Vamos a tener, parece, segunda temporada de “The Hollow Crown”. Ya me despaché sobre las adaptaciones de “Ricardo II”, “Enrique IV, partes I y II” y “Enrique V”. La BBC planea ahora darnos las tres partes de “Enrique VI” y finalizar con una de las obras más célebres de Shakespeare, “Ricardo III”. Y para interpretar al temible jorobado Gloster han escogido a Benedict Cumberbatch, que es un señor actor. Su colega en la brillante “Sherlock”, Martin Freeman, que es otro señor actor, ha tenido muy buenas críticas en el teatro londinense en el mismo papel, por cierto.
Espero con interés a Mr Cumberbatch como el Duque de Gloucester. Mucho tendrá que hacer, sin embargo, para quitarme de la cabeza a mi particular Ricardo III. Porque al primero que vi yo en este papel fue al enorme Sir Ian McKellen. Y lleva acompañándome desde entonces.
“Ricardo III”, en versión de Richard Loncraine, guión conjunto con Sir Ian, es una película muy apreciable, pero que, como no es tampoco una obra maestra, ha quedado lago olvidada. Yo la vi gracias a un excelente profesor de Literatura que tuve en mi adolescencia. Decidido a meternos el gusano de la lectura, no sólo nos recomendaba varios títulos al mes para leer, al margen de las obras obligatorias, y no sólo nos daba puntos extras en los exámenes si además de contestar a las preguntas transcribíamos poemas de la época que estuviésemos estudiando, sino que veíamos películas basadas en novelas y obras teatrales de grandes autores. Una de ellas fue esta “Ricardo III”. Fue mi primer contacto con Shakespeare. Calculen la deuda que tengo con este hombre.
Ricardo III no es el más grande villano de Shakespeare. Yago y Edmund, en mi opinión, se disputan ese honor. Pero es un malvado de respeto, y Loncraine y McKelln supieron aprovechar todas las virtudes del personaje para que les saliera una película casi redonda.
McKellen, hombre que conoce muy bien la obra shakesperiana, cambia la ambientación: de la Edad Media a los años treinta. La Guerra de las Rosas se combatió aquí con fusiles y tanques, no con espadas y caballos. En vez de jubones, se llevan gabardinas. Pero el texto sigue encajando a la perfección, los temas no chirrían en absoluto al acercarlos a nuestros tiempos, la psicología de los personajes es completamente verosímil. Así que Ricardo puede regodearse en su perfidia mientras escucha discos de jazz y se fuma un cigarrillo igual de bien que si estuviera bebiendo vino caliente especiado.
Cuidado hasta el más mínimo detalle, el vestuario tiene una gran importancia en la trama. Porque a medida que el maquinador duque va quitando gente de en medio y más se acerca a la corona, los uniformes militares, los símbolos y adornos, van pasando poco a poco de ser los propios de la Inglaterra de entreguerras a inspirados directamente por otro régimen de aquellos años. Hasta que llegamos a esa escena extraordinaria en la que Ricardo, ayudado por sus secuaces, obtiene la corona jurando y perjurando que no la desea. Escena que en esta película tiene una guinda que sigue haciendo que me frote las manos.
Claro que esto no convierte a Ricardo en nazi (escucha música “degenerada”, bebe y fuma), ni en fascista. Pero el impacto de la imaginería hitleriana ha sido tan poderoso que revestir a un villano shakesperiano con la misma es una buena fórmula para que los espectadores del siglo XX (y del XXI) aprecien por los ojos lo que ya han percibido por los oídos.
Esto es una adaptación de Shakespeare, así que más que el vestuario importan actores y texto. En cuanto al último, se ha respetado, pero no copiado literalmente, la obra. De hecho, se ha acortado. Por ejemplo, se ha dejado fuera a la desesperante reina Margarita, viuda de Enrique VI de Lancaster, a quien Gloster ejecuta en la primera escena de la película. Parte de sus frases se las reparten la reina Isabel y la Duquesa de York. También se ha acortado algo el magnífico monólogo del pobre Clarence, describiendo su pesadilla, y su conversación con los asesinos enviados para acabar con su vida (lo matan de una forma más realista y menos grotesca que en la obra original, aunque supongo que muchos puristas lamentan no ver las piernas de Clarence saliendo del barril de malvasía). En fin, en el soliloquio que da inicio a la obra, se introducen unos cuantos versos dichos por el mismo personaje, pero en otra pieza. Cuando Gloster murmura “I can smile, and murder while I smile” es parte de su monólogo final en la tercera parte de Enrique VI, justo después de haber asesinado al último de los Lancaster. Pero es una frase demasiado buena como para no colarla.
