Con un vaso de whisky

junio 22, 2013

Bienvenidos al festín

Filed under: Sin categoría — conunvasodewhisky @ 7:31 pm
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            Intentaré no hacer más juegos de palabras culinarios. Son obvios, y nada es menos respetuoso con el Doctor Lecter que los juegos de palabras obvios. Hablemos de Hannibal, la maravillosa sorpresa que esta temporada nos ha deparado.

            Cuando oí hablar del proyecto de esta serie (estaba a punto de estrenarse), tuve sentimientos contradictorios. Temía que fuera un fracaso, que no estuviera a la altura, que fuera una especie de CSI con ciertos resabios de psiquiatría y algo de Bach y gastronomía para aparentar. Porque el Doctor Lecter es el Doctor Lecter y ya habían insultado bastante al personaje en la secuela y la precuela de El silencio de los corderos; incluso Sir Anthony Hopkins daba muestras de cansancio en la bastante regular (siendo generosos) El Dragón Rojo. Por otro lado, si la cosa salía bien, saldría muy bien. Y lo ha hecho.

            Bryan Fuller (del que yo había oído hablar, pero del que tengo pendiente, ahora de manera obligatoria, cuanto haya hecho antes) ha salido triunfante. Si bien las audiencias de esta serie tenebrosa y delicada no han sido apabullantes, los productores de la NBC han decidido, por fortuna, darle una segunda temporada. Porque Hannibal da empaque a la cadena. Su presencia con sus trajes impecables (alguna corbata no me gusta, pero sólo alguna), sus modales corteses, sus ojos apagados hace más por el prestigio de esta cadena que el resto de su programación juntas.

            La serie descansa sobre tres pilares: Will Graham, Hannibal Lecter y su relación. Los casos son meras excusas (aun cuando interesantes e inquietantes) para ahondar en estos personajes y en su peculiar alianza.

            Will Graham no es un desconocido para quien haya leído las novelas de Thomas Harris o visto bien la espantosa Manhunter (sí, guión y dirección de Michael Mann; espantosa), bien la ya citada El Dragón Rojo. Hugh Dancy hace un trabajo mucho mejor que William Petersen o Edward Norton. Este profesor de psicología criminal metido a colaborador del FBI es en manos de Fuller y Dancy una de las criaturas más torturadas que haya visto en la televisión. Tortura mental, tortura vital, tortura casi espiritual. Su cerebro, capaz de empatizar de manera extraordinaria, le permite ponerse, de manera casi literal, en el lugar de los asesinos en serie que el FBI caza. Pero esto, tan útil a Jack Crawford y su equipo de Ciencias de la Conducta, cobra un altísimo peaje a Graham.

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            En los primeros capítulos de la serie, los más procedimentales, Will era un tanto cargante. Jadeaba y descomponía la cara ante las masacres que investigaba, pero poco más había en él que nos llamara la atención. No obstante, se vuelve alguien mucho más interesante al breve rato. Cuando empieza su auténtica lucha, contra sí mismo, contra su terror a estar tan enfermo mentalmente como aquellos a quienes persigue, su frustración al verse obligado a vivir como un ermitaño (rodeado solo de leales perros callejeros, a quienes recoge y cuida) para no sufrir la presión constante de la sociedad, su cansancio vital. Las pesadillas y alucinaciones de Will son de las mejores que yo haya visto nunca, en televisión o en el cine: son lo que deben ser, angustiosas para el personaje y para el espectador que empatice con él. Dancy, sobre todo en los capítulos de la segunda mitad, clava la desorientación, el miedo y la rabia de Graham.

            He leído críticas acerbas contra la forma en que se presenta la habilidad de Will; hay quien la tilda de “superpoder” que resta verosimilitud a la serie. No estoy de acuerdo. Ignoro si en realidad la afección de Will tiene los efectos prácticos que se muestran, pero me parece una inteligente forma de presentarla en pantalla. El silencio que envuelve a Will, el tiempo que da marcha atrás, ese péndulo amarillo que a ratos me parece un escalpelo, colocarle a él, mientras medita en voz alta, realizando los actos del asesino son licencias artísticas perfectamente legítimas. Y, además, funciona.

