NIETZSCHE, parece, dejó dicho que encontramos palabras sólo para lo que está muerto en nuestros corazones, de modo que siempre hay una suerte de desprecio en el acto de hablar. Y en el de escribir. Asumiendo que el viejo Friedich llevase razón, es probable que no encuentre las palabras adecuadas en esta reseña. Porque Halt and Catch Fire no está para mí ni muerta ni olvidada.
ESTABLECIDA ya mi hábil excusa, voy a arriesgarme a una afirmación categórica: esta es una de las mejores series que he visto y de las que más por sorpresa me cogió. Había oído y leído bastante acerca de su calidad por gente cuyo criterio tengo en muy alta estima. Y, pese a ir con una curiosidad bien dispuesta, me superó. Primero la vi con gran gusto, luego con enorme placer y al final, en esas dos últimas temporadas prodigiosas, con la boca abierta hasta el final.
MI recomendación es, pues, que si no la han visto aún, dejen de leer y se pongan a ello. Si siguen adelante, les advierto que, sin duda, habrá destripes en algunos de los párrafos siguientes.
HALT and Catch Fire no va de ordenadores. Bueno, hay muchos ordenadores en ella y mucha informática y uno de los placeres de la serie es pasar de una época donde sólo hay teléfonos fijos a los albores de nuestra sociedad de la información. Un servidor de ustedes no sabe nada de ordenadores. Para mí siguen siendo unos objetos misteriosos en los que moran fuerzas indescifrables y a través de los que se mueven poderes más allá de mi comprensión. Parecen funcionar por una mezcla de magia y capricho; según amigos míos con conocimientos considerablemente más profundos que yo sobre el tema, mi intuición no va demasiado desencaminada.
TENÍA, por tanto, cierta aprensión ante esta serie. ¿Iba a pasarme horas escuchando un lenguaje desconocido, lleno de terminología incomprensible? Las he pasado. Me ha dado igual. No he entendido la mitad de los diálogos entre los personajes, ni siquiera sé si lo que decían era o no verosímil o cierto. Supongo que sí, porque no me parece que la calidad de la serie sea compatible con unos guiones que prescindan de un cierto rigor en su hilo conductor. Pero si lo que les echa para atrás es que tienen aún problemas para reiniciar su ordenador, créanme, las recompensas de esta serie son infinitamente superiores a los momentos de quedarse con cara de Homer viendo Twin Peaks.
OJO, no digo que la serie sea perfecta. No lo es. La primera temporada, por ejemplo, siendo notable, es un poco coja y con sus errores. El mayor, quizá, sea intentar ser, como me advirtieron sagazmente otros espectadores, una suerte de Mad Men ochentera. Esto era singularmente claro en el personaje de Joe, en el que la influencia del Don Draper de los primeros años de la monumental serie de Matthew Weiner era clamorosa, en especial en la parte menos interesante de Draper, su misterioso pasado. Y parafraseando al grandérrimo Bert Cooper, a quién le importa un carajo quiénes sean en realidad cualquiera de ellos.
EXISTIENDO defectos y decisiones discutibles en cada temporada, cada una es superior a la anterior. La primera, la más floja, es de notable alto. La progresión de la serie es geométrica, cada temporada es el doble de buena que la antecedente. Así que calculen cómo acaba. La matrícula de honor queda corta. Es una serie que se ensancha, que crece, que se agiganta de modo clamoroso. Es algo no tan frecuente, aun en las series de calidad, un crecimiento tan extraordinario. Los Soprano o The Wire son magníficas, pero la calidad es similar de año a año. Quizá sólo Breaking Bad sea comparable en este sentido a Halt and Catch Fire, en su manera de sorprendernos demostrando que aún no hemos visto, en absoluto, todo de lo que es capaz. Claro que las andanzas de Hesienberg poco más en común tienen con las de este grupo de informáticos.
EL ritmo de la serie es prodigioso y el uso de la elipsis, de sacarse el sombrero. Pocas veces he visto un empleo tan inteligente de los planos-secuencia o de los mutis implícitos para que, tras varios episodios dedicados a escasos días, meses o años pasen ante nosotros en segundos, debiendo el espectador no despistarse, porque se le presupone atento e inteligente. Cambiando el contexto y cambiando las vida de los personajes. Que sin embargo, siguen siendo ellos, los que conocemos y queremos.
Y aquí llegamos al meollo de la serie. A su enorme fuerza. Los personajes y sus vínculos. Porque Halt and Catch Fire no es una serie sobre máquinas, sino sobre seres humanos. Y su genio es la extraordinaria habilidad con la que logra entrelazar a los protagonistas entre sí y con el espectador. Un amigo mío me indicó, con gran penetración, que sólo The Leftovers logra establecer un vínculo emocional similar entre personajes y público. Sólo así se explica que al acabar el séptimo episodio de la cuarta temporada, quede uno en silencio y no pueda ver el octavo hasta pasados unos días.
