Con un vaso de whisky

May 23, 2013

Mandarines, valquirias y animadores

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 8:53 pm
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            Un viejo amigo mío, de ideas musicales (sólo musicales) más bien ortodoxas no estará de acuerdo con este artículo. Hasta es posible que, después que lo lea, deba invitarle a una copa reconciliatoria; claro que él me invitará a otra, en muestra de perdón, con lo cual toda va bien y podemos empezar. Vamos allá.

            La ópera es uno de los grandes espectáculos. Aúna en sí Artes mayúsculas: la Música, la Literatura, en forma lírica y dramática, así como varias Artes plásticas. Una ópera bien montada e interpretada es una de las experiencias más poderosas, sublimes, hermosas e inolvidables que puede experimentar un ser humano. Es un órdago a la grande, vaya.

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(A lo grande, hemos dicho)

            Está fuera de toda discusión que para gozar de una auténtica ópera hay que vivirla en un teatro, de manera canónica. No es lo mismo escucharla en un cd en casa, aunque cante Maria Callas, o ver un dvd del Metropolitan de Nueva York, que estar ahí. Claro que muchos jamás podremos ir al Meropolitan, así que bienvenido sea el dvd. Esto es así, no hay vuelta de hoja. Igual que el Réquiem de Mozart, la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak o los Rolling Stones ganan en directo, siendo hitos musicales en la vida de quien los escucha así.

            Bien. Ahora, vamos a hacer un pequeño rodeo. Yo reverencio Shakespeare, como habrán deducido sagazmente quienes hayan visitado antes este sitio. Lo leo habitualmente, no lo puedo ver representado tanto como me gustaría. Hay críticos que opinan que ciertas obras de Shakespeare están sólo para ser leídas, no representadas. Discrepo rotundamente, aunque sí es cierto que leer la obra es una experiencia diferente y rica de la también rica de ver la representación; y también estoy de acuerdo en que hay muchas interpretaciones detestables.

            También hay adaptaciones al cine y a la televisión. Muchas, algunas brillantes, otras vergonzosas. Quedémonos con las brillantes. Eso no es lo que Shakepeare tenía en mente cuando escribió, por ejemplo, Ricardo II. No, no pensaba en bandas sonoras, primeros planos, exteriores, uso de luz, y toda la parafernalia y los medios de cine y televisión (y teatro). El Macbeth de Orson Welles, no es la obra de Shakespeare. Es la obra de Welles, con guión de Shakespeare. ¿Es peor por ser película y no obra teatral? No, es distinta. Y ha ayudado, además, a extender la obra original. A Verdi tampoco le tembló el pulso cuando tuvo que componer la partitura, por ejemplo, de Falstaff.

            Finalicemos el rodeo: cine, televisión, teatro, novela, cuento, poesía y ópera se influyen unos a otros y no es nada raro que cada una genere obras inspiradas, basadas en criaturas de las otras, o las adapte. ¿O es que Las bodas de Fígaro no es una ópera, basada en una obra de teatro?

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(Y, parece, una sombre chinesca basada en la ópera)

            Sentado todo lo anterior, nunca he comprendido que no se adapten más óperas al cine o a la televisión. No me refiero a grabar una representación de la ópera y retransmitirla, en directo o en diferido. Hablo de usar las armas del cine o la televisión para hacer una nueva obra, aunque su origen sea no sólo reconocible sino hasta dominante.

            Hay una gran dificultad, es cierto, dificultad que no tienen los musicales (porque, esto ya lo hemos hablado, en los musicales los actores son buenos actores que saben cantar, mientras los cantantes de ópera son prodigiosos cantantes que sólo saben actuar para hacer ópera). Y aquí es donde yo me atrevo a dar el gran salto. ¿Por qué demonios nadie hace una película de animación que sea una ópera?

