos y los romanos. Lo sabían los monjes. Un relojero es un maestro armero, que nos proporciona una armadura de engranajes y ruedas, un yelmo de cuarzo, una espada para combatir los minutos y una daga para parar las estocadas de las horas. Igual que los cuentos y las historias necesitan una forma, límites, como argumentaba Chesterton, la vida necesita hitos, fronteras, para poder ser vivida. Una vida amorfa, al menos por ahora, es invivible. La embriaguez de ignorar el reloj y los horarios es un placer que, como todo placer, se convierte en un tedio pegajoso en el momento en que se convierte en absoluto e ilimitado.

         Pero estaba en una ciudad, en medio de la civilización. ¿Sin duda habría relojes en la calle! Busqué. No había ninguno. Ni un reloj en la calle. Ni un círculo mágico. Ni un letrero luminoso en una farmacia. Me descubrí oteando por las ventanas de los bares, tratando de espiar la hora en alguna televisión que estuviera encendida. Consideré rogar la hora como se pide limosna, pero los demás viandantes iban enfrascados en conversaciones, personales o telemáticas (que no dejan de ser igual de personales que cualquier otra); así que me refugié en otra cafetería. Pedí otro café. No había reloj. Traté de calcular cuántos de los cuarenta minutos habrían pasado. Concluí que, con seguridad, había pasado un período comprendido entre un minuto y un eón. Tal vez debería ya estar donde debía estar. Tal vez llegara tarde. El camarero me cobró. Le pedí la hora. Me la concedió con tranquilidad, como sin dar importancia a algo que tiene más poder que todos los hechizos de todos los magos de todos los cuentos y relatos. Eran las siete y trece minutos. Di las gracias, me respondió con un “de nada”, tan cortésmente indiferente como antes. Me fui de allí. Llegué a tiempo.

         Cuando, aquel día, regresé a casa, abrí el cajón donde guardaba el reloj de bolsillo. Las agujas parecían una sonrisa. Pero no supe interpretar si era la sonrisa amable del protector o la arrogante del dueño. Sólo acerté a percibir algo de la fría ironía de la esfinge, que guarda todos los secretos tras ella.

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