CAMERON. Donna. Gordon. Bos. Joe. Este quinteto es el secreto de la serie. Alrededor de ellos hay una colección de secundarios en su mayoría excelentes. Los chicos de Mutiny. Tom, que tiene un arco muy humano y creíble precisamente, aun cuando sea un poco triste, porque al final se comporta como un imbécil. La inteligente Diane. Joanie y Haley, terciarias sin mucho interés cuando eran niñas, pero magníficas, tanto una como otra, al alcanzar la adolescencia, y que tienen no poco mérito en la brillantez de las dos últimas temporadas. La pobre Katie, a la que se trata con una merecida aunque inusual ternura en su despedida.
LOS hay fallidos. Y son los secundarios enlazados con Joe los que no están a la altura. El padre lejano, olvidable por completo. La prometida y el posible suegro, que nunca terminaron de encajar, pese a que a éste último lo encarnaba James Cromwell, sobre cuyos poderes de actuación nada hay que comentar. Ryan, el cansino genio incomprendido, cuyo monólogo de ultratumba al final de la tercera temporada, una mezcla de profecías y clichés en absoluto creíble ni consistente, fue uno de los escasos momentos en los que torcí el gesto, decepcionado.
Y es Joe el personaje principal menos satisfactorio. Esto en parte es inevitable dado que si la serie basa, como considero, buena parte de su fuerza, en lo emocional, lógico resulta que el personaje que durante más tiempo se nos vende como carente de auténticas emociones sea el más problemático. Admito mi disgusto con Joe. Parte de este viene de Lee Pace, quien nunca ha sido santo de mi devoción, nunca acaba de gustarme, aunque admito que no es mal actor en absoluto y que tanto en esta serie como en la injustamente poco conocida “Pusing Daisies” tiene destellos. Joe, frío, enigmático, manipulador, charlatán y con una proteica capacidad para reinventarse, sobre el papel, es un tipo que me gusta y, sin embargo, se me hizo bastante tedioso al menos la mitad de la serie. Cumple durante bastante tiempo un ambiguo papel de héroe-villano y sus relaciones con Gordon y Cameron son siempre tensas, mezclándose el amor, la amistad y la duda de si en efecto a Joe le importa algo alguien o todo el mundo es para él una simple marioneta o una herramienta. En las primeras temporadas, diría, esta segunda interpretación tiene bastantes argumentos a su favor, en especial en lo que a Gordon se refiere. Normal resulta que Donna lo cale y no lo soporte. Pero también es verdad que los cambios y mudanzas de Joe le llevan a una cuarta temporada donde los años de contacto humano han hecho mella y ha forjado un vínculo con sus colaboradores, amigos y amante. Con todo y con eso, siempre es quien más ajeno resulta. Me parece, de hecho, que la ultimísima escena de la serie es un fallo y que ese desenlace feliz y un poco sorprendente para Joe, aunque no sin sentido, es una debilidad de guionista; más coherente hubiera sido dejar por completo sin responder la pregunta de qué había sido de Joe al desaparecer, una vez más, de la vida de los otros.
HAROLD Bloom, estudiando El rey Lear, escribe acerca de Cordelia, Lear, Edgar y Gloucester: “Hay amor, y sólo amor, entre estos cuatro personajes y, sin embargo, hay tragedia, y sólo tragedia, entre ellos”. Por cierto que Halt and Catch Fire no es la oscurísima obra de Shakespeare e, igual que Joe no es Edmund, los demás protagonistas tampoco son los desventurados padres e hijos a los que se refiere Bloom. No obstante, hay no poco de esa cita que pueda aplicarse a las relaciones entre Gordon y Donna, entre Gordon y Cameron y, sobre todo, entre Cameron y Donna. Bos queda algo más a salvo, aunque sólo un tanto.
LAS interacciones entre estos cuatro son el centro radiante y doloroso de la serie. Gordon y Cameron, enlazados al principio por Joe, desarrollan su propia relación. Primero, como rivales: el artesano disciplinado y la libérrima artista, tan sólido uno como caótica otra. Luego, siendo Donna esta vez quien sirve de nexo, la relación cambia, deja de ser profesional para volverse personal y, no sin muchas aristas, vemos crecer una amistad peculiar y sincera entre ellos, gracias a las muchas horas pasadas con una videoconsola Nintendo.
BOS fue para mí una de las mayores y mejores sorpresas de la serie. Toby Huss, quien ya había demostrado en Carnivàle (una de mis series de culto) lo mucho que podía sacar de un personaje terreno y muy alejado del centro de la trama, hace virguerías con su rol aquí. ¡Lo fácil que hubiera sido presentar a John Bosworth como un mediocre empresario tejano analfabeto en cuestiones informáticas, una caricatura de la que burlarse! Y qué va. Qué tipo estupendo, humano, imperfecto y entrañable resulta. Y qué maravillosa relación paternofilial tienen Cameron y él, una de las más conmovedoras y limpias de la serie, desde esa primera conversación en el despacho de Bos al abrazo final, pasando por la correspondencia carcelaria, el alejamiento y la reconciliación.
