Con un vaso de whisky

junio 25, 2017

La caída de la Casa McGill

   Un hombre tenía dos hijos, decía cuando escribí sobre las dos primeras temporadas de “Better call Saul”, pero en este mundo es imposible el regreso a la casa del padre. La lucha que en la segunda temporada ya había comenzado ha culminado con plena crudeza. Ya la casa de los McGill, como toda casa enfrentada, ha sucumbido. Ni el hermano mayor, el cumplidor, honrado, severo, inflexible hermano mayor, ni el hermano menor, el hábil, experto en atajos, compasivo, escurridizo hermano menor han salido indemnes de la lucha. Ni victoriosos.

   “Better call Saul”, se ha dicho por críticos de respeto, yo me limité a repetirlo, era en las temporadas anteriores una especie de serie bifurcada: por un lado, la historia de Mike, por otro, la de Jimmy. Las interacciones entre el ex policía y el abogado daban cierta unidad a la serie, que terminaba de cohesionar el conocimiento que tenía el espectador del universo donde se desarrollaba y del destino de los personajes (al menos, de parte de ellos). En esta tercera temporada, se puede defender que la estructura es similar; sin embrago, la historia de Mike sufre ella misma bifurcciones, subdivisiones. Con lo que una de las historias que conformaban el delicado equilibrio de la serie se transforma en un ramillete coral, con varias tramas entrelazadas, mientras la otra sigue su camino, aparentemente cada vez más desconectada de la otra. Los platillos de la balanza se han desequilibrado bastante esta tercera temporada. Ello no ha afectado a la calidad de este spin-off excepcional, aunque admito que mi sensación de estar viendo dos, en vez de uno sólo, ha sido más intensa este año.

Bob Odenkirk as Jimmy McGill – Better Call Saul _ Season 3, Episode 6 – Photo Credit: Michele K. Short/AMC/Sony Pictures Television

    Habíamos dejado a Mike en su guerra particular contra el clan Salamanca, detenido el dedo en el gatillo, casi literalmente, por una escueta nota. Todos intuíamos quién estaba detrás de esa nota y todos esperábamos que su autor apareciera esta temporada. Y lo hizo, pero el ritmo pausado que Gilligan y Gould y los demás escritores han impuesto a la serie, hizo que se demorara. No me quejo; este ritmo pausado es una de las virtudes de la serie: le da una potencia de fuerza de la naturaleza, como una erupción volcánica, que tarda en gestarse, pero que no puede detenerse una vez comienza y que tiene consecuencias irreversibles.

   He leído alguna queja sobre las secuencias prácticamente mudas de Mike: desmontando meticulosamente su coche; vigilando, mientras come pistachos, en mitad de la noche; registrando el desierto, en busca del cadáver de la desdichada víctima de don Héctor y los suyos. A mí me parecen secuencias brillantes. Mike es un individuo cauto, solitario y silencioso. Es lógico que sus escenas en solitario sean cautas y silenciosas. Jonathan Banks sigue siendo capaz de darnos el equivalente a un soliloquio interno sólo con mover el mentón y no tendría mucho sentido verle soltando parrafadas o diálogos interminables.

   Lo que sí tiene sentido es que, siendo Mike y su historia la más relacionada (por ahora) con el mundo criminal en el que vimos zambullirse a Walter White, Mike se relacione cada vez más con los habitantes de ese mundo. La historia de Mike tiene que acomodar dentro de su espacio a la historia de Nacho y, también, al Hombre Pollo. Esto implica algún sacrificio: las secuencias familiares de Mike, donde se ve su lado más bondadoso, las que nos dan el porqué de sus acciones turbias (el Bien como un posible origen del Mal, uno de los interrogantes de “Breaking Bad”) han sido reducidas drásticamente. No eliminadas, empero, y han dado pie a alardes cinematográficos (la secuencia circular del grupo de duelo, donde sólo al final se nos desvela la presencia de Mike, escuchando a la viuda de su hijo, es particularmente brillante); reducidas, no obstante, a una mínima parte de lo que habían sido.

