Con un vaso de whisky

abril 7, 2020

Una novela sin héroe

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 5:02 pm
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     William Makepeace Thackeray era uno de los nombres con los que que llevaba años martilleando en mi cabeza una voz muy pesada. “¿Cómo no has leído nada de Thackeray? ¡Menuda vergüenza! ¿Y vas por la vida con orgullo de pedante?” “Pero”, respondía yo, “es que Thackeray es uno de los Clásicos Indiscutidos. ¿Y si no me gusta? ¿Tendré que fingir que sí? Puestos a fingir, ¿por qué no fingir que he leído algo suyo y que además me parece extraordinario?” “¡Coge esa novela que compraste hace más de un año de una vez!” Y como la muy miserable había dado esa misma orden con otros autores y había llevado razón al hacerlo, cogí el libro. Esperando, secretamente, poder decir, más de setecientas páginas después, que había sido desesperante y que estaba despedida.

    Aquí estoy, más de setecientas páginas después. Subiéndole el sueldo en diez guineas , a la condenada voz.

    La novela es la considerada obra maestra de Thackeray, esto es, La feria de las vanidades. Esta breve reseña no se puede ni acercar a hacerle justicia. Así que permitan un consejo directo: léanla, si no lo han hecho. Porque no sé si es la obra maestra de su autor, al no haber leído ninguna otra suya. Pero es una obra maestra.

    ¿Qué es esta novela? ¿Una crítica social? ¿Un sermón moral? ¿Una sátira despiadada? ¿Una crónica sádica de cómo se desperdician muchas vidas para entretenimiento del respetable? Puede ser todo eso y nada de ello del todo.

     Es, sin duda, un despliegue de los poderes de un narrador como pocas veces he visto. Thackeray podía haber escrito un novelón decimonónico como hicieron Hugo, Tolstoi o Dickens. Y es un novelón y es decimonónico, pero no es el narrador típico de dichos novelones. Mientras que los tres citados, entre otros, son ejemplos canónicos del narrador omnisciente que todo lo ve y sabe (Dickens con ciertos matices en según qué obras), Thackeray juega con nosotros desde el prefacio. Es esquivo y engañoso. En un momento dado afirma sin pudor que, en efecto, es el todopoderoso titiritero cuyos hilos mueven hasta el meñique de los personajes para, un par de capítulos más tarde, presentarse como un mero testigo, otro espectador, privilegiado, eso sí, que nos permite o no presenciar ciertas escenas, según su voluntad, escenas sobre las que no tendría ya control alguno. Pero, cuidado, porque más adelante alega completa ignorancia sobre lo que determinado personaje puede estar o no pensando o puede haber hecho o no. De repente, se rebaja aún más, a mero personaje terciario, alguien que ha coincidido con los protagonistas de esta muy veraz crónica y cuyos conocimientos, son, por tanto, indirectos, de referencia y puede que no muy fiables. Y estas cuatro perspectivas, con más variantes, se retuercen a lo largo de la novela, mutando según los designios del escritor. O eso puede parecer. Thackeray, así, nos coloca en estado de duda perpetua sobre el valor de su palabra. Luego ha de dudarse de todo: lo que los personajes dicen, sienten o hacen. Y lo que el mismo narrador reflexiona.

     Es una novela triste, ésta, aun cuando la sonrisa irónica sea perpetua en sus páginas. Una ironía cruel, más descarnada que la de Austen. No hay aquí nada del humor absurdo que se encuentra en otros autores de las Islas Británicas, como Sterne. Cuando Thackeray ríe, es porque ha dado un latigazo a la sociedad que describe o porque ha percibido una idiotez o una perfidia en sus personajes. Admitiendo que el narrador es engañoso, a lo largo de la novela hay demasiadas críticas orientadas contra un mismo objetivo para estimar que no forman sino una monumental cortina de humo: la hipocresía social, estructural, entrelazada con un un feroz clasismo, es el origen de muchos de los males que ocurren en la obra. El culto a la apariencia, al qué dirán, al escándalo farisaico de quienes toleran alegremente el vicio pero no pueden soportar que sea expuesto y así llamado a las claras. Que juzgan que la conducta de una aventurera ambiciosa de un modo singularmente diferente a la misma conducta de un cínico y adinerado marqués y asignan consecuencias muy diferentes a una y a otra.

     Pese a los trucos del narrador, la obra no es compleja en cuanto a la trama se refiere. La acción es bastante lineal, con capítulos que se alternan siguiendo dos grandes arcos argumentales, que de cuando en cuando se entrecruzan: la historia de Amelia Sedley y la historia de Rebecca Sharp- desde su adolescencia a su mediana edad. En torno a ellas, una galería de personajes tan abundante y notable como puedan desear. A medio camino entre los duendes caricaturescos de Dickens y las personas sufrientes de Dostoievsky, las criaturas de Thackeray danzan en la Feria durante décadas, sin que apenas ninguna de ellas tenga otra cosa que una vida infeliz.

