Con un vaso de whisky

May 29, 2012

¿Amor? ¡Arte! (VIII): el Triángulo Trágico

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 5:29 pm
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            Volvemos al hombre de Stratford, a una de sus tragedias más dolorosas: Otelo, cuyos tres personajes principales, el general Otelo, su esposa Desdémona y el alférez Yago, nos mostrarán lo que puede hacer el amor en manos de un genio diabólico.

            La trama de la fuente en la que se basó Shakespeare era mucho menos honda que la pieza teatral. Un malvado Alférez sin nombre está enamorado de Desdémona, pero ella le rechaza. Creyendo que ese rechazo proviene del amor de la joven hacia un Capitán (el Cassio de Shakespeare), convence al Moro de la infidelidad de su esposa y la mata, ante la aprobadora presencia del general. Pero luego, éste se arrepiente y expulsa al Alférez, quien empieza entonces a odiar al Moro y urde su ruina.

Fotograma: La tragedia de Oelo, Moro de Venecia, de Orson Welles

            Aunque el tema de estas páginas es el amor de pareja y no el mal, hay que colocar a Yago donde le corresponde, si quiera sea brevemente, para poder analizar la relación entre Otelo y Desdémona.

            En el magnífico estudio que de esta tragedia hace Bloom, Yago es calificado, con todo merecimiento, como “el perfecto Diablo de Occidente”, el malvado supremo. El origen de Yago es muy distinto de origen del Alférez sin nombre. Él no ama a Desdémona en ningún momento. Yago, en su día, adoró a Otelo, porque Yago es un adicto a la guerra, un creyente en la religión de la guerra total y el general era su dios. Pero, acabada la guerra, Otelo, sin dejar de apreciar honestamente a su fiel oficial, elige a otro hombre como lugarteniente en la paz. Yago queda destrozado porque como dice Bloom: Otelo lo es todo para Yago, porque la guerra lo era todo; relegado, Yago no es nada, y al guerrear contra Otelo guerrea contra la ontología.

            Pero Yago, como Glóster, aunque de un modo infinitamente más complejo, sutil y brillante, se descubre como un crítico y dramaturgo espeluznante, que teje su red y manipula a todo el mundo. Yago, dice William Hazlitt es ejemplo de una actividad intelectual enferma, con casi perfecta indiferencia ante el bien o el mal moral, o más bien con una preferencia por este último, porque casa mejor con su propensión favorita, da más brío a sus pensamientos y alcance a sus acciones.

            Yago no tiene rival en la obra, supera intelectualmente a todos los personajes y los conoce mejor que ellos mismos. Bloom afirma que sólo Hamlet, Falstaff o Rosalinda hubiesen sido capaces de anular a Yago. Otelo y Desdémona están indefensos ante este prodigio de maldad.

            Eugenio Trías escribió hace años ya un estupendo Tratado sobre la pasión. Entre las reflexiones que contiene, una de las que a mí más me sorprendieron (e iluminaron) es aquella según la cual ninguna relación de pareja es cosa de dos, sino de tres. Toda relación es triangular. Tristán e Isolda (la pareja que Trías examina muy a fondo en su libro) tienen como tercer vértice al infeliz del Rey Marc. Pero, aun sin él, seguiría subsistiendo el triángulo, porque el tercero son los Otros. Los amantes se miran el uno al otro, pero son observados por todos los que no son ellos. Por eso, dice Trías, para huir de esas miradas, los amantes se refugian en dormitorios, hoteles, cuevas, descampados. Escapan de una intolerable agresión a su intimidad, porque sólo en la intimidad pueden realmente fundirse, disfrutarse. Los ojos del Tercero, sin embargo, siempre les buscarán y puede que les comprenda mejor que ellos mismos.

            Otelo y Desdémona forman triángulos con muchos personajes: con el padre de Desdémona, con el patético Roderigo, con Cassio, con toda Venecia. Ahora bien, de todos ellos, el verdadero Triángulo es el que forman con Yago. Es Yago quien les sondea, quien les observa, quien les conoce, y es de su mirada sádica de la que no pueden escapar, porque ni siquiera son conscientes de ella.