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            Ahora vamos con él. Con Hannibal. Con el Doctor Lecter, psiquiatra de reconocido prestigio en Baltimore, Maryland (inciso: siempre me ha parecido gracioso que Lecter viva en la misma ciudad que MacNulty, Stringer, Bunk, Omar, Freamon, Carcetti y el resto de gentes de The Wire). Aquí es obligatorio para mí hacer un desagravio.

            Vi El silencio de los corderos por vez primera en un cumpleaños ya lejano. Fue uno de los mejores regalos de cumpleaños de mi vida. Luego, cuando pude verla en versión original, me pareció aún mejor (porque era, de una vez, la auténtica película). Anthony Hopkins se llevó el Oscar a Mejor Actor con todo merecimiento. Su Lecter es magistral. Punto. No hay discusión posible.

            Mads Mikkelsen hace un Lecter magistral. Punto. No hay discusión posible. Otro Lecter. Un Lecter antes de ser descubierto. Físicamente, un Lecter muy distinto al de Hopkins. No mejor. Ciertamente, no peor. Ver a Mikkelsen en Hannibal después de verlo en La caza es toda una revelación: este hombre es un genio. Y Fuller le da todas las herramientas para que, junto a su talento, dé vida a su versión del psicópata entre los psicópatas. ¡Qué trajes! ¡Qué despacho! ¡Qué abrigos! ¡Qué comedor! ¡Qué cocina! ¡Qué cenas, comidas y desayunos!

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            Lecter va creciendo en la serie. Como espectadores, sabemos del personaje mucho más que los demás personajes. La serie juega inteligentemente con ello, dando lugar a equívocos y a perversas bromas, sin insistir en ello demasiado. El carisma negativo de Lecter es inmenso y aun el espectador más renuente acaba fascinado por el buen doctor. Brillante, despiadado, manipulador y cauto, uno de los grandes méritos de esta serie es que, como apuntó muy bien Alan Sepinwall, sea un villano enorme, sin que Crawford y su equipo de especialistas nos parezcan idiotas por no darse cuenta. Si nunca hubiéramos oído hablar de Hannibal Lecter y se nos hurtaran las escenas donde le vemos buscando el plato del día siguiente, tampoco nosotros sospecharíamos nada y veríamos a Will como un candidato mucho más probable e interesante para ser el asesino en serie cuyas acciones forman uno de los arcos argumentales. Pero sabemos quién es. Y estamos encantados.

            Lecter y Graham. Colaboradores. Psiquiatra y paciente. Y según Lecter dice a su propia psiquiatra (Gillian Anderson, ¡qué resurrección la suya estos años!), amigos. ¿Amigos? ¿Un psicópata sin empatía amigo de un hombre agobiado por su exceso de empatía? ¿Miente Lecter o dice medias verdades? Existen momentos en que da la impresión de que a Hannibal le dolería perder a Will. ¿Porque perdería a un amigo o a un interesante caso de estudio, alguien fascinante para diseccionar, analizar, un sujeto de notables experimentos psicológicos? ¿Hay diferencia, realmente? Lecter no es sincero con Will, lo usa para sus propósitos y lo hace bailar elegantemente a su son. Pero todo ello no es incompatible con el aprecio intelectual que sí parece realmente sentir por ese atribulado joven. Aprecio que, desde luego, no impide torturarle, con la curiosidad del entomólogo.

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            El diablo está en los detalles. Esta serie los cuida. La fotografía es impecable, con un hábil uso del color y las tonalidades, que le da, igual que a otras grandes series (pienso, por ejemplo, en Breaking Bad) un aire distintivo. Del mismo modo, las ironías y los guiños son constantes. Los culinarios títulos de los capítulos, la bella música que Lecter escucha siempre (no falta el principio de las Variaciones Goldberg, la pieza musical asociada por excelencia con el Caníbal), sus dibujos, las bromas crueles que gasta a sus invitados a cenar.