   En compensación, Nacho ha retomado protagonismo. Aunque sea un personaje que me importa más bien poco, todas sus escenas y secuencias van del notable al sobresaliente: sean sus diálogos con Mike, sea su relación con su padre (qué escena, esa charla nocturna, en la que el hijo trata de salvar a su padre, sin poder decirle parte de la verdad, mientras el padre, al que se ha descubierto toda la verdad que le hace falta, es aplastado por la decepción y la tristeza), sea el desarrollo de su plan para eliminar a Héctor Salamanca. Las secuencias en el café donde Nacho hace las veces de cobrador, casi mudas, son otro ejemplo de cómo se pueden usar las armas del cine o la televisión para desvelar o confirmar la psicología de los personajes apenas sin palabras. O cómo crear una tensión casi insoportable: Nacho dándole el cambiazo al viejo Salamanca con las pastillas me tuvo en el borde del sofá con la espalda como una tabla, igual que cuando Walter trataba de hacer volar a Gus por los aires en el aparcamiento.

   Y Gus, efectivamente, ha regresado. Mike ha seguido el rastro y ha encontrado a la araña. Claro que porque la araña tenía curiosidad por ver hasta dónde era capaz de llegar este viejo perro y hasta qué punto le podría ser útil. Muy útil, ha concluido.

   Como ya he dicho, la aparición de Fring no ha pillado a nadie por sorpresa. Pero que levante la mano el que no haya sentido un estremecimiento de placer al desvelarse el emblema de los Pollos Hermanos. ¡Y qué entrada, la de Gustavo! ¡Eso es conocer a un personaje! Nada de fanfarrias, nada de espectáculo! Una figura borrosa está barriendo el suelo al fondo del restaurante. Pero lleva esa camisa amarilla, esa corbata negra, tiene esa complexión… y es él, en efecto, con una escoba en la mano, el humildísimo gerente de la franquicia de pollerías. V.M. Varga, el pérfido villano de la tercera temporada de “Fargo” no podría menos que respetar a otra mente maestra criminal con vocación por la invisibilidad.

   Gus trajo consigo que el velo sobre el cartel, que ya se había levantado en parte la segunda temporada, quedase corrido del todo. Incluso pudimos ver de nuevo a la cima de la pirámide, don Eladio, amenazador sin dejar de reír. La lucha de poder entre el cartel no ocupó mucho tiempo (no lo había), pero la maestría de los guiones quedó de nuevo demostrada al hilar los mismos perfectamente la conspiración particular de Nacho, la guerra de Mike y su progresivo reclutamiento por Gus (ese apretón de manos; qué inteligencia, la de Fring: “Nunca robaría de su familia”, con ecos de su primitiva seducción de Walter) y la forja por éste de su imperio, con el grupo Madrigal de nuevo entre sus aliados o peones.

Giancarlo Esposito as Gustavo «Gus» Fring – Better Call Saul _ Season 3, Episode 4 – Photo Credit: Michele K. Short/AMC/Sony Pictures Television

    La vida de Mike está ahora mucho más poblada de criaturas turbias y siniestras. Para nosotros, eso son buenas noticias.

   ¿Qué hay de la vida de Jimmy? Jimmy ha tenido muy poco contacto con Mike. En una ocasión, Mike le tuvo que pedir, rechinando los dientes, ayuda. En otra, fue Jimmy quien recurrió a Mike. Fuera de ese toma y daca, han sido dos extraños. Mike tenía bastante en su plato. Jimmy, aún más.

   Igual que en los años anteriores, por muy entretenida y hábil que fuera la parte de la serie dedicada a narcotraficantes, el peso auténtico está en la consagrada a Jimmy, Kim y Chuck. Los, para mí, dos mejores capítulos de la temporada (el quinto y el décimo) están libres de toda referencia a Mike, Gus o los Salamanca. Sólo los hermanos McGill.