Ricardo es la figura central de la obra, su razón de ser, un paso más en la creación de personajes por parte de Shakespeare. De su rencor ya hablamos en otra ocasión. Todo él, su malicia, su odio, sus remordimientos, su ambición, su crueldad está en la interpretación magnífica de McKellen. Ricardo, en el teatro, dirige sus apartes al público, seduciéndolo, como más adelante, y aún mejor, harán Yago y Edmund. Estos apartes que con tanta astucia homenajeó la serie “House of Cards”, con el gran Sir Ian Richardson en el rol de Urquhart (y luego remedó Kevin Spacey como Underwood). McKellen devora la pantalla en cada escena, y sabe atravesarla para agarrar al espectador y convertirlo en cómplice emocional de sus atrocidades. Fue la primera interpretación de este grande que vi, mi primer malvado de William y cada vez que la vuelvo a ver me entra un cosquilleo. ¡Ese “¡Ha!” tras seducir a lady Anne ante el cadáver de su marido! ¡Oro puro!
Los demás personajes de la obra son muy menores, pero eso se ha compensado dándoselos a actores de altura. Jim Broadbent, ese secundario genial, está excelente como el taimado Duque de Buckingham, principal aliado de Gloster. Nigel Hawthorne es un Clarence impecable. Dominic West, el insulso Richmond, es digno de ser citado sólo porque este debe de ser su único papel en el que no es alcohólico, o engaña a su mujer o ambas cosas (aunque su sonrisa al vencer en la batalla final no es muy tranquilizadora). Kristin Scott Thomas lleva muy bien el papel de Anne, con la cual la obra se ceba especialmente.
Annette Bening y Robert Downey Junior, como la reina Isabel y su hermano, el conde de Rivers, fueron una elección astuta. Isabel provenía de una familia menor, de nobleza rural, y su matrimonio con el rey Eduardo de York dio que hablar en la corte. De hecho, hay una serie, “The White Queen”, que parece ser narra estas intrigas cortesanas. Digo parece ser porque tras el primer episodio estaba tan aburrido que no he vuelto con ella. Pues bien, Locraine agarra a dos actores americanos, cuyos acentos chocan con los de sus colegas británicos y los dirige d emodo que sus exclamaciones, parlamentos, reacciones sean mucho menos reservadas y protocolarias. La cosa funciona. Ya se ve claro en la escena del baile, donde la reina da la bienvenida a su hermano con gritos y saltos, ante la estupefacción de los invitados. Robert Downey Junior es un joven Tony Stark, antes de tener traje y de aprender a pensar, en el camino de un malvado que deja en pañales a todo lo que tiene la Marvel en cantera.
Y párrafo aparte para la inmensa Maggie Smith. Tiene un papel breve, pero que llena con su talento prodigioso. El rapapolvo que le echa a su perverso hijo, al final de la obra, es el único momento en el que un personaje logra dejar sin palabras al locuaz Ricardo, y hacía falta una actriz con autoridad para que fuera creíble. Maggie Smith tiene más autoridad en su dedo meñique que todos nosotros juntos. Una actriz tan buena lo es en todo momento. En la escena del baile, justo antes del famosísimo monólogo de Ricardo, cuando todo el mundo presta atención, hay un segundo en el que la Duquesa tiene un ramalazo de inquietud al verle ante el micrófono. Es un instante y gracias a él ya sabemos que Ricardo no podrá nunca engañar a su madre, que le conoce y que siente un miedo casi instintivo ante él. Eso es actuar.
Dirigida con eficacia, con actores de aplaudir y no parar, gran ambientación, vestuario y maquillaje (la deformidad de Ricardo está muy conseguida), sería una pena que esta película se olvidase. Porque, como canta Al Jolson, a ratos está en la cima del mundo.