            Me encantan también los distintos homenajes a El silencio de los corderos. Hannibal invita a cenar al insufrible Doctor Chilton, el mismo al que hace referencia en esa inolvidable conversación telefónica con Clarice Starling (“I´m having an old friend for dinner”). La Doctora Amanda Bloom recorre para encontrarse con el Doctor Gideon el mismo pasillo del manicomio que Starling recorrerá años después. Will Graham registra el taller subterráneo de un asesino melómano, de una manera muy similar a Clarice en el laberinto donde Buffalo Bill tejía su traje. Y aún más mórbido es esa alter ego de Starling, Miriam Lass la pupila de Crawford que se acercó demasiado a la verdad.

            Si acaso son Crawford y su equipo el punto débil. Laurence Fishburne hace un trabaja sólido (yo sigo prefiriendo a Scott Glenn) y se apunta cierta personalidad en alguno de sus colaboradores. Pero ni están del todo desarrollados aún, ni la historia de Crawford y su esposa ha sido satisfactoria. Claro que hay una segunda temporada, al menos, así que aún podemos esperar que Lecter encuentre un juguete entretenido en ello.

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            La violencia es explícita, en ocasiones, pero nunca gratuita o cuasi pornográfica. Me parece mucho más cruel, más violento y más delicioso ver a Lecter preparando con mimo una cena muy especial para varios comensales, eligiendo con cuidado los ingredientes (¡qué tarjetas de recetario!), que todos los crímenes de los diferentes asesinos. Y es en los momentos de terror psicológico (el brillante episodio Buffet Froid, por ejemplo) donde más fulgura esta serie.

            Hay que estar atentos. Esperemos que este sea el primero de muchos banquetes en casa del Doctor Lecter. Porque sus platos están lejos de cansarnos. Buen provecho. Y ustedes perdonen.

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junio 5, 2013

El Gran Juicio

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 6:41 pm
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            Stanley Kramer no es uno de los grandes artistas del cine. Pero sí uno de los grandes artesanos. Director competente y concienzudo, tiene en su haber, al menos, tres películas que me veo del tirón de tanto en tanto. En las tres actúa Spencer Tracy (es un aliciente mayúsculo), dos de ellas son muy conocidas y a la tercera, injustamente olvidada, vamos a darle un pequeño repaso. Las conocidas, para no dejar nada pendiente son Judgment at Nuremberg (tontamente titulada en España como “Vencedores o vencidos”) y Adivina quién viene esta noche (la última película de Mr. Tracy, junto a Katharine Hepburn).

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            Inherit the wind (“La herencia del viento”) toma su título del Libro de los Proverbios: El que perturba su casa, sólo heredará el viento, y el insensato, será esclavo del sabio de corazón (Proverbios, 11, 29); adapta una obra de teatro escrita por Jeremy Lawrence y Robert E. Lee, y está basada en uno de los grandes juicios de Norteamérica, del que cambia ciertos detalles. Este caso, el llamado “juicio del mono”, tuvo lugar en 1925, en Dayton, Tenesse. Un profesor de ciencias, John Thomas Scope, fue juzgado por enseñar la teoría de la evolución de Darwin; su defensa corrió a cargo de Clarence Darrow (Harry Drummond en la película, interpretado por Spencer Tracy), mientras William Jennings Bryan (Matthew Harrison Brady en la obra, interpretado por Fredric March) llevaba la acusación. Darrow fue uno de los grandes abogados defensores de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos; Bryan, miembro del Partido Demócrata y Secretario de Estado bajo el Presidente Wilson, era un reconocido orador y político, hasta este juicio, que le hizo perder buena parte de su prestigio.

            La película, muy bien rodada, saca lo mejor de la obra. Porque la misma obra, en manos de un director incompetente y unos actores mediocres, hubiera sido un bodrio de sobremesa, uno de esos telefilmes infames que uno aún se traga a veces, sin saber cómo ha pasado (tienen algo hipnótico, de malos que son). Pero, como digo, había un buen director y grandes actores, y, en especial, tres que hacen de vértices: Tracy, March y Gene Kelly.

