Volvemos al hombre de Stratford, a una de sus tragedias más dolorosas: Otelo, cuyos tres personajes principales, el general Otelo, su esposa Desdémona y el alférez Yago, nos mostrarán lo que puede hacer el amor en manos de un genio diabólico.
La trama de la fuente en la que se basó Shakespeare era mucho menos honda que la pieza teatral. Un malvado Alférez sin nombre está enamorado de Desdémona, pero ella le rechaza. Creyendo que ese rechazo proviene del amor de la joven hacia un Capitán (el Cassio de Shakespeare), convence al Moro de la infidelidad de su esposa y la mata, ante la aprobadora presencia del general. Pero luego, éste se arrepiente y expulsa al Alférez, quien empieza entonces a odiar al Moro y urde su ruina.
Aunque el tema de estas páginas es el amor de pareja y no el mal, hay que colocar a Yago donde le corresponde, si quiera sea brevemente, para poder analizar la relación entre Otelo y Desdémona.
En el magnífico estudio que de esta tragedia hace Bloom, Yago es calificado, con todo merecimiento, como “el perfecto Diablo de Occidente”, el malvado supremo. El origen de Yago es muy distinto de origen del Alférez sin nombre. Él no ama a Desdémona en ningún momento. Yago, en su día, adoró a Otelo, porque Yago es un adicto a la guerra, un creyente en la religión de la guerra total y el general era su dios. Pero, acabada la guerra, Otelo, sin dejar de apreciar honestamente a su fiel oficial, elige a otro hombre como lugarteniente en la paz. Yago queda destrozado porque como dice Bloom: Otelo lo es todo para Yago, porque la guerra lo era todo; relegado, Yago no es nada, y al guerrear contra Otelo guerrea contra la ontología.
Pero Yago, como Glóster, aunque de un modo infinitamente más complejo, sutil y brillante, se descubre como un crítico y dramaturgo espeluznante, que teje su red y manipula a todo el mundo. Yago, dice William Hazlitt es ejemplo de una actividad intelectual enferma, con casi perfecta indiferencia ante el bien o el mal moral, o más bien con una preferencia por este último, porque casa mejor con su propensión favorita, da más brío a sus pensamientos y alcance a sus acciones.
Yago no tiene rival en la obra, supera intelectualmente a todos los personajes y los conoce mejor que ellos mismos. Bloom afirma que sólo Hamlet, Falstaff o Rosalinda hubiesen sido capaces de anular a Yago. Otelo y Desdémona están indefensos ante este prodigio de maldad.
Eugenio Trías escribió hace años ya un estupendo Tratado sobre la pasión. Entre las reflexiones que contiene, una de las que a mí más me sorprendieron (e iluminaron) es aquella según la cual ninguna relación de pareja es cosa de dos, sino de tres. Toda relación es triangular. Tristán e Isolda (la pareja que Trías examina muy a fondo en su libro) tienen como tercer vértice al infeliz del Rey Marc. Pero, aun sin él, seguiría subsistiendo el triángulo, porque el tercero son los Otros. Los amantes se miran el uno al otro, pero son observados por todos los que no son ellos. Por eso, dice Trías, para huir de esas miradas, los amantes se refugian en dormitorios, hoteles, cuevas, descampados. Escapan de una intolerable agresión a su intimidad, porque sólo en la intimidad pueden realmente fundirse, disfrutarse. Los ojos del Tercero, sin embargo, siempre les buscarán y puede que les comprenda mejor que ellos mismos.
Otelo y Desdémona forman triángulos con muchos personajes: con el padre de Desdémona, con el patético Roderigo, con Cassio, con toda Venecia. Ahora bien, de todos ellos, el verdadero Triángulo es el que forman con Yago. Es Yago quien les sondea, quien les observa, quien les conoce, y es de su mirada sádica de la que no pueden escapar, porque ni siquiera son conscientes de ella.
Otelo y Desdémona. Este matrimonio no tenía futuro desde el principio. ¿Por falta de amor? ¿Ama Desdémona a Otelo y Otelo a Desdémona? Dice Bloom: Desdémona, convincentemente inocente en el más alto de los sentidos, se enamora del puro guerrero que hay en Otelo y él se enamora del amor de ella hacia él, del espejo que es ella para reflejar su legendaria carrera. Esto no nos inclina favorablemente hacia Otelo, pero es ejemplo palmario de muchas relaciones. Desdémona está deslumbrada por Otelo, algo nada extraordinario viviendo como vive en una Venecia llena de jovenzuelos lamentables (ahí está Roderigo, títere de Yago, para demostrarlo), bajo la tutela de un padre muy poco afectuoso y que demuestra no conocer nada del carácter de su hija. Desdémona sufre el engaño de la rama de Stendhal.
En el cortejo, es Desdémona la que toma la iniciativa, pidiendo a Otelo que le cuente más y más hazañas, historias y gestas. Otelo accede, encantado de tener una oyente tan solícita, que va volviéndose apasionada y que se le declara de una manera casi directa, según confiesa el Moro:
[…]Y me pidió, si tenía un amigo que la amara,
Que le enseñara cómo contar mi historia
Y eso la seduciría. Ante esta señal, hablé:
Me amaba por los peligros que yo había pasado
Y yo la amaba por apiadarse de ellos.