            Otelo y Desdémona. Este matrimonio no tenía futuro desde el principio. ¿Por falta de amor? ¿Ama Desdémona a Otelo y Otelo a Desdémona? Dice Bloom: Desdémona, convincentemente inocente en el más alto de los sentidos, se enamora del puro guerrero que hay en Otelo y él se enamora del amor de ella hacia él, del espejo que es ella para reflejar su legendaria carrera. Esto no nos inclina favorablemente hacia Otelo, pero es ejemplo palmario de muchas relaciones. Desdémona está deslumbrada por Otelo, algo nada extraordinario viviendo como vive en una Venecia llena de jovenzuelos lamentables (ahí está Roderigo, títere de Yago, para demostrarlo), bajo la tutela de un padre muy poco afectuoso y que demuestra no conocer nada del carácter de su hija. Desdémona sufre el engaño de la rama de Stendhal.

            En el cortejo, es Desdémona la que toma la iniciativa, pidiendo a Otelo que le cuente más y más hazañas, historias y gestas. Otelo accede, encantado de tener una oyente tan solícita, que va volviéndose apasionada y que se le declara de una manera casi directa, según confiesa el Moro:

            […]Y me pidió, si tenía un amigo que la amara,

            Que le enseñara cómo contar mi historia

            Y eso la seduciría. Ante esta señal, hablé:

            Me amaba por los peligros que yo había pasado

            Y yo la amaba por apiadarse de ellos.

            Otelo, sin duda, se tiene en muy alta estima, aunque razones para ello no le faltan. Es ser injusto con Otelo, con Desdémona y con Yago (y esto último no lo puedo consentir) reducir al bravo general a un militar pomposo y arrogante. Otelo es noble, es digno y es poderoso, por mucho que de cara a nosotros pierda encanto por ser consciente de sus virtudes. Lo trágico es que no es consciente de sus defectos, de sus limitaciones, mientras que el genial Yago las conoce como la palma de su mano.

            ¿A que parece que tenemos, una vez más, elementos suficientes para un pésimo culebrón? La hermosa y joven aristócrata veneciana que se enamora del valiente general, respetado, pero, como moro, converso y extranjero, no integrado en la República. Y este general, este héroe, este dios guerrero, que tenía como patria el mundo entero y la batalla, se desposa con la noble, arriesgando su propia identidad con ello:

            Pues sábete, Yago,

            Que si no fuera porque amo a la dulce Desdémona,

            No pondría mi libre condición sin domicilio

            En circunscripción y en confinamiento

            Por toda la riqueza del mar.

            Cuando Otelo es enviado a Chipre, al poco de haberse desposado, Desdémona toma la iniciativa una vez más y ruega a los gobernantes venecianos que le permitan acompañar a su marido. Bloom, al que nunca agradeceré bastante haberme enseñado a leer ésta y tantas obras, apunta la pasividad de Otelo como indicio de lo que será la clave de toda la tragedia: el general, de hecho, no siente demasiados deseos por conocer bíblicamente a su mujer.

            Esto es justo el punto central: Desdémona intenta por todos los medios irse a la cama con Otelo y Otelo encuentra (o le encuentran) excusas para no consumar el matrimonio. ¿Qué forma de amar es ésta? Varios críticos apuntan a un posible miedo del gran guerrero, hombre hecho y derecho en el campo de batalla, a la impotencia. Otelo encarnaría el miedo que siente un sexo al otro, en este caso, el miedo del hombre a la mujer. No considero que todos los hombres y todas las mujeres (ni siquiera una mayoría) sientan pánico cuando piensan en sus respectivas parejas, pero es una verdad que el sexo (no por tabúes religiosos) impone respeto y hasta angustia. En la cuestión del sexo está en juego, o puede estarlo, una parte de nuestra autoestima, de nuestro respeto por nosotros mismos y aun de nuestra identidad.

            Entonces, ¿por qué se casó Otelo con Desdémona? Bloom también se lo pregunta y no acaba de encontrar una respuesta clara, porque Shakespeare gustaba de dejar muchos enigmas sin resolver en sus obras, como la vida (o, para aquellos que seguimos el camino de Wilde, la vida como las obras). Quizás, sugiere, por distracción. Otelo conoce a Desdémona tras un largo período alejado de su ámbito natural, la guerra, y por eso “no es él mismo”. Desdémona se enamoró de una leyenda y Otelo estaba con la guardia baja, así que se enamoró de ese enamoramiento, que es una forma indirecta de enamorarse de sí mismo.