Bob Odenkirk as Jimmy McGill – Better Call Saul _ Season 3, Gallery – Photo Credit: Michele K. Short/AMC/Sony Pictures Television

   Los primeros cinco capítulos cubren la batalla entre Chuck y Jimmy. Chuck, tan reverente con las leyes, las ha, por lo menos, doblado, al grabar a Jimmy sin su consentimiento. No puede usar ese arma ante un tribunal. No puede hacerla pública. Pero puede usarla de un modo más insidioso. Los que siempre han visto a Jimmy como más astuto que su hermano se habrán replanteado su posición: Chuck conoce bien a su hermano pequeño. Sabe que es de mente ágil, un improvisador casi genial, pero que carece de su sangre fría, de su paciencia reptiliana. Sabe, he aquí lo terrible, lo mucho que Jimmy le admira y le quiere, lo mucho que esta traición le dolerá, la desesperación a la que le arrastrará (por miedo profesional y, sobre todo, por angustia personal). Y Jimmy, efectivamente, no es capaz de seguir los calmados consejos de Kim. Y cae en la trampa de Chuck.

   Ah, no obstante, Chuck sólo es capaz de esta forma de pensar digna de un estafador como excepción. Una vez ha dado fruto su plan, se repliega al mundo que mejor conoce, donde se sabe imbatible: el de las leyes. Tiene las pruebas y se mete a la fiscal especial en el bolsillo sin dificultades. Fuerza un acuerdo lo más humillante y destructivo posible para su hermano. Esta vez, está decidido a destruir a Jimmy McGill, Esquire, y devolverlo al cuarto para el correo del que nunca debió salir.

   Chuck está seguro de su victoria y este orgullo, que le ciega, le pierde. Porque si Jimmy ha aprendido algo en su vida es a salir de situaciones comprometidas. Arrinconado, ante un adversario al que siempre ha admirado, cuya inteligencia siempre le ha abrumado, al que conoce, sin embargo, tan bien como éste le conoce a él, contraataca. Y qué contraataque. La ofensiva de Chuck es tan implacable, que hasta la íntegra Kim, sin vacilación, se hace partícipe del engaño de Jimmy. Así llegamos a la batalla campal, en el capítulo quinto. Es un placer intelectual un tanto perverso ver a Jimmy colocar trampas dentro de trampas, engaños dentro de engaños, sabiendo que Chuck será capaz de verlos casi todos, de desbaratarlos casi todos, de parar casi todas sus estocadas… menos la definitiva, la auténtica. ¡Qué actor es Michael Mckean! ¡Qué monólogo de derrumbe! A nadie le cae bien Chuck, de acuerdo, pero se puede entender su punto de vista, sin apreciarlo. Y su derrota, tan pública, tan demoledora, es dura de contemplar.

   Pero he aquí que eso ocurre a mitad de temporada. La guerra ha acabado. Y se nos ofrece la posguerra. Y hay otra vuelta de tuerca genial: Chuck parece haber perdido. Jimmy parece haber salido bastante bien parado. Pero Chuck emerge casi triunfante y Jimmy casi vencido.

   Admito que esperaba que Chuck, enfrentado ante la evidencia de su enfermedad mental, se encerraría en una paranoia absoluta. Todo lo contrario (una vez más, ¡qué escritores hay en esa sala de guionistas). Mira a las pruebas y concluye que su enfermedad puede ser mental, no física. Que puede haber estado equivocado todos esos años. Y, mente rigurosa, de acuerdo con su doctora (Clea DuVall, esa vieja conocida de “Carnivàle”), comienza su recuperación.

   En cambio, las cosas no van bien para Jimmy. Ni para Kim. Suspendido por un año, pero incapaz de admitir que Kim cargue en exclusiva con los gastos del bufete, Jimmy busca otras vías de ingresos. Dentro de la ley. Y su ingenio, tan fructífero cuando está al servicio de una estafa con todas las letras, es insuficiente para sacar dinero de estos apaños cada vez más desesperados. El viejo Jimmy, el Jimmy de la juventud callejera, empieza a asomar de nuevo. Y esta vez, con un nombre tras el que esconderse: Saul Goodman.