            Imaginen las posibilidades. Usando cantantes profesionales, tenemos la parte musical asegurada. Y dejando en manos de equipos como los de Pixar, Dreamworks y unos cuantos europeos que nada desmerecen a esos gigantes, tendríamos un espectáculo asombroso. No me digan que no ven al Príncipe Tamino (un joven y esbelto Príncipe) perseguido por una enorme Serpiente nada más empezar la película. No me digan qué no podrían hacer esos animadores con el Pekín de Turandot, sus multitudes y esos ministros saltimbanquis y cínicos de Ping, Pong y Pang. ¡O con la Tetralogía! Imaginen a Sigfrido, a Wotan, a la cabalgata de las Valquirias, a Fafner. ¿Y la Reina de la Noche? Este aria en manos de una imaginaciónvisual poderosa es oro puro:

            Sí, desde luego, no sería la ópera auténtica. Pero serían grandes obras. Fantasia, la espléndida película de Disney, aunó grandes obras musicales con estupendos cortos de animación. Y no, no es como escuchar a la Filarmónica de Berlín en directo, pero es una gran obra por derecho propio, aparte de un mecanismo divulgativo muy astuto. Lo mismo podría pasar aquí, en buenas manos.

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(esta gente se ha ganado un voto de confianza)

            La ópera siempre será la ópera. El cine no ha matado al teatro, aunque desde luego cambió las reglas del juego, igual que la radio y la televisión. El cambio, en el Arte, puede ser muy enriquecedor, porque añade, no necesariamente suprime.

            Así que denme un bello Don Giovanni y un sepulcral Comendador, una populosa ciudad oriental, repleta de sedas y máscaras, gigantes, dragones, dioses y espíritus enfrentados por el oro maldito del Rin, señores animadores. Con orquestas y voces a la altura. Y después, tras mucho ahorrar, iré a verles actuar en persona. Y será otra gran experiencia. Con una excepción: La hija de Escipión, de Johann Sebastian Mastropiero sólo puede existir en versión de Les Luthiers. Y punto.

May 16, 2013

Esos cuerdos romanos

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 4:06 pm
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            Si ustedes, como un servidor, tuvieron su primer encuentro con los romanos en los geniales comics de Astérix (y he dicho los geniales, cuando Goscinny vivía y, más importante aún, escribía), se habrán pasado unos cuantos años mirando por encima del hombro al Imperio Romano. Cada vez que alguien les mencionaba su poder militar, su habilidad ingeniera, su sagacidad política, su despiadada ambición y su cruel eficacia, ustedes, como yo, sonreían medio burlones, recordando el prodigioso espectáculo de la legión romana maniobrando contra galos, britanos, hispanos o belgas… y su última fase obligatoria, la huida en desbandada.

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            Pero, sin dejar de releer cada cierto tiempo Obélix y Compañía, La residencia de los dioses, Astérix legionario o, qué sé yo, Astérix en Córcega (para evitar herir susceptibilidades), existen otros libros que nos dan una visión de esos legionarios más histórica, muy interesante y, aunque mucho menos divertida, notablemente entretenida. Hay un montón de grandes libros sobre Roma. Hoy les voy a recomendar tres obras (una de ellas, dividida en dos volúmenes). Dos dan una visión general; la otra, se centra en un período concreto, los últimos años de la República.

            Empecemos por esta última, fue escrita por Tom Holland, escritor e historiador británico. El título: Rubicón. La obra de Holland no es perfecta, pero tiene grandes virtudes. Su estilo es pulcro, ligero, incita a seguir leyendo página tras página, algo que no ocurre, por desgracia, en muchos ensayos históricos. El lector arrogante que crea conocer a la perfección el contexto, los protagonistas y el desenlace de los violentos últimos años de la República se llevará unas cuantas sorpresas. Holland retrata con ciertos resabios literarios a César, Cicerón, Craso, Marco Antonio, Octavio y demás jugadores (sin alcanzar nunca la altura de un Stefan Zweig), no apartándose de las fuentes históricas. Hace, además, un meritorio esfuerzo para mostrar al lector lo que Unamuno llamaba la intrahistoria: el día a día de los miles de ciudadanos, patricios y plebeyos, de los extranjeros y de los esclavos que vivían (o sobrevivían) en la gran ciudad.