            Sin duda, esta relación no hubiese durado mucho más, incluso sin Yago maquinando. Con Yago, la relación termina de la forma más desastrosa posible y es, precisamente, por culpa de la extraña negativa de Otelo a acostarse con Desdémona. Si lo llega a hacer, hubiese descubierto que era virgen, por lo cual su supuesta aventura con Cassio tenía que ser inexistente y toda la obra maestra de maldad de Yago se hubiera derrumbado. Pero Yago triunfa, y ese es su genio, que no nos podemos detener a examinar aquí, justo porque sabe que Otelo no usará de ese recurso para saber si sus celos son o no justificados.

La muerte de Desdémona, por Delacroix

            ¿Ama Yago, en el sentido que aquí le estamos dando al verbo? No lo creo. Está casado, pero no siente por Emilia, su esposa, ningún cariño; se limita a usarla como un peón de su juego. ¿Antes de la “Caída de Yago”, como la denomina Bloom, la amaba el alférez? Tampoco lo considero plausible: estaba absorbido por su fe en la guerra total.

            Y Emilia siente por su esposo una estima similar. En una conversación con su señora, Desdémona, la mujer de Yago resume así su matrimonio y, por extensión, todo matrimonio:

            No son un año o dos los que nos muestran a un hombre.

            No son nada más que estómagos, y nosotras nada más que comida.

            Nos comen con apetito, y cuando están ahítos

           Nos vomitan.

           Emilia ama a Desdémona, amor de sirvienta, de leal amiga, que se preocupa por su vida, por su bienestar y por su honra. Es este amor lo único que Yago no ha calculado bien, el que, ante la infamia que se cierne sobre el buen nombre de su señora, hace comprender de golpe a Emilia el plan infernal de su marido, al que acusa, perdiéndole.

            Pero Yago tiene un último triunfo, estético más que pragmático. Ante el espantado asombro de los nobles venecianos, que le preguntan las razones para el horror que ha orquestado, antes de mandarle a la tortura y la muerte, el alférez se limita a responder: No me preguntéis nada. Lo que sabéis, sabéis./ Desde este momento nunca diré una palabra.

May 20, 2012

¿Amor? ¡Arte! (VII): el Amor como origen del Mal

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 9:48 pm
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            Claude Frollo, sabio melancólico, sacerdote severo, no es una persona incapaz de amar, ni mucho menos. Ama a su despreocupado hermano Jehan, aunque ese amor fraternal es unidireccional y provocador de más dolor que alegrías. Siente compasión por el deforme bebé Quasimodo, al que salva de la muerte y al que cría, logrando la abnegación del campanero, pese a su áspera forma de ser.

            Pero aquí estamos hablando del amor de pareja, del amor erótico, y en ese amor, Claude, en principio, ve al Demonio disfrazado. Y durante largo tiempo, no tiene problemas en rechazarlo. Hasta que un día, fatalidad, ve a la gitana Esmeralda. Y se enamora perdidamente.

            El enamoramiento, el deseo, el amor de Frollo por Esmeralda es un estupendo objeto de estudio. Dom Claude trata de resistir ese amor, como Stevens y, como Stevens, no lo consigue. Pero donde el correcto mayordomo inglés se limita a suicidarse anímicamente, Claude, pasional bajo su frío aspecto, trama una y otra vez la aniquilación del objeto de su deseo.

            ¿Por qué? Según muchos idiotas, si alguien ama a otra persona, no hará nada que la dañe. Esto es desconocer por completo la fuerza destructiva del amor, que destruye al amante y al amado, como uno se descuide. El amor de pareja es celoso, egoísta. Queremos a la otra persona para nosotros mismos. Pero Frollo es más complejo: en su búsqueda de la destrucción de Esmeralda se mezclan varios motivos y nunca se tiene muy claro cuál de ellos es el dominante. ¿Es porque si la mata, se liberará del embrujo amoroso? Tal vez, él mismo confiesa que es una de sus razones. Pero cuanto más se enamora, cuanto más apasionado se vuelve y cuanto más comprende que no puede vivir sin Esmeralda (es decir, cuando calcula que la ama), lo que desea es vivir con ella y gozar con ella. También sabe que eso no será posible. Y entre no ser de ella y ella de él y que ella sea de otros, prefiere que ella no sea de ninguna manera.

