Intentaré no hacer más juegos de palabras culinarios. Son obvios, y nada es menos respetuoso con el Doctor Lecter que los juegos de palabras obvios. Hablemos de Hannibal, la maravillosa sorpresa que esta temporada nos ha deparado.
Cuando oí hablar del proyecto de esta serie (estaba a punto de estrenarse), tuve sentimientos contradictorios. Temía que fuera un fracaso, que no estuviera a la altura, que fuera una especie de CSI con ciertos resabios de psiquiatría y algo de Bach y gastronomía para aparentar. Porque el Doctor Lecter es el Doctor Lecter y ya habían insultado bastante al personaje en la secuela y la precuela de El silencio de los corderos; incluso Sir Anthony Hopkins daba muestras de cansancio en la bastante regular (siendo generosos) El Dragón Rojo. Por otro lado, si la cosa salía bien, saldría muy bien. Y lo ha hecho.
Bryan Fuller (del que yo había oído hablar, pero del que tengo pendiente, ahora de manera obligatoria, cuanto haya hecho antes) ha salido triunfante. Si bien las audiencias de esta serie tenebrosa y delicada no han sido apabullantes, los productores de la NBC han decidido, por fortuna, darle una segunda temporada. Porque Hannibal da empaque a la cadena. Su presencia con sus trajes impecables (alguna corbata no me gusta, pero sólo alguna), sus modales corteses, sus ojos apagados hace más por el prestigio de esta cadena que el resto de su programación juntas.
La serie descansa sobre tres pilares: Will Graham, Hannibal Lecter y su relación. Los casos son meras excusas (aun cuando interesantes e inquietantes) para ahondar en estos personajes y en su peculiar alianza.
Will Graham no es un desconocido para quien haya leído las novelas de Thomas Harris o visto bien la espantosa Manhunter (sí, guión y dirección de Michael Mann; espantosa), bien la ya citada El Dragón Rojo. Hugh Dancy hace un trabajo mucho mejor que William Petersen o Edward Norton. Este profesor de psicología criminal metido a colaborador del FBI es en manos de Fuller y Dancy una de las criaturas más torturadas que haya visto en la televisión. Tortura mental, tortura vital, tortura casi espiritual. Su cerebro, capaz de empatizar de manera extraordinaria, le permite ponerse, de manera casi literal, en el lugar de los asesinos en serie que el FBI caza. Pero esto, tan útil a Jack Crawford y su equipo de Ciencias de la Conducta, cobra un altísimo peaje a Graham.
En los primeros capítulos de la serie, los más procedimentales, Will era un tanto cargante. Jadeaba y descomponía la cara ante las masacres que investigaba, pero poco más había en él que nos llamara la atención. No obstante, se vuelve alguien mucho más interesante al breve rato. Cuando empieza su auténtica lucha, contra sí mismo, contra su terror a estar tan enfermo mentalmente como aquellos a quienes persigue, su frustración al verse obligado a vivir como un ermitaño (rodeado solo de leales perros callejeros, a quienes recoge y cuida) para no sufrir la presión constante de la sociedad, su cansancio vital. Las pesadillas y alucinaciones de Will son de las mejores que yo haya visto nunca, en televisión o en el cine: son lo que deben ser, angustiosas para el personaje y para el espectador que empatice con él. Dancy, sobre todo en los capítulos de la segunda mitad, clava la desorientación, el miedo y la rabia de Graham.
He leído críticas acerbas contra la forma en que se presenta la habilidad de Will; hay quien la tilda de “superpoder” que resta verosimilitud a la serie. No estoy de acuerdo. Ignoro si en realidad la afección de Will tiene los efectos prácticos que se muestran, pero me parece una inteligente forma de presentarla en pantalla. El silencio que envuelve a Will, el tiempo que da marcha atrás, ese péndulo amarillo que a ratos me parece un escalpelo, colocarle a él, mientras medita en voz alta, realizando los actos del asesino son licencias artísticas perfectamente legítimas. Y, además, funciona.
Ahora vamos con él. Con Hannibal. Con el Doctor Lecter, psiquiatra de reconocido prestigio en Baltimore, Maryland (inciso: siempre me ha parecido gracioso que Lecter viva en la misma ciudad que MacNulty, Stringer, Bunk, Omar, Freamon, Carcetti y el resto de gentes de The Wire). Aquí es obligatorio para mí hacer un desagravio.
Vi El silencio de los corderos por vez primera en un cumpleaños ya lejano. Fue uno de los mejores regalos de cumpleaños de mi vida. Luego, cuando pude verla en versión original, me pareció aún mejor (porque era, de una vez, la auténtica película). Anthony Hopkins se llevó el Oscar a Mejor Actor con todo merecimiento. Su Lecter es magistral. Punto. No hay discusión posible.
