El ocho de agosto de 1963, el Real Tren Postal (Royal Mail Train), con origen en Glasgow y destino en Londres, fue detenido en el puente de Bridego Railway, en Ledburn, cerca de Mentmore, Buckinghamshire. Un grupo de ladrones sustrajeron entre dos millones seiscientas treinta y un mil seiscientas ochenta y cuatro libras y dos millones quinientas noventa cinco mil novecientas noventa y siete libras con diez chelines. El cerebro de este atraco fue Bruce Richard Reynolds, alias, Napoleón. El cerebro de la investigación para apresar a la banda, el Superintendente en jefe (Detective Chief Superintedent) Tommy Butler. Fue el mayor atraco de la Historia del Reino Unido, si no estoy mal informado. Uno de los casos más notables en los anales de la justicia penal, con una sentencia polémica por su severidad. Y, entre otras adaptaciones, ha dado para una miniserie de dos capítulos (más bien, dos películas), de 2013: “The Great Train Robbery”.
Las películas o series de atracos siempre me han encantado. “Atraco perfecto” es una de mis películas favoritas. Si “Inception” me exasperó tanto es porque me parece una estupenda película de atraco que no llegó a ser. “TGTR” (por abreviar) no es perfecta, pero garantiza tres horas de entretenimiento de calidad.
Esta obra está dividida en dos partes muy diferenciadas; en la primera, se nos narra la planificación y ejecución del atraco, mientras la segunda adopta el punto de vista de los policías que investigaron el crimen. Así, la serie no es por completo ni de los delincuentes ni de los investigadores. Los títulos de las películas, casi idénticos, refuerzan esta especie de equidistancia: “Historia de un atracador”, “Historia de un policía”. En inglés la similitud es incluso mayor: “A Robber´s Tale” versus “A Copper´s Tale”.
Desconozco si la serie es rigurosa históricamente. No he leído ningún libro sobre el asunto, aunque sin duda buscaré alguno para cubrir semejante laguna. Como obra de ficción funciona estupendamente. La primera película quizás sea la más redonda. Desde la primera secuencia, para presentarnos el núcleo de la banda de ladrones en un atraco anterior (con bombines y paraguas), pasando por la organización del robo, resolviendo los problemas logísticos (el detalle de la bombilla y el guante me encantó) hasta el recuento del botín (¡Y DIEZ CHELINES!) hasta la inquietante sensación de que la ruina aguarda a los protagonistas casi desde el mismo momento de su triunfo, me tuvo clavado en el sofá. Y eso que el ritmo no es particularmente trepidante ni se usa la música para tener al espectador con el corazón en un puño.
Tal vez se echa en falta un poco más de examen de los personajes. Uno siente una instintiva simpatía por cualquier personaje interpretado por Paul Anderson, al fin y la cabo todo un Shelby en “Peaky Blinders”. Pero las motivaciones de los ladrones, en especial de Reynolds (un solvente Luke Evans, actor con papeles mediocres casi siempre) quedan demasiado brumosos. No es por codicia, se nos quiere decir, en una y otra película. Hay algo de orgullo artesanal, algo de ansias por trepar en una sociedad que no permite muchas alternativas a quienes no nacen ricos, algo de la camaradería del grupo en combate. Las constantes referencias de Reynolds al “Sistema” hacen pensar que hay un cierto rencor social, un rechazo meditado de este grupo respecto del mundo y el país en el que viven. Pero eso es apenas esbozado. Quizás para no lastrar la película, es comprensible.
La sensación de que los ladrones (o algunos de ellos) no están movidos únicamente por la codicia ayuda a que el espectador tome partido por los mismos. La idea de narrar la investigación desde el punto de vista de los policías, tal vez, tenía como fin equilibrar el marcador, lograr que, como Rick en “Casablanca” comprendiésemos el punto de vista del sabueso tanto como el del zorro. Sin embargo, la unidad de policías no resulta muy memorable como personaje colectivo. Y Butler, el implacable superintendente, es un personaje francamente antipático, sobre todo en comparación con Reynolds.
Lo cual, bien mirado, es un acierto. Ese contraste ayuda mucho dramáticamente. Si el atracador es un tipo bastante majo, empático y agraciado, pongamos un perseguidor gélido, duro y estirado. Pero que sea un enemigo a la altura o incluso superior. Así que el papel debe interpretarlo alguien de respeto. Pocos más respetables que el gran Jim Broadbent. Butler ni necesita ni quiere ser estimado o admirado. Quiere ser obedecido y quiere obtener resultados. Triunfa donde otros fallan. El aura de inhumanidad del personaje (su genuina sorpresa cuando se le sugiere que no todo el mundo compartimentaliza su vida de un modo tan drástico como él) se presenta de un modo no muy original, aunque sí efectivo. Sólo se le va la mano al guión y al director en esa secuencia final, tras la charla con Reynolds, un buen diálogo, ambiguo, que permite al espectador ser él mismo quien decida, al fin, de parte de quién está. Después de la charla, el espectador no necesita el plano de la escuadra de policías: ya ha comprendido. O debería.
Bien hecha, dirigida con tino, sin alardes y sin ser una obra genial, estas dos películas conforman una agradable contribución al género policíaco. Ni más, ni menos.