LOS ÁRBOLES DEL VOSQUE PARECEN INFINITOS, INABARCABLES, INDESTRUCTIBLES. Seres impasibles, que no deben someterse a ninguna otra fuerza, principado ni potestad. Y, sin embargo, también ellos acaban. Hay tierras sobre las cuales no tienen señorío. En algún lugar de la vasta frontera del Vosque existe una explanada inmensa. Ningún reino la reclama como propia. Los cartógrafos la denominan tierra de nadie en sus mapas. Los ejércitos jamás han chocado en ella, ni los bandoleros la han atravesado huyendo, ni los emigrantes han gemido bajo el sol y el viento sobre ella. No tiene valor, ni conduce a ninguna parte. Por algún capricho de la geografía y de la historia, limita con regiones desoladas de distintos dominios. Ningún súbdito de ninguno de esos reinos, jamás, acudiría a semejantes parajes.
Pero si alguien, humano, elfo, gnomo o bestia, hubiera dejado el Vosque para entrar en ese lugar, hubiera sido testigo de un extraordinario espectáculo. A varias docenas de metros de la muralla de árboles, estaba dispuesta una mesa. Un mantel impecable, servilletas a juego, un servicio completo de cubertería, bandejas con tostadas de mantequilla, cuencos con mermeladas diversas, botellas de jerez y oporto… Y tres comensales. Ese alguien anónimo, de haber sabido el significado de la palabra, sólo habría podido calificar el cuadro de un modo: eduardiano.
– Ha sido una imprudencia, Dmitri, una imprudencia.- decía uno de los comensales, un robusto caballero de encrespada melena blanca, rostro rubicundo, que por todo alimento bebía copa tras copa de jerez y daba furiosas chupadas a una pipa tan elegante como vacía.
– Me temo que debo estar de acuerdo con el señor Muffat.- asintió una dama espigada, de faz triangular, quien comía con gran cuidado una rebanada de pan tostado sobre la que se acumulaban estratos de mermeladas multicolores; lograrlo sin pringarse las mangas de su vestido era una hazaña digna de una epopeya.
El tercer comensal no replicó hasta hacer justicia a un plato de huevos revueltos con huevos escalfados. Dejó entonces a un lado los cubiertos, se sirvió un poco de café, bebió unos sorbos y suspiró con satisfacción.
– Una imprudencia, como ha señalado Eugenia.- insistió el señor Muffat; luego, por si acaso no había dejado clara su postura, remachó- Un imprudencia.
– Admito, señor Muffat, señora Biber, que fue un plan un tanto severo. Ahora, ¿qué otra cosa podía hacer? Era necesario que la señorita Scarlatti participase. Y voluntariamente no iba a hacerlo.
– De acuerdo, pero ¡denunciarla a los druidas!- Muffat vació su copa de golpe y la señora Biber mordió significativamente su tostada.
– Nunca la denuncié a los druidas. Los árboles- Balakirev señaló con su taza la lejana hilera marrón y verde- se ocuparon de ello.
– Está bien, Los cielos le libren de usar métodos tan directos, Dmitri. Nos ha entendido de sobra, sin embargo.
– Cierto. Lo que no me han acabado de explicar es qué hubieran hecho ustedes en mi lugar.
– No se irrite, estimado amigo.- intervino, apaciguadora, Biber- No le negamos la inteligencia a su jugada. Sólo nos parece arriesgada en exceso.
– Una condenada imprudencia.
Balakirev terminó su café y extrajo de su chaqueta un largo cigarro. Cortó la punta con una guillotina de bolsillo. Lo dejó reposar en la mesa y juntó las yemas de sus dedos.
– Existía un riesgo, lo admito. El resultado ha sido, pese a ello, favorable. Scarlatti está en el Vosque, no fuera de él. Tiene en su contra dos de los poderes más temibles de ese reino, los druidas y las ratas. No podrá escapar discretamente, como era su intención. Sólo le queda una alternativa: encontrar el modo de librarse de sus perseguidores. Eso la coloca en la posición que nosotros deseábamos. ¿Hubiese sido mejor que ella se hubiera colocado en una tal posición de forma voluntaria? ¡Por supuesto! Pero no iba a suceder.
Biber había dado cuenta de su tostada; encaraba el reto, muy inferior, de juntar en las proporciones correctas el té, la leche y el azúcar
– Sigo pensando que los druidas fueron excesivos. ¡Trataron de ejecutarla, cielo santo!
– Fracasaron.
Muffat observó con suspicacia a Balakirev, bajo su fruncido ceño.
– ¿Lo tenía calculado? ¿Lo arregló usted?
– ¿Lo del cerdílope? No, no, no, en absoluto. ¿Haría el favor de darme fuego? Gracias No.- Dmitri Vladimorivich exhaló una bocanada de humo- No arreglé nada. Chiara se salvó por sus propios medios.
– Pues lo que he estado diciendo: una maldita…
– Imprudencia, sí. Por favor, piensen un momento. Saben tan bien como yo que si hubiera planificado su rescate ella se hubiera dado cuenta. Es una de los nuestros, al fin y al cabo. La elegimos.
– Tal vez no fue una decisión muy acertada.- comentó Biber.
– Puede. El caso es que si queríamos que ella entrara en el juego, debíamos hacerlo de modo que ella pensara que lo que en realidad planeábamos era matarla. Manipularla de otro modo hubiera resultado evidente. ¿Riesgo? Sí, pero riesgo necesario.
– Es posible que se haya dado cuenta.
– Es posible. O que lo haga cuando tenga tiempo para reflexionar. Afortunadamente,- sonrió Balakirev- ése es un lujo muy escaso en el Vosque.
– Aún así, siendo sólo cuatro… arriesgarnos a perder a una del grupo…
– Tiene razón, Johann. Aunque no es culpa mía que sólo seamos cuatro, ¿verdad? No fue idea mía dividirnos en parejas, en cierta ocasión, como sin duda recuerdan. No, más bien voté en contra. Les advertí que la tentación de eliminar a la propia pareja sería demasiado fuerte. Así que no se quejen si ahora sólo quedamos cuatro.