   Saul Goodman. Sabíamos que ese nombre aparecería. El futuro de Jimmy surge como una herramienta temporal, algo que se usará y se desechará. El espectador, que sabe más, sufre o disfruta sádicamente, al ver a Kim y Jimmy reírse de esta criatura ridícula, que, piensan, no tendrá importancia en sus vidas.

   Saul Goodman no es lo mismo que Jimmy McGill, ni siquiera que Slippery Jimmy. Es Slippery Jimmy sin ningún control, sin ningún contrapeso. Y está cada vez más cerca. Cuando sus intentos de lograr dinero de modo más o menos legal fracasan, Jimmy retoma el camino descendente. Estafa a los gemelos músicos (que antes trataron de medio estafarle a él), extorsiona al mezquino encargado de los servicios comunitarios… y teje una red para forzar a sus antiguos clientes de la residencia de ancianos para que lleguen a un acuerdo en el pleito que tanto tiempo ocupó en las temporadas pasadas y él pueda cobrar su parte. Es un plan ingenioso y que vuelve a demostrarnos lo hábil que puede ser Jimmy manipulando a la gente, incluso a gente que le importa. Un plan que nos da uno de los momentos más oscuros de la serie, en penetrantes palabras de Alan Sepinwall: una anciana a la que nadie aplaude al ganar el bingo.

   Jimmy no es, aún, Saul. Sus clientes le importan, le importan genuinamente. Y cuando ve que no puede soportar el sacrificio de esa anciana, pieza clave en su plan, desenreda su propia red y, en verdad, se inmola a sí mismo, a su reputación, para salvarla.

   Esto es muy importante. Se han establecido, lógicamente, paralelismos entre Walter White/Heisenberg y Jimmy McGill/Saul Goodman. La diferencia clave, creo yo, es ésta: Heisenberg estuvo siempre dentro de Walter, esperando que las circunstancias fueran propicias para alzarse; el ansia de poder, de control, la lascivia por la manipulación y el dominio siempre estuvieron en Walter. Jimmy es justo el reverso. Dentro del estafador esperaba su oportunidad el hombre honrado. Llevamos tres temporadas viendo cómo el mejor Jimmy trata de imponerse al Jimmy turbio. Cómo intenta dejar atrás las trapacerías, apoyándose en tres pilares: el amor y el respeto que siente por su hermano y que desea recibir de él; el amor y el respeto que siente por Kim y que desea recibir de ella; la estima que siente por sus clientes y que desea recibir de ellos.

   Pero la admiración y el respeto por Chuck han muerto: lleno de rencor, Jimmy sabotea (es algo trágico) la incipiente recuperación de su hermano, hasta llegar a una desolación mutua total. Las últimas palabras de Chuck a Jimmy son tal vez las más crueles que un hermano puede decirle a otro.

   La estima de sus clientes ha desaparecido, en el sacrificio propio que ha orquestado Jimmy.

   Sólo queda Kim. La espléndida Kim. La relación de pareja entre Kim y Jimmy está entre las mejores que haya visto. Contenida (Kim es una de las personas más reservadas y controladas de la serie, lo que no es decir poco), poco explícita (hay poco contacto físico entre ellos), pero innegable (lo que hacen Bob Odenkirk y Rhea Seehorn sólo con los ojos…). Para que Jimmy caiga en Saul, Kim tiene que desaparecer, de un modo u otro. Esa desaparición está en marcha: a Kim le devora la culpa por su parte en la humillación de Chuck y se zambulle en el trabajo hasta el agotamiento (ese accidente de coche lo temía y lo temía mucho peor). A fin de temporada, Jimmy y Kim han sobrevivido.