Mads Mikkelsen hace un Lecter magistral. Punto. No hay discusión posible. Otro Lecter. Un Lecter antes de ser descubierto. Físicamente, un Lecter muy distinto al de Hopkins. No mejor. Ciertamente, no peor. Ver a Mikkelsen en Hannibal después de verlo en La caza es toda una revelación: este hombre es un genio. Y Fuller le da todas las herramientas para que, junto a su talento, dé vida a su versión del psicópata entre los psicópatas. ¡Qué trajes! ¡Qué despacho! ¡Qué abrigos! ¡Qué comedor! ¡Qué cocina! ¡Qué cenas, comidas y desayunos!
Lecter va creciendo en la serie. Como espectadores, sabemos del personaje mucho más que los demás personajes. La serie juega inteligentemente con ello, dando lugar a equívocos y a perversas bromas, sin insistir en ello demasiado. El carisma negativo de Lecter es inmenso y aun el espectador más renuente acaba fascinado por el buen doctor. Brillante, despiadado, manipulador y cauto, uno de los grandes méritos de esta serie es que, como apuntó muy bien Alan Sepinwall, sea un villano enorme, sin que Crawford y su equipo de especialistas nos parezcan idiotas por no darse cuenta. Si nunca hubiéramos oído hablar de Hannibal Lecter y se nos hurtaran las escenas donde le vemos buscando el plato del día siguiente, tampoco nosotros sospecharíamos nada y veríamos a Will como un candidato mucho más probable e interesante para ser el asesino en serie cuyas acciones forman uno de los arcos argumentales. Pero sabemos quién es. Y estamos encantados.
Lecter y Graham. Colaboradores. Psiquiatra y paciente. Y según Lecter dice a su propia psiquiatra (Gillian Anderson, ¡qué resurrección la suya estos años!), amigos. ¿Amigos? ¿Un psicópata sin empatía amigo de un hombre agobiado por su exceso de empatía? ¿Miente Lecter o dice medias verdades? Existen momentos en que da la impresión de que a Hannibal le dolería perder a Will. ¿Porque perdería a un amigo o a un interesante caso de estudio, alguien fascinante para diseccionar, analizar, un sujeto de notables experimentos psicológicos? ¿Hay diferencia, realmente? Lecter no es sincero con Will, lo usa para sus propósitos y lo hace bailar elegantemente a su son. Pero todo ello no es incompatible con el aprecio intelectual que sí parece realmente sentir por ese atribulado joven. Aprecio que, desde luego, no impide torturarle, con la curiosidad del entomólogo.
El diablo está en los detalles. Esta serie los cuida. La fotografía es impecable, con un hábil uso del color y las tonalidades, que le da, igual que a otras grandes series (pienso, por ejemplo, en Breaking Bad) un aire distintivo. Del mismo modo, las ironías y los guiños son constantes. Los culinarios títulos de los capítulos, la bella música que Lecter escucha siempre (no falta el principio de las Variaciones Goldberg, la pieza musical asociada por excelencia con el Caníbal), sus dibujos, las bromas crueles que gasta a sus invitados a cenar.
Me encantan también los distintos homenajes a El silencio de los corderos. Hannibal invita a cenar al insufrible Doctor Chilton, el mismo al que hace referencia en esa inolvidable conversación telefónica con Clarice Starling (“I´m having an old friend for dinner”). La Doctora Amanda Bloom recorre para encontrarse con el Doctor Gideon el mismo pasillo del manicomio que Starling recorrerá años después. Will Graham registra el taller subterráneo de un asesino melómano, de una manera muy similar a Clarice en el laberinto donde Buffalo Bill tejía su traje. Y aún más mórbido es esa alter ego de Starling, Miriam Lass la pupila de Crawford que se acercó demasiado a la verdad.
Si acaso son Crawford y su equipo el punto débil. Laurence Fishburne hace un trabaja sólido (yo sigo prefiriendo a Scott Glenn) y se apunta cierta personalidad en alguno de sus colaboradores. Pero ni están del todo desarrollados aún, ni la historia de Crawford y su esposa ha sido satisfactoria. Claro que hay una segunda temporada, al menos, así que aún podemos esperar que Lecter encuentre un juguete entretenido en ello.
La violencia es explícita, en ocasiones, pero nunca gratuita o cuasi pornográfica. Me parece mucho más cruel, más violento y más delicioso ver a Lecter preparando con mimo una cena muy especial para varios comensales, eligiendo con cuidado los ingredientes (¡qué tarjetas de recetario!), que todos los crímenes de los diferentes asesinos. Y es en los momentos de terror psicológico (el brillante episodio Buffet Froid, por ejemplo) donde más fulgura esta serie.
Hay que estar atentos. Esperemos que este sea el primero de muchos banquetes en casa del Doctor Lecter. Porque sus platos están lejos de cansarnos. Buen provecho. Y ustedes perdonen.