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            Aquí hay un defecto, pienso yo: Holland pasa de lo intrahistórico a lo personalista con demasiada brusquedad y cierta ligereza, como si temiera aburrir a su lector exponiendo la forma de vida, la cultura, el contexto, como si describir con excesivo detalle el decorado pudiera distraernos de ver la obra. Sin embargo, nunca se entiende mejor una obra que conociendo el escenario. De haberlo hecho con más mimo, el Rubicón de Holland sería el complemento perfecto a la brillante serie de la HBO.

            Holland establece paralelismos entre la situación que describe y la del mundo contemporáneo (también lo hace en su no menos recomendable Fuego persa). Esta es una vieja tentación para los historiadores, tentación que tiene su trozo de razón y de legitimidad. Pero hay que andar con mucho cuidado al hacer comparaciones entre eventos ocurridos con siglos de diferencia. No digo que no se pueda hacer, el estudio de la Historia tiene entre sus atractivos el hacernos reflexionar sobre nuestro presente y nuestro futuro; ha de hacerse, no obstante, con prudencia, una prudencia que, en ocasiones, le falta a este autor. Eso sí, nadie puede regatearle el haber escrito una obra de extensión considerable, sobre uno de los períodos más archiestudiados de Roma y haberla hecho rigurosa, entretenida y digna de lectura. Poco, no es.

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        Isaac Asimov, además de Fundaciones, robots y obras maestras de la ciencia ficción, escribió varios ensayos filosóficos, científicos e históricos. Y la gran potencia del Mediterráneo tenía que captar su atención. Por mucho que me guste Asimov, como autor de novelas o relatos y como divulgador, sus dos volúmenes La República romana y El Imperio romano forman la obra que menos me ha entusiasmado de todas las que ahora estoy comentando. Condensar de manera comprensible, coherente y sin falseamientos o simplificaciones casi dos mil años de Historia no es nada sencillo. Asimov, además, narra con cierta ironía los acontecimientos. Y su exposición de las Guerras Púnicas me parece notable. Es una buena obra introductoria, si no se ha leído uno nunca una Historia general de Roma, equilibrada y razonablemente entretenida. Pero, para mí como lector, llegó tarde. Porque había leído antes a Indro Montanelli.

            ¿Cómo iba a faltar un autor italiano? Historia de Roma. Un periodista e historiador italiano. Lectura obligatoria. Y es que Indro Montanelli no fue cualquier periodista italiano. Durante su extensa vida, en uno de los períodos más convulsos, política y socialmente de Italia (¿cuándo ha tenido Italia tiempos poco convulsos?), Montanelli se convirtió en el periodista, culto, penetrante e irónico. Pregunten a cualquier italiano, vaya. Tenía, además, una virtud que no escaseaba en su tiempo más que en cualquier otro: sabía escribir.

          Por eso su Historia de Roma, más que su algo menor Historia de los griegos, hace tanta sombra a Asimov. El italiano, elegante, sutil, ingenioso, a medias cariñoso, a medias escéptico, a medias burlón (sí, son tres medias, así de grande era el hombre), desgrana la aparición de las distintas tribus, los mitos fundacionales, la época etrusca, la monarquía, los inicios y el desarrollo de la República, su agonía, la llegada del Principado, del cristianismo, el cenit del poderío imperial, su declive, su degeneración, la lenta caída de la superpotencia, su transformación en una tetrarquía, en dos imperios, uno que aguanta aún mil años, otro que se deshace en pequeños reinos. De Rómulo, Remo, Eneas y los oscuros habitantes del Lacio y las siete colinas, a los albores de la Edad Media.

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           Se puede, si es rígido, echar en cara a Montanelli cierta debilidad por Augusto o Domiciano; que en ocasiones, sin llegar a serlo nunca, su relato flirtee con la hagiografía. Pero, por un lado, es sencillo entusiasmarse literariamente cuando se describe a gigantes; por otro, en cada frase de Montanelli hay una ironía, triste o cínica, acechando; por fin, los rígidos son malos críticos literarios.