      Es habitual en las críticas que he leído de las obras de Buero Vallejo indicar que en ellas tiende a existir un conflicto entre dos personajes: uno activo, más bien inescrupuloso, y otro pasivo, con gran sentido moral, pero paralizado por sus reflexiones. Podríamos aplicar este esquema a La feria de las vanidades, pero quitando la parte reflexiva al personaje pasivo. Rebecca Sharp, la activa, es la protagonista que concentra el ingenio y la inteligencia en la obra. No hay ningún personaje, ni tan siquiera el malévolo lord Steyne, que supere intelectualmente a Becky. Amelia, la pasiva, es amable, gentil y entregada. Y más simple que un sonajero. Ojo, que no soy yo quien lo dice: otra de las constantes del narrador es insistir en las pocas luces de Amelia, casi con desesperación, como si él nada tuviera que ver con ese defecto.

      Thackeray subtituló La feria de las vanidades como “Una novela sin héroe”. Ciertamente, no lo hay, ni siquiera el bueno de William Dobbin. Pero Becky se acerca mucho a ser la heroína-villana. Si esta novela, como he leído, es un ataque al concepto romántico del héroe, Becky sería un buen reflejo burlesco del arquetipo: una mujer absolutamente sola que se enfrenta a toda la sociedad. No como una rebelde, ni para proteger su alma pura, sino para trepar por ella hasta lo más alto. La de Becky es la historia de una intrigante que no se detiene ante nada para asegurar su supervivencia y la mejora de su fortuna. Hábil, ingeniosa, encantadora, implacable, quizá asesina, maneja a su antojo a caso todos los demás personajes, usando una máscara u otra según la ocasión lo requiera y logrando perseverar, de un modo u otro, pese a cada revés o fracaso, que muchas veces le vienen de su incapacidad para detenerse, dinámica y adicta a su juego como es. En una novela donde pasan tan pocas cosas, pese a su longitud, y con tantos personajes que son ridículos y necios, es preciso un constante esfuerzo intelectual para no acabar, también nosotros, los lectores, a los pies de Becky, igual que ante los villanos más peligrosos de Shakespeare. Me confieso: fracasé en mi intento; estuve toda la lectura en la esquina de esta pequeña y maquinadora mujer… cuyo pecado original, como ella reflexiona con burla en un instante, puede ser, sencillamente, no disponer de cinco mil libras anuales de renta.

      En cambio, ¡Amelia! Por mucho que se nos repitan sus virtudes, la pobre Emmy es a ratos insoportablemente tonta. Pocas obras como esta, para dar a leer a gente enamorada, además de Como gustéis. No es la menor ironía de Thackeray que la fuera más destructiva de felicidad en esta novela, junto a la guerra, la ruina económica y la hipocresía, sea el amor. Amelia está absurdamente enamorada durante toda la novela del fatuo George Osborne, puede que el personaje más despreciable de la colección. El pobre honesto William Dobbin está enamorado sin esperanzas de Amleia y es, al tiempo, amigo leal de George, lo cual es incluso más incompresible que lo primero. Una y otro malgastan sus vidas por amor y lealtad. Es una buena broma del titiritero. Que Thackeray resuelve, quizá más por el gusto de acumular ironías que porque estime que era un final literariamente digno, gracias a la intervención de la cuasi demoníaca Becky, la única que dice, de una vez y sin ambages, la verdad sobre el insufrible George y destruye el encantamiento bajo el que ha estado presa Amelia.

      Hay cierta ambivalencia, quizá fingida, de Thackeray, respecto de sus protagonistas. Pese a que censura los vicios de Becky, no la condena y es claro que es a quien ha dado más poderes internos. Sus amables palabras para Amelia y Dobbin nunca están exentos de una sorna. Y lo mismo ocurre con los secundarios: el pomposo Jos Sedley o el arrogante y amargo Osborne padre son azotados una y otra vez… pero hay momentos de ternura para ambos. La volteriana aristócrata Miss Crawley, muy republicana en teoría, es puesta en solfa tan sarcásticamente como la beata Mrs Bute o los dos Sir Pitt, padre e hijo, baronets. Y para todos, en especial para aquellos que mueren, hay compasión. Todo es vanidad, como dice Thackeray que decía Cohélet, todos los afanes de los personajes no son más que atrapar vientos y si todos son culpables, puede que ninguno lo sea del todo.

     Claro que con vanidades y vientos se puede hacer literatura maravillosa.

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