¿Y el matrimonio de Donna y Gordon? Hablaré de Donna dentro de nada, porque es mi personaje favorito. Pero creo que el matrimonio Clark es uno de los mejores de la pantalla pequeña, mostrándonos lo bueno, lo malo, las frustraciones, las discusiones, los desecuentros, el amor, la complicidad y, lo cual no tiene escaso mérito, su final y lo que viene después, con una reconciliación que se desvanece por una falta de sincronía entre una pregunta apenas hecha y una respuesta que no llega (esta serie es muy, muy sutil y hábil con los tiempos y las oportunidades que se agarran o que se dejan) y una cuasi amistad tras el divorcio. Testigos de lo que les ha ido sucediendo, no culpamos a ninguno y deseamos lo mejor a ambos. Porque los seres humanos, se empeña Halt and Catch Fire, no son binarios, y aunque sean un tanto estúpidos en general no son tan simples.
ME van a permitir que hable de la muerte de Gordon unas líneas. No sé qué tipo de destino como personaje es que la muerte sea lo más memorable. Gordon es un gran personaje y Scoot McNairy hizo un excelente trabajo. No le quito méritos. Ahora bien, la muerte de Gordon es una de las mejores que he visto en televisión. Es de una habilidad y un realismo tal que casi olfatearía sadismo en los guionistas. Porque nos habían avisado, hacía mucho. La enfermedad estaba allí, agazapada. Gordon, con entereza, había logrado arrostrar su situación, aferrase a la vida, no descarrilar. Tan bien que, pese a desmayos y agarrotamientos, tanto nosotros como él olvidábamos a veces al gusano que tenía dentro. Hasta esa secuencia asombrosa, ese recuerdo onírico, esa alucinación realista, heraldo de lo que llegaba, de la implacable luz roja. Y vivimos, estremecidos, los minutos de silencio más resonantes de la serie.
Y Donna. Donna es la joya de la serie y Kerry Bishé es fantástica. Frente a los que parecían iban a ser los protagonistas absolutos, Joe, Gordon, Cameron, allí se alzó ella. Una vez más, qué fácil hubiera sido haber escrito una Donna insufrible, arquetípica, negativa. Y qué mujer se nos dio en cambio, compleja, inteligente e imperfecta. Por supuesto, es ella la que tiene la genial intuición de la importancia de al Comunidad, cuando a su alrededor sólo se discute sobre la calidad técnica de los videojuegos. Creativa como Gordon, es la roca de la familia. Sacrificando los sueños de primera juventud para sacar adelante a su familia, sin que eso la convierta en una resentida como el Gordon que conocemos al inicio. Equilibrada entre la cautela y el entusiasmo. Demasiado lista para dejarse engatusar por Joe y capaz de otear la oportunidad de cambio. Haciendo malabares para que cada faceta de su vida no devore las demás. Donna es la única que no tiene momentos inaguantables en las temporadas primera y segunda y, en realidad, debería haber dado un par de bofetadas a cada uno de los tres supuestos protagonistas en más de una ocasión.
QUÉ brillante, su relación con Cameron, toda ella, desde el desconcierto al inicio, a la alianza y la amistad íntima, una amistad que tenía en sí el germen de su destrucción, por las imperfecciones humanas, la incapacidad de Cameron de comprender que la pragmática Donna también era una creadora y tenía su orgullo, que no quería ser una sirviente anónima que necesitaba también reconocimiento, la incapacidad de Donna de sincerarse con Cameron, salvo con una alucinación en un viaje de drogas. El choque y la ruptura, la más traumática de todas. Y, pese a ella, claro que es Donna la única capaz de acabar el videojuego de Cameron. ¿Quién si no? Me hizo muy poca gracia su época yuppie. Puedo entender esa parte en el arco del personaje, pero por mucho que se suponga que es su momento de triunfo profesional y poderío, en verdad Donna me parecía mucho más grande en Mutiny. Y no creo estar muy errado cuando la misma serie nos da un atisbo de la Donna de Mutiny en la gran empresa, casi al final. Y, oh, oh, esa escena fija maravillosa en la que, en tres minutos, asistimos al nacimiento, vida y muerte de “Phoenix” y a la resurrección definitiva de la amistad entre ellas. Que tiene su broche de oro en la conversación inaudible, Donna explicando su idea a Cameron y Cameron sonriendo. No sé qué idea era, pero, maldita sea, adelante.
PORQUE esta serie, en fin, es una serie sobre la vida, sobre individuos que, con el tiempo que se les ha concedido, se empeñan en crear y trabajar, en conocerse a sí mismos y a otros, en amar pese al dolor, en fracasar, en llegar tarde por un segundo a las puertas de la Historia, en volver a intentarlo y en perseguir esa ilusión etérea que llamamos felicidad, que vuela ante nuestros ojos como los cohetes de Haley en un radiante día de verano.