        Montanelli, el que más de estos tres autores, hizo Literatura con su Historia. Así nos dio esta obra mestiza, ni seco trabajo académico, ni pura belleza o ingenio, a medio camino entre ambas orillas. Una obra brillante y divertida, que tiene bastante de verdad. Y que, si bien no nos quita la simpatía por los irreductibles galos, sí consigue que no podamos ya ver el SPQR como una broma. Porque detrás de ese estandarte estaba el más grandioso, cruel, eficaz y despiadado poder que había visto Europa y vería en muchos años. ¿Locos, Obélix? Quizás, más de lo que tú creías. Tan locos, que eran cuerdos. Y los cuerdos son, siempre, los humanos más temibles. ¡Ferpectamente!

May 8, 2013

La jauría y el venado

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 4:01 pm
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            La caza (Jagten), de Thomas Vintenberg, es una película volcánica. Fría, distante, tranquila en el exterior. La belleza de los paisajes daneses en invierno, la nieve que cae, la falta de música que haga resaltar los momentos cumbre, la impecable fotografía, la contenida actuación de los actores, carente de todo histrionismo… Pero, bajo esa superficie, hierve la lava. Porque es la historia de la destrucción de un inocente.

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            Los temas del falso culpable y de la muchedumbre linchadora no son nuevos, ni en el cine ni en la literatura. Hitchcock hizo de los falsos culpables una de sus marcas de la casa. Y películas como La jauría humana, Perros de paja o Dogville, entre otras, ya nos mostraron lo que puede hacer una comunidad aburrida, manipulada, mezquina o violenta con uno de sus miembros o con un extraño. Pero La caza, además de sus virtudes formales, tiene dos características notables que la hacen brillar: que el falso culpable es un personaje poderoso y que los linchadores no son lejanos. Y esto hace que la caída de Lucas sea más traumática y que las acciones de sus vecinos resulten más terribles.

            Vintenberg ha escogido una temática delicada: la pederestia. Pocos delitos provocan reacciones más viscerales. Porque los casos de pederastia suelen ir acompañados por el encubrimiento institucional, en ciertos casos (ahí están, por ejemplo, el escándalo contemporáneo de la Iglesia católica, del que ya hablamos en otra ocasión), por la intimidación psicológica de las víctimas, en muchos y, ahora, dada la reacción social de hacer oscilar el péndulo de manera completa, por la aniquilación de aquel del cual se tienen meras sospechas.

            Si uno sabe por dónde van los tiros, los primeros minutos del largometraje son de los más angustiosos. Lucas (Mads Mikkelsen, soberbio), un maestro de guardería, está logrando rehacer su vida. Reservado y bondadoso, está dejando atrás un divorcio nada amistoso, recuperando el trato habitual con un hijo que le quiere, iniciando una nueva relación, tiene un trabajo que le gusta (su reacción mesuradamente indignada ante el desprecio de su ex-mujer por su labor de profesor de guardería lo deja claro) y se siente arropado por un puñado de buenos amigos, en una comunidad pequeña y bien avenida. No es una mala vida.

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             Por eso es tan aterrador (salvo para un sádico) contemplar cómo unos hilos sutiles, casi insignificantes, se van enredando en torno a este hombre, sin que ni él ni nadie a su alrededor se dé cuenta… hasta que lo tienen atrapado. Entonces, esa leve tela de araña se convierte en una red de acero; la fantasmagoría se vuelve real, la nada se convierte en sospecha y la sospecha en una certeza tanto más inamovible por menos fundada. Se establece una presunción, la cual no se revisa porque todo cuanto sucede puede encajar perfectamente según la misma (eso es lo que hace tan peligrosas las presunciones, que la realidad, si es que puede apreciarse objetivamente, no las refuta, sólo las fortalece; porque las presunciones funcionan como las gafas del miope).

              He ahí que una vida de rectitud, de bondad, de amor por los niños, de tranquilidad se ve truncada. Porque Klara, una niña pequeña, sin malicia, quiere expresar su cariño por su profesor y éste, amablemente, mantiene de inmediato las distancias. Y la niña, sólo una noche, sólo un minuto, manifiesta su enfado, con palabras que ha oído y no comprende. Y un adulto las oye. Y el mecanismo se pone en marcha.