   Sin embargo, tenemos la carga del conocimiento. Sabemos que no hay esperanza para Jimmy. No la ha habido para Chuck. No la habrá para Kim.

junio 2, 2017

Relatos de piratas

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 4:41 pm
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    Desde que un servidor de ustedes era crío, al empezar a leer una novela o un cómic o ver una película o serie, espera con ansia a que aparezca en escena el villano de la función. Asumo que en ocasiones no hay tal villano y aún así estoy ante una obra digna o maestra, pero, pese a ello, siento una ligera comezón sin un malvado con todas las letras (de uno u otro sexo, obvio es decirlo).

    Los piratas fueron en mi infancia bandera de contradicción. A primera vista, pocos podían superar a un auténtico capitán pirata como Malvado. ¡Lo tiene todo! La casaca. El barco. Una tripulación de sicarios. ¡Calaveras y huesos por símbolos! Y si lleva garfio y se llama James, ya para qué pedir más. Por desgracia, aparecieron los románticos (condenado Espronceda) y el pirata, precisamente por ser un villano tan resultón, pasó a convertirse en el héroe. Las películas de Burt Lancaster o Errol Flynn o las novelas de Salgari me desconcertaban. Sí, sí, había algún pirata antagonista; los verdaderos enemigos, sin embargo, eran el Comodoro de turno, el gobernador de Jamaica o Maracaibo. Tardé en verle la gracia a un gobernador de un Imperio como villano, principalmente porque en esas películas solían ser enemigos torpes y bastante estúpidos.

    Hoy día los piratas y sus andanzas me siguen atrayendo, aunque con ciertas cautelas, porque nunca tengo muy claro dónde voy a depositar mis simpatías y si en sus aventuras habrá un antagonista que merezca la pena.

    Con esas cautelas empecé a ver “Black Sails”. Y, voto a tal, si ustedes no tienen los problemas que yo tengo con los muchachos del cofre del muerto y las botellas de ron, pónganse con ella. Es una de las series de aventuras más entretenidas que he visto en mucho tiempo. Hay lo que debe haber en una buena saga de piratería: tesoros, batallas navales, sables, cañones, calaveras, traiciones , mutilados y ron.

    Además, tiene unos de los créditos de inicio más espectaculares de la televisión (aún mejores los de las últimas temporadas, con ese ejército de esqueletos surgiendo del océano).

    “Black Sails” es la hermana mediana entre series como “Los Tudor” y similares (con las que comparte, por ejemplo, que todos los personajes tengan un seguro dental que ya quisiera Lisa Simpson) y la poderosa “Juego de Tronos”. Si bien la gran serie de fantasía de la HBO tiene capítulos enteros un tanto desesperantes y su ración de errores, es una serie monumental, con una excelente banda sonora, magníficos actores y una ambientación cuidada. Hay escenas y diálogos de “Juego de Tronos” que recordaré durante mucho tiempo. “Blacks Sails” no llega a tanto, no ha dejado una impresión tan honda. A su modo, no obstante, juega al mismo deporte, aunque no en la misma liga. Galeones y sables en vez de dragones y espadas.

    No voy a destripar tramas ni giros de guión. Bueno, un poco sí, les avisaré antes. De modo general, debo decir que la serie, considero, se entusiasmó en exceso. Las primeras dos temporadas me parecen redondas: presentan a un puñado de personajes principales y secundarios y les dan un escenario, Nassau, donde desplegarse e interaccionar. El espectador disfruta descubriendo a algunos nombres de “La Isla del Tesoro” antes de que se cruzaran en el camino del joven Jim Hawkings. El capitán Flint; John Silver, antes de obtener el título de Long y de perder una pierna; Billy Bones. Frente o junto a ellos, la astuta Max, la maquinadora Eleanor, el ambicioso Jack Rakham, el feroz Charles Vane o la diestra Anne Bony.