            La infantiloide versión de Disney vuelve irreconocible a todos los personajes (Febo es un individuo digno, Quasimodo un tímido y tierno marginado, en vez del dolorido y temible campanero, Clopin un bufón alegre…) salvo a Esmeralda, más o menos, y a Frollo. Secularizado, eso sí, pero rígidamente religioso, el Frollo de Disney es un fanático custodio de la Ley y la Moral, racista y cruel, no el complicado sacerdote de la novela. Su pasión por Esmeralda es mucho menos complicada que la que Hugo va analizando, pero, con todo, provoca el mejor momento de toda la película, un siniestro soliloquio nocturno:

            Si no es mía, no será de nadie. Una vez que ya no es capaz de librarse de la pasión amorosa no correspondida, Claude elige ese lema como grito de batalla. Él es sacerdote, respetado, gran erudito. Ella, gitana, una marginada, despreciada por la Francia medieval. Un escritorzuelo les habría embarcado en una historia de amor imposible correspondido vomitiva. Hugo los embarca en una historia de amor y deseo no correspondido tan magistral como aterradora.

            Porque Esmeralda teme y, con el tiempo, aborrece al sombrío cura. Ella, una adolescente de dieciséis años, está enamorada de Febo, un insufrible capitán de arqueros, que la quiere para pasar unas noches de juerga y basta. Quasimodo, tan consciente de su fealdad como Ricardo, pero capaz de amar y de sufrir por ello como Stevens, también la ama, consciente desde el principio de la insalvable barrera física, certidumbre que sólo logra acrecentar su dolor.

            En este sentido, Nuestra Señora de París es un reflejo tenebroso de La cartuja de Parma. En la novela de Stendhal, el astuto y amable conde Mosca ama a la marquesa Gina, que siente por él gran estima, pero que está enamorada de su sobrino (sobrina de ella, no del conde), Fabricio, el cual bebe los vientos por Clelia. Ninguna de estas relaciones logra alcanzar una realidad perfecta, ni feliz, pero, al lado de lo que urde Hugo, es el paraíso del amor consumado.

            Frollo, es evidente a lo largo de la trama, lo sacrificaría todo para poder saciar su pasión por Esmeralda. Al final, en lo más bajo de la degradación, hasta trata de violarla. El miserable sufre tanto, sin embargo, y resulta tan triste el espectáculo ruinoso de un hombre profundo desquiciado, que no somos capaces de aborrecerlo. De una manera similar a lo que ocurre con Macbeth, Frollo podemos ser nosotros, bajo ciertas circunstancias.

            La ambivalencia que en nosotros provoca Dom Claude alcanza su culmen en sus dos largas charlas con Esmeralda, primero en su celda, luego al pie del patíbulo. A ratos, el dolor del cura causa nuestra empatía, pero al siguiente sus actos nos repugnan. Pocas veces he visto un héroe-villano tan bien perfilado, verdadero protagonista de la obra, atormentado y atormentador.

            Como Esmeralda rechaza con horror todos sus intentos, Frollo maquina la muerte de la desdichada gitana. Cuando cree haberlo logrado al fin, cuando logra su condena a la horca (aunque ella es rescatada por Quasimodo), se embarca en un horripilante peregrinaje por su mente tortuosa. El alucinante capítulo “Fiebre” nos muestra el descenso de Claude a su infierno particular:

            Se hundió conscientemente en sus malos pensamientos y, a medida que se hundía más en ellos, sentía estallar en sus entrañas una risa satánica, y, cavando así en su alma, al comprobar cuán grande era el espacio que la naturaleza había reservado en ella a las pasiones, su risa se hizo aún más amarga. Removió en el fondo todo su odio, toda su maldad y reconoció, con la mirada fría de un médico que examina a un enfermo, que ese odio y esa maldad no eran más que amor viciado; que el amor, ese manantial en el hombre de todas las virtudes humanas, se convierte en algo horrible en el corazón de un sacerdote, y que un hombre como él se convertía en demonio al hacerse sacerdote. Entonces,  su risa fue atroz y de pronto se quedó pálido al constatar el aspecto más siniestro de su fatal pasión; de ese amor corrosivo, envenenado, rencoroso, implacable que únicamente había conseguido el patíbulo para ella y el infierno para él; condenados ambos.