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            Es fácil sentir irritación contra el personaje de la directora, quien lo inicia todo. Sigue el procedimiento, pero, desde el principio, el asco hacia el supuesto crimen, mezclado por el miedo que todo cargo siente ante una posible acusación de complicidad si no se actúa tajantemente eliminan cualquier rastro de humanidad o inteligencia. Igual puede decirse de las demás maestras y de los padres. Pero eso es lo más terrible: que su reacción es entendible. Es irracional, es visceral, es cruel, pero es comprensible. Existe una mínima sospecha de que sus pequeños estén en peligro: el instinto de protección se alza y reclama la destrucción de la fuente de peligro, en este caso, un hombre. Inocente.

            En su muy recomendable libro ¿Se puede creer a un testigo? El testimonio y las trampas de la memoria (Editorial Trotta), Giuliana Mazzoni, Profesora de Psicología en la Universidad de Hull, dedica unos pasajes particularmente interesantes al testimonio de los niños, en supuestos, sobre todo, de abusos sexuales. Mazzoni es muy crítica con la forma convencional de hacer las exploraciones a los menores, en las que observa un elevado riesgo de inducir respuestas, manipulando (sin que ni interrogador ni interrogado sean conscientes de ello) los recuerdos infantiles. Recordaba bien esas críticas al ver la escena en la que un (supongo) psicólogo infantil explora a Klara. Cada pregunta que hacía ese buen hombre era un ejemplo de lo que la profesora Mazzoni denuncia. Y de una niña se pasa a varios y, finalmente, a todos: todos recuerdan que su querido profesor les ha tocado, todos dicen lo mismo, cuando es falso. Ese contagio es también algo habitual.

               De ahí que el dilema en el que se mueven los padres y maestros (o mienten los niños o miente el sospechoso) es erróneo. Porque no decir la verdad no es lo mismo que mentir. Los niños creen decir la verdad, o creen que lo creen, o creen que decir eso es lo que se espera de ellos, aun cuando no sea cierto. Lo irónico es que cuando Klara trata de exculpar a Lucas de manera reiterada, los adultos lo achacan al bloqueo de los recuerdos, un fenómeno que también es muy habitual en los supuestos de pedofilia auténtica. Por eso, la jauría que acosa a Lucas no es inhumana, ni ajena. Primero está asustada. Luego, se vuelve horrendamente mezquina.

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               El trato que Lucas recibe, si fuera culpable, sería repugnante. Siendo inocente, es demoledor. El inmenso actor que es Mikkelsen se revela en las escenas del progresivo derrumbe del maestro, silencioso, apoyado aún por su hijo y un amigo, mientras la duda ha contaminado a todos los demás. Una dignidad tan callada, tan estoica, tan resistente, sólo la había visto antes en Atticus Finch. Pero la prueba que soportaba Finch por defender a un negro en el Sur racista era menor comparada con el acoso feroz que padece el falso pederasta. Y hace más valiente su actitud, decidida, casi desesperada por no perderse a sí mismo (la vuelta al supermercado, tras la paliza, o cómo se prepara para asistir a la misa de Nochebuena) y más comprensibles sus breves arrebatos de rabia.

                No importa lo que digan los organismos oficiales, no importa que Klara lo desmienta, no importa que tiempo después todo parezca de nuevo en calma. La sentencia social ha sido dictada. Y Lucas, igual que un venado, vivirá para siempre sabiendo que el rifle del cazador le apunta. Y que un día, quizás, no fallará.

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May 6, 2013

Volvemos a las andadas

Filed under: Sin categoría — conunvasodewhisky @ 6:11 pm

Damas y caballeros, mis excusas por este largo intervalo. Les doy con gran alegría la noticia de que, desde este miércoles, volveremos a servir whisky por estos lares. Y esperemos que con periodicidad, con nuevos libracos, grandes series, películas y cosas tan graves como el lacre y el alquitrán. Sean bien venidos de nuevo. ¡Salud!

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