    Estos personajes se alían y se enfrentan y los cambios de lealtades, los cambios de chaqueta y los planes dentro de otros planes son tantos y tan variados que a veces uno necesita hacer una pausa para recapitular. Aunque nadie en la serie le llegue a las suelas de los zapatos, el grandérrimo Al Swearengen se sentiría en su elemento en esta ciudad tan al margen de la ley como Deadwood.

    Aunque constantes, estos cambios de lealtad y estos enfrentamientos no son, casi nunca, artificiosos. Las decisiones de los piratas de Nassau obedecen siempre a una lógica. Lógica de cada uno. Y en esa lógica, curiosamente, se introduce el elemento romántico del personaje del pirata.

    A partir de aquí habrá algunos destripes, espero que menores.

    Aun siendo una serie muy coral, “Black Sails” tiene dos personajes centrales: Flint y Silver. La preeminencia de Flint es clara desde un inicio; Silver tarda más en adquirir relevancia (es un don nadie cuando empieza la serie, mientras que Flint es un capitán temido), aunque una vez comienza su elevación, resulta imparable. Pues bien, Flint y Silver son las dos caras de la moneda de la figura romántica del pirata y ellos dos, en especial Flint, sirven de punto de referencia para todos los demás personajes de la serie.

    Flint es el héroe romántico. Una naturaleza demoníaca, un genio pasional, como un Napoleón en alta mar. Inteligente, despiadado, hábil, carismático, por mucho que su carisma sea en buena medida negativo, Flint se enfrenta, implacable, contra todo y contra todos. Contra algunos, como Charles Vane o Billy Bones porque, conservadores, sólo quieren preservar el viejo estilo de vida del pirata, donde cada capitán y su banda de hombres libres tienen como patria el mar. Contra otros, como Eleanor y Max, pragmáticas reformistas, que consideran que deben moverse con la marea y repensar Nassau si ésta ha de sobrevivir. Flint entra en conflicto con conservadores y reformistas, al ser un heraldo de la guerra total contra el orden establecido, un revolucionario que desea la destrucción del mundo viejo, para traer, a sangre y fuego si es preciso, el mundo nuevo.

    A medida que avanza la serie, al conocer el pasado de Flint y los motivos que le impulsan en su odio perpetuo e insobornable contra los imperios (especialmente el británico), nos damos cuenta de que Flint es, como él mismo admite, un disfraz, una máscara que se ha puesto para ocultar al verdadero hombre; pero las máscaras, lo advertía Wilde, pueden acabar siendo las verdaderas caras. Flint se ha convertido en su personaje. La figura legendaria ha devorado a la persona y le impulsa en su camino hacia las estrellas o hacia el abismo.

    El habilidoso Silver, por su parte, no tiene jamás intención de ser leyenda, pero ser leyenda le es impuesto por las circunstancias. Flint diseñó a su personaje, otros crean el personaje de John Long Silver para el auténtico Silver. Pero Silver se hace con las riendas de ese personaje y, naturaleza racional, la usa para sus propios fines. Fines que sólo conoce él. Silver (y de ello se da cuenta Flint hacia el final de la serie) es un ser opaco entre seres transparentes. Todos (espectadores y personajes) saben quiénes son y qué quieren Vane, Max, Eleanor o Rackham. Nadie sabe quién es Silver ni lo que quiere, sólo él. Es inmune a su propia leyenda, a su máscara ya que, en realidad, se la ha puesto sobre otra que ya llevaba previamente y que tiene bajo su total control.

    La alianza entre Flint y Silver es, así, al tiempo la más firme y la más endeble de todas las que existen en la serie. Porque si bien tal vez sólo cada uno de ellos es capaz de entender y complementar al otro, son criaturas demasiado diferentes para durar demasiado juntas. Flint desea hacer arder la tierra vieja; Silver, que es un cínico sin ilusiones ni ideales, parece (parece, porque con Silver nunca se puede tener nada claro) desea vivir en el mundo, con la mujer que ama y si es rico, pues mejor. El conflicto al final resulta inevitable. Ver cómo va larvando hasta desencadenarse ese conflicto es lo más interesante de la última temporada y, aunque su ejecución no me parece inmune a las críticas, su resolución, aunque esperable desde hacía tiempo, es coherente con la penetración psicológica de Silver, el único capaz de atravesar la máscara de Flint y, por tanto, destruirlo.