            El tema de la obra no es el de ciencia enfrentada a religión, en mi opinión. Sobre este tema ya se celebró un fascinante proceso en Springfield, estando acusada Lisa Simpson y dictando una excelente sentencia el juez Snider. No, el caso es de mayor calado. Es el mismo que enfrentó, de manera aún más terrible, a Castelio contra Calvino, ambos hombres de indudable fe religiosa. Es el Gran Juicio: el enfrentamiento entre el respeto a la libertad de pensamiento, de palabra y de enseñanza, frente al autoritarismo dogmático que ve su posición como la única verdadera, cierta, justa y respetable y persigue como criminales todas las demás. Los créditos iniciales de la película, con el himno protestante “Give me that old time religion”, nos prepara para la batalla:

            La religión no es el adversario en esta obra. El fanatismo lo es. Ciertamente, el fanatismo religioso es uno de los más despreciables, peligrosos y cansinos que hay. Y cuando ahoga a la ciencia, pocas fuerzas existen más nefastas. Ahora bien, muchos de los alegatos de Drummond podrían emplearse para defender cualquier idea, mejor dicho, la idea de que cada individuo tiene el derecho inalienable de pensar por su cuenta y que no hay ley que deba atreverse a condenarle por ello. Tesis ésta que cuenta siempre con muchos defensores acérrimos, menos cuando el pensamiento del individuo acusado es poco popular. Y conste también que no soy un seguidor del mantra “toda opinión es respetable”. Entre respetar y meter en la cárcel hay un trecho.

            Teniendo en cuenta que Drummond defiende al profesor, que defiende la libertad de pensamiento y que el actor es Spencer Tracy, las simpatías del público (al menos de buena parte) están claramente de su lado. Lo sencillo hubiera sido pintar a su adversario, Brady, como un fanático caricaturesco y odioso. Pero la obra y la película son más inteligentes que eso. A su llegada al pueblo donde se celebrará el juicio es saludado como uno de los campeones de la alfabetización en Estados Unidos y como el gran promotor del sufragio femenino; más adelante se nos dice que si Brady perdió las elecciones presidenciales fue, en parte al menos, por negarse a pactos que iban en contra de sus principios. No, no será un cualquiera o un hipócrita contra el que tenga que luchar Drummond. March hace un digno trabajo: tiene que interpretar a un gigante en plena decadencia. La época grande de Brady ya pasó, pero, por patético que resulte en ocasiones, hay aún claros rasgos de su antiguo poderío, del hombre al que Drummond admiró y ayudó.

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            Porque, para sorpresa de muchos, Brady y Drummond son viejos conocidos y, en su día, fueron amigos íntimos. Desde la llegada de ambos, hay una constante comparación entre ambos, recalcando sus diferencias, personales y sociales, de mil maneras. Brady llega en coche descubierto, junto a su esposa, como un triunfador, rodeado de cánticos, pancartas y banderas. Drummond, en un destartalado autobús, solo, siendo recibido únicamente por el periodista Hornbeck (del que luego nos ocuparemos). Brady se da comilonas permanentes, Drummond come y bebe con austeridad. Brady va siempre bien vestido, aun cuando, a medida que la obra avanza, la tensión y el calor hacen mella en su vestimenta y en sus modales, mientras Drummond anda desaliñado, despeinado y con una chaqueta infame. Brady da entrevistas, acude a asambleas civiles y religiosas, pronuncia comunicados con voz sonora, Drummond calla, mantiene su silencio hasta el día del juicio. Con bastante ironía, Drummond, al enterarse de que el Gobernador ha nombrado a Brady coronel honorario, reclama que se mantenga la igualdad entre las partes; el juez y el alcalde, dos alfeñiques, se apresuran a nombrarle coronel honorario temporal, para burlón regocijo del abogado.

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            Estos dos rivales se enfrentan sin pedir cuartel. Brady tiene a su favor a la opinión pública del pueblo, creyente ciega y fanática. Tiene a su favor, en principio, a las fuerzas fácticas. Tiene a su favor a la Ley y al juez. Drummond tiene a su favor una mayor habilidad dialéctica y a una gran capacidad de argumentación lógica. Los diferentes interrogatorios son buena prueba. El momento culmen es aquel en que Brady acepta subir al estrado y, Biblia en una mano y lógica en otra, Drummond toma al asalto sus posiciones, obligándole a refugiarse en aseveraciones trilladas, inconsistentes e incluso contradictorias, aplastado por las palabras de su inquisidor: “La Biblia es un libro, y es un buen libro, pero no es el único libro.” La fe de Brady es propia de todo dogmático, inmadura, nunca sometida a la duda. Y, como todo lo inmaduro, todo lo rígido, es tan dura como frágil. Veamos dos embates de Drummond:

            Pero Brady, incluso en sus momentos más bajos, no se nos presenta nunca como odioso. Drummond le acosa en el acto del juicio y se indigna ante algunas de sus afirmaciones y acusaciones, ya sean insultantes para los ateos, a los que tacha de personas sin código moral, ya sean contra los científicos. Sin embargo, al final, siempre es una mirada profundamente triste la que le dirige, igual que su leal y digna esposa, por la que Drummond siente una más que evidente, aun cuando muy caballerosa, debilidad. Y, tras la fenomenal paliza que recibe en el estrado, Brady, perdido, puede inspirar lástima, un hombre honesto, convencido de su verdad, de la importancia de ella, que se siente demasiado débil y ridículo para su misión.

            Y es que en esto no hay diferencia entre Brady y Drummond. Irreconciliables enemigos en el mundo de las ideas, ambos son igualmente honrados. Son otros los hipócritas: el juez, el alcalde, los empresarios, que primero recibieron a Brady como un cruzado, que han oteado por dónde sopla el viento más allá de su minúscula ciudad y que, en el último momento, hacen un cambalache bastante torpe: un veredicto de culpabilidad, pero una pena ridícula, una multa de unos cuantos dólares. Drummond y Brady, cada cual por motivos diferentes, están asqueados. El primero rechaza el veredicto; el segundo, la pena. Ambos tienen razón. Ambos son coherentes. Pero la coherencia tiene para las fuerzas vivas tan poca importancia como la sutileza.

            Entre estos duelistas de ideas puras hay un tercero en discordia, un arlequín malicioso, cínico y sonriente. E.K. Hornbeck es uno de los hallazgos de la obra. Kramer tuvo que convencer a Genen Kelly diciéndole que ya tenía a Tracy y a March a bordo para que aceptara el papel, cuando aún no era así. Me extrañé al leerlo. Suponía que un papel sin canciones, ni bailes y bastante turbio sería un agradecido cambio de aires para el señor Kelly.

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            Drummond y Brady creen cada uno en sus ideas. Hornbeck, siempre con un sarcasmo en la lengua, es el descreído; es un soplo de aire viciado entra tanta altura y tanta profundidad. Desprecia con toda la intensidad de un urbanita culto a las masas borreguiles y detesta a Brady, a quien ridiculiza de manera constante. Brady está indefenso ante los dardos de Honrbeck, porque es un dogmático sin sentido del humor. Pero, aunque toma partido en sus artículos por el profesor, y su periódico paga la defensa que lleva a cargo Drummond, tampoco es bien recibido por ellos. En otra conversación nocturna, el periodista deja claro su desdén sardónico por la especie humana entera, contra el humanismo bronco del letrado.

           Es corrosivo con todos, hasta conseguir que el abogado, harto ya, le dirija su más duro rapapolvo (y no es que haya lanzado pocos): You poor slob! You’re all alone. When you go to your grave, there won’t be anybody to pull the grass up over your head. Nobody to mourn you. Nobody to give a damn. You’re all alone. Cuando Tracy le dirige estas palabras es la única ocasión en que Kelly cambia la expresión de su rostro: no hay ya sombra de ironía, su sonrisa se ha desvanecido, sus ojos están vacíos, y siempre tengo la impresión de que Hornbeck va a quitarse al fin la máscara y dejarnos ver su sombrío interior. Pero, en parte es una suerte, se la vuelve a colocar con endiablada rapidez, sonríe, para descanso de todos los que, en vez de una revelación nihilista se temían una conversión a la bondad, y da su última y afilada réplica: You’re wrong, Henry. You’ll be there. You’re the type. Who else would defend my right to be lonely?

            Bien escrita, bien dirigida, bien interpretada, sin maniqueismos, pero con un evidente mensaje, esta película da para un par de vasos de whisky, una buena charla tras ella y no poco que pensar. Nos da a elegir entre un inquisidor honrado, un solitario defensor de causas perdidas y un glacial bufón sonriente. Ustedes verán.

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