Otelo, sin duda, se tiene en muy alta estima, aunque razones para ello no le faltan. Es ser injusto con Otelo, con Desdémona y con Yago (y esto último no lo puedo consentir) reducir al bravo general a un militar pomposo y arrogante. Otelo es noble, es digno y es poderoso, por mucho que de cara a nosotros pierda encanto por ser consciente de sus virtudes. Lo trágico es que no es consciente de sus defectos, de sus limitaciones, mientras que el genial Yago las conoce como la palma de su mano.
¿A que parece que tenemos, una vez más, elementos suficientes para un pésimo culebrón? La hermosa y joven aristócrata veneciana que se enamora del valiente general, respetado, pero, como moro, converso y extranjero, no integrado en la República. Y este general, este héroe, este dios guerrero, que tenía como patria el mundo entero y la batalla, se desposa con la noble, arriesgando su propia identidad con ello:
Pues sábete, Yago,
Que si no fuera porque amo a la dulce Desdémona,
No pondría mi libre condición sin domicilio
En circunscripción y en confinamiento
Por toda la riqueza del mar.
Cuando Otelo es enviado a Chipre, al poco de haberse desposado, Desdémona toma la iniciativa una vez más y ruega a los gobernantes venecianos que le permitan acompañar a su marido. Bloom, al que nunca agradeceré bastante haberme enseñado a leer ésta y tantas obras, apunta la pasividad de Otelo como indicio de lo que será la clave de toda la tragedia: el general, de hecho, no siente demasiados deseos por conocer bíblicamente a su mujer.
Esto es justo el punto central: Desdémona intenta por todos los medios irse a la cama con Otelo y Otelo encuentra (o le encuentran) excusas para no consumar el matrimonio. ¿Qué forma de amar es ésta? Varios críticos apuntan a un posible miedo del gran guerrero, hombre hecho y derecho en el campo de batalla, a la impotencia. Otelo encarnaría el miedo que siente un sexo al otro, en este caso, el miedo del hombre a la mujer. No considero que todos los hombres y todas las mujeres (ni siquiera una mayoría) sientan pánico cuando piensan en sus respectivas parejas, pero es una verdad que el sexo (no por tabúes religiosos) impone respeto y hasta angustia. En la cuestión del sexo está en juego, o puede estarlo, una parte de nuestra autoestima, de nuestro respeto por nosotros mismos y aun de nuestra identidad.
Entonces, ¿por qué se casó Otelo con Desdémona? Bloom también se lo pregunta y no acaba de encontrar una respuesta clara, porque Shakespeare gustaba de dejar muchos enigmas sin resolver en sus obras, como la vida (o, para aquellos que seguimos el camino de Wilde, la vida como las obras). Quizás, sugiere, por distracción. Otelo conoce a Desdémona tras un largo período alejado de su ámbito natural, la guerra, y por eso “no es él mismo”. Desdémona se enamoró de una leyenda y Otelo estaba con la guardia baja, así que se enamoró de ese enamoramiento, que es una forma indirecta de enamorarse de sí mismo.
Sin duda, esta relación no hubiese durado mucho más, incluso sin Yago maquinando. Con Yago, la relación termina de la forma más desastrosa posible y es, precisamente, por culpa de la extraña negativa de Otelo a acostarse con Desdémona. Si lo llega a hacer, hubiese descubierto que era virgen, por lo cual su supuesta aventura con Cassio tenía que ser inexistente y toda la obra maestra de maldad de Yago se hubiera derrumbado. Pero Yago triunfa, y ese es su genio, que no nos podemos detener a examinar aquí, justo porque sabe que Otelo no usará de ese recurso para saber si sus celos son o no justificados.
¿Ama Yago, en el sentido que aquí le estamos dando al verbo? No lo creo. Está casado, pero no siente por Emilia, su esposa, ningún cariño; se limita a usarla como un peón de su juego. ¿Antes de la “Caída de Yago”, como la denomina Bloom, la amaba el alférez? Tampoco lo considero plausible: estaba absorbido por su fe en la guerra total.
Y Emilia siente por su esposo una estima similar. En una conversación con su señora, Desdémona, la mujer de Yago resume así su matrimonio y, por extensión, todo matrimonio:
No son un año o dos los que nos muestran a un hombre.
No son nada más que estómagos, y nosotras nada más que comida.
Nos comen con apetito, y cuando están ahítos
Nos vomitan.
Emilia ama a Desdémona, amor de sirvienta, de leal amiga, que se preocupa por su vida, por su bienestar y por su honra. Es este amor lo único que Yago no ha calculado bien, el que, ante la infamia que se cierne sobre el buen nombre de su señora, hace comprender de golpe a Emilia el plan infernal de su marido, al que acusa, perdiéndole.
Pero Yago tiene un último triunfo, estético más que pragmático. Ante el espantado asombro de los nobles venecianos, que le preguntan las razones para el horror que ha orquestado, antes de mandarle a la tortura y la muerte, el alférez se limita a responder: No me preguntéis nada. Lo que sabéis, sabéis./ Desde este momento nunca diré una palabra.