    El destino de Flint y Silver, en tanto leyendas, es comprendido por Rackham. Si Flint es el héroe romántico, Rackham es el poeta romántico. Rackham querría ser la leyenda, el Pirata Mayúsculo. Se pasa la serie tratando desesperadamente de salir de su rol de contramaestre conspirador a la sombra de un capitán poderoso (sea Vane, Teach o Flint). Mientras que el resto de personajes tienen móviles pragmáticos o demoníacos palpables, Rackham se mueve para obtener la inmortalidad: desea que la Historia recuerde su nombre y sus hechos. Esto vuelve a Jack un individuo mucho más interesante que el mero intrigante que al principio de la serie parecía ser. Y, además lo convierte en un enlace con el espectador. Es Rackham quien entiende, en una decisiva conversación con una hija de la nueva aristocracia del nuevo mundo, que sus historias no serán recordadas, pero sus leyendas sí. Y que pervivirán como criaturas de cuentos y relatos, no como personajes históricos. Es entonces cuando nosotros comprendemos que el Flint y el Silver y el Billy de esta serie no son el Flint, ni el Silver ni el Billy de Stevenson. La serie juega a ser Historia sobre la que nació la Literatura, aun cuando sepamos, desde luego, que todo es pura ficción.

    He dicho antes que, en mi opinión, la serie empezó a desbarrar un tanto al entusiasmarse, al crecer. Mientras estaba centrada en Nassau, todo funcionaba. Pero para que la pasión de Flint pudiese desarrollarse, la serie se vio obligada a ir mucho más allá, hasta iniciarse una suerte de revolución a lo Espartaco contra Gran Bretaña como nueva Roma. Fue un movimiento ambicioso, que sólo se supo llevar a cabo medio bien. Y que a mí me trajo de vuelta el problema de la infancia. El del antagonista.

    El héroe romántico se debe enfrentar a un enemigo invencible. Sea el Estado, sea el Destino, sea Júpiter Tonante. Lean “El Héroe y el Único”, de Rafael Argullol, que es magnífico y particularmente brillante en este punto. Flint, como Pirata Romántico, se enfrenta a una potencia infinitamente superior a sus fuerzas. Todos los demás personajes se lo recuerdan. La civilización es el nombre de este adversario. Y si los creadores hubieran decidido que este enemigo no tuviera rostro concreto, podría haber funcionado. El problema es que le dieron rostros. De capitanes y, sobre todo, de un gobernador.

    Y no funcionó. El Imperio encarnado en un enemigo tan plano, tan aburrido como un Woodes Rogers producía bostezos. Lo único que daba a Rogers alguna posibilidad tanto dramática como práctica de ser un peligro para Flint, Silver y el resto de piratas era que Eleanor (de un modo un tanto caprichoso) y Max, dos pesos pesados de la serie, se alinearon con él. Pero ni a Max ni a Eleanor se les encargó ser la encarnación del Imperio y la Sociedad, sino sólo sus aliadas más o menos reluctantes. Y así, el tiempo dedicado al enfrentamiento contra Inglaterra, en lugar de ser un clímax épico, se volvió un lastre que distrajo demasiado tiempo y dedicación que hubiera debido otorgarse al duelo entre Flint y Silver.

    Pese este error, el cual lastra las dos últimas temporadas de la serie, “Black Sails” logra ser, durante treinta y ocho episodios, una serie de aventuras a la vieja usanza en la que se ha sabido introducir la visión romántica auténtica del pirata. No es poco. Pese a esas sonrisas perfectas, que no hay quien se las crea. Así que, diantre, sírvanse un grog y tengan la pólvora seca.

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