            No considero, en modo alguno, que el amor sea siempre la fuente de toda bondad en todo hombre, ni que todo sacerdote se convierta en un psicópata por su culpa, pero sin duda, tiene el poder de encumbrar o de destruir a casi cualquier hombre. Frollo es destruido por el amor. Según el budismo, la raíz del sufrimiento es el deseo, así que para no sufrir hay que liberarse de los deseos. El arcediano no se libra de su deseo, pero sí del objeto de su deseo, aunque por el camino pierde toda su humanidad. Podemos suponer que, tras la muerte de Esmeralda, Dom Claude hubiese sido un hombre sólo en apariencia. Pero no podemos saberlo, porque Quasimodo, destrozado al ver cómo su padre adoptivo asesina a su amada, empuja al sacerdote desde las torres de la catedral, muriendo él mismo de dolor en el cementerio.

            Pero ni siquiera con Macbeth, Ricardo y Dom Claude agotamos el diálogo entre el Amor y el Mal. Aún nos faltan los dos grandes monstruos de Shakespeare. Nos faltan Yago y Edmund.

May 14, 2012

¿Amor? ¡Arte? (VI): deseo, frustración y horror

            En el caso de los Macbeth el amor no es el causante del horror, sino un elemento más del mismo. Pero el amor puede ser germen del mal, cuando el deseo (y el amor se compone un alto porcentaje de deseo) incita a usar cualquier medio para satisfacerlo y, de manera incluso más destructiva, cuando la realidad se muestra infranqueable y no es posible lograr el objeto del deseo. Para verlo, empezaremos con una de las obras más famosas de William: Ricardo III.

            Ricardo Glóster, el maligno jorobado, codicia el trono y no se detendrá ante nada ni ante nadie para lograrlo. Se regocija en su maldad, con menos estilo que los dos grandes héroes-villanos de Shakespeare, Yago y Edmund, pero con idéntica alegría perversa. Y es capaz de usar su peculiar carisma y su labia para seducir a la doliente Lady Ana; terminando con un monólogo de autocelebración tras su conquista que es glorioso.

            No obstante, hay en el discurso con el que abre su tragedia claros elementos para rastrear la maldad de Ricardo hacia una oscura fuente: el rencor.

            Pero yo no estoy hecho para esos juegos,

            Ni hago la corte al amoroso espejo;

            Yo, mal fraguado, que de amor no luzco

            La majestad ante donosa ninfa,

            Yo, de tales ventajas excluido,

            Privado por pérfida naturaleza

            De distinción, deforme, de repente

            A medio hacer enviado al palpitante mundo,

            Y eso tan mal y de tan torpe modo

            Que hasta los perros ladran a mi paso;

            En este tiempo de paz y fiesta,

            Para matar el tiempo no hallo goce,

            A no ser que, mirando al sol mi sombra,

            Sobre mi propia deformidad discurra.

            Y así, pues ser amado no es posible,

            Ni entretener tan agradables días,

            Determinado tengo ser infame

            Y odiar los vanos goces de estos días.

            ¿Es perverso Ricardo porque es feo, como Quasimodo? Tal vez. Desde luego, su fealdad, el rechazo que produce, le ha llevado a concentrar sus talentos en uno de los tres juegos, la guerra. Mientras dura la Guerra de las Rosas, el futuro rey está en su elemento. Pero, victoriosa su familia, ese juego acaba y sólo restan dos. Y para el amor, tras amarga reflexión, se ve imposibilitado. El aspecto físico importa, y mucho, en el amor de pareja. El que diga lo contrario trata de engañarse o de engañar a los demás. Ricardo se siente excluido desde el principio por su aspecto. De manera que concentra su extraordinario brío en la política, de la manera más sangrienta.

            Ello no quiere decir que Ricardo sea un frustrado sexual, ni mucho menos. Como ya he dicho, seduce de manera sádica a lady Ana (¡y delante del cadáver de su marido, a quien mató el mismo Ricardo!), porque le resulta útil en sus planes. Y en cuanto el joven Richmond, desde Francia, se prepara para invadir Inglaterra, casándose con Isabel, hija del rey Eduardo, logrando así derechos sobre el trono, Glóster mueve ficha para atraparla antes. No logra ya manipular a la madre de Isabel, la reina (a cuyos hijos ha hecho asesinar en la Torre), pero su dialéctica, menos hábil que al principio, sigue siendo poderosa. Uno no sabe muy bien si el jorobado no está intentando seducir a la madre para casarse con la hija.

            Claro que estas conquistas, basadas en el miedo y la mentira no dan grandes alegrías a Ricardo. Es demasiado inteligente como para engañarse a sí mismo: ninguna mujer sentirá jamás pasión alguna por él. Lo más que puede es engañarlas durante un tiempo. Lo decisivo, no obstante, es que el duque y luego rey no les hace la corte con ánimo erótico, sino puramente político y, probablemente, por cierta ironía cruel. Juega un momento a hacerse el Don Juan, sin perder ni un segundo la perspectiva. De manera aún más fría, calculadora y astuta, Edmund usará sus mayores encantos con fines similares en El Rey Lear.

            Sinceramente, no creo que toda la monstruosidad moral de Ricardo provenga de su monstruosidad física. En cambio, su conciencia de excluido por el aspecto le permite explorarse, conocerse y hallar grandes recursos para el mal dentro de sí mismo, recursos que emplea con macabra jovialidad. Su rencor es universal, porque está o se cree universalmente incapacitado para el amor, de cualquier clase. Partiendo de esa convicción, y sabiendo de lo que es capaz, no se encierra en una hosca amargura, sino que se lanza a una espeluznante carrera por el poder, que culmina con esta escena de manipulación:

            Hay aquí, creo, un mínimo punto de conexión entre Glóster y un personaje que nada tiene de malvado: Stevens, el irreprochable mayordomo de Lo que queda del día. Stevens sí es capaz de amar. A nadie escapa que tiene fuertes impulsos por el ama de llaves, la señorita Kenton. Pero, por alguna razón, es incapaz de exteriorizar sus sentimientos. La duda es ésta: ¿es Stevens incapaz de mantener una relación amorosa- no de amar-, su alma sin brillo está ontológicamente imposibilitada para lograr la intimidad con otra persona? ¿O acaso Stevens decide no mantenerla, decide no pelear por colmar esos sentimientos, condenándose a sí mismo primero al sufrimiento y después a la desolación afectiva?

            Glóster y Stevens, ¿son incapaces de amar en absoluto uno y de consumar el amor otro o han tomado la decisión perturbadora de no amar bajo ningún concepto? En la práctica, Stevens se destroza a sí mismo y, parcialmente, a la señorita Kenton. En esa agonía personal, está más cerca de Macbeth, porque Ricardo extermina a cuantos se cruzan en su camino, de un buen humor viciado encomiable.

            Como digo, Glóster y Stevens no tienen más semejanzas. El odio de Ricardo es general y, en cambio, Stevens no odia, sino que padece un deseo frustrado. Y este punto le une a otro complejo personaje, a quien considero la expresión máxima del poder perverso del amor, del deseo truncado, del rencor, de los celos y de la obsesión amorosa. Y no es hijo de Shakespeare, sino de Victor Hugo: hablo de Dom Claude Frollo, arcediano de Nuestra Señora de París. Pero de él nos encargaremos en otra ocasión.

May 8, 2012

¿Amor? ¡Arte! (V): un matrimonio amante

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 9:17 am
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            Hemos ido viendo algunas de las grandes heroínas de Shakespeare, heroínas también en el campo del amor. No deja de ser reconfortante que, cuanto más grande es el personaje, con más inteligencia y amabilidad se burla de los tópicos amorosos.

            Pero Shakespeare es demasiado inteligente para dejar al amor en el terreno de sus personajes positivos. Es absurdo (aunque en muchas noveluchas se perpetra esta infamia) pretender que sólo los personajes y las personas que podríamos calificar de moralmente bondadosas conocen y practican el amor. Y el Mal y el Amor en el arte siempre han ido muy cerca el uno del otro.

            Dijimos ya que Bloom observa a los matrimonios de Shakespeare y nunca afirma su futura felicidad. Antes al contrario. Satisfaciendo su vena maliciosa, repite a lo largo de su obra que, en su opinión, no hay en el mundo shakesperiano pareja más bien avenida, más compenetrada y más perfecta que el matrimonio Macbeth. Macbeth y Lady Macbeth están hechos el uno para el otro.

            Macbeth posee una extraordinaria imaginación proléptica, pero carece de voluntad pragmática y es Lady Macbeth, que es voluntad con forma de mujer, la que le empuja hacia el abismo en el que ambos caen y que ambos sufren de manera agónica, con idéntica intensidad en sus triunfos y en su desgracia.

            Aun cuando tras el asesinato de Duncan el matrimonio se quiebra, con Macbeth rehuyendo a su esposa y ambos sumiéndose en un torbellino distinto, de locura ella y de terror él, están bien emparejados, lo cual es una ironía cruel por parte del bueno de William.

            Antes del regicidio, Lady Macbeth, por así decir, ya llevaba los pantalones en el castillo. Desde luego, es una figura poderosa, ante la cual el marido se siente siempre, hasta que ella ya ha perdido la razón, en inferioridad. Ni siquiera cuando Macbeth trama en secreto la muerte de Banquo se muestra arrogante con su mujer. A mí casi me da la sensación de un alumno que prepara con discreción el trabajo final que presentará a su profesor.

            Y eso que las imprecaciones de Lady Macbeth contra la virilidad de su esposo son terribles. Macbeth, es extraordinario guerrero, como se nos dice al comienzo de la obra:

Pues el bravo Macbeth (bien merece ese nombre),

Despreciando a la Fortuna, con su acero blandiendo,

Que humeaba de sangrientas ejecuciones,

            Como favorito del valor, se abría paso,

Hasta que se enfrentó al esclavo;

Al que nunca tendió la mano, ni se despidió de él,

Hasta que lo rajó del ombligo a la quijada,

Y clavó su cabeza sobre nuestras almenas.

            Pues bien, semejante salvajismo, que le coloca entre los grandes del reino, y del que más tarde usará, en el terror que impondrá, tanto a los demás como a sí mismo, tiene su origen, en parte al menos, al decir de la crítica, apoyándose fundadamente en la obra, en una temida o comprobada impotencia.

            Se nos sugiere que Lady Macbeth tuvo un hijo, de un marido anterior, pero no hay niños, no hay herederos en el matrimonio. La sombra del hijo persigue a la pareja y muchas de los acerbos comentarios que Macbeth recibe de su esposa pueden leerse en un sentido netamente sexual. Y más explicito aún es el terrorífico grito “Unsex me!” que lanza Lady Macbeth.

            Los Macbeth siempre me han recordado a otra pareja terrible, George y Martha, en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, otra obra nocturna, otro matrimonio aterrador, pero amante, en medio del miedo y del odio mutuo, con el hijo ausente siempre planeando. George y Martha manipulan a sus compañeros de fiesta, un matrimonio mucho más joven, y traman auténticas maldades, en un duelo espantoso. Si los Macbeth no tuviesen tantos enemigos externos, es posible que hubieran acabado sus días así, unidos por un amor amargo.

            Claro que, en la práctica, Macbeth es mucho más destructivo que George, pero percibo en ambos un mismo fondo: la nada. Dicen los expertos que Macbeth nunca desea realmente nada de lo que hace, que sufre su maldad, que carece de verdadera voluntad. No así Lady Macbeth, pero ella se derrumba por completo, mientras su marido permanece, cada vez más vacío.

            Los Macbeth, otra de las ironías de Shakespeare, se lanzan sobre la corona de una forma lasciva, deseando su gloria tal vez para escapar de la vacuidad ontológica que los persigue y cuando han consumado el atroz asesinato, se encuentran con una nada aún más fuerte. Así se explica la reacción del atormentado y atormentador tirano cuando recibe la noticia del suicidio de su amada esposa:

            Debió morir más adelante:

            Hubiera habido tiempo para semejante palabra.

            Mañana, y mañana, y mañana,

            Se arrastra con ese pasito de día en día,

            Hasta la última sílaba del tiempo conocido;

            Y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos

            El camino hacia la polvorienta muerte. ¡Apágate, apágate, breve cirio!

            La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor,

            Que se pavonea y se agita una hora en el escenario,

            Y después no vuelve a saberse de él: es un cuento

            Contado por un idiota, lleno de ruido y de furia,

            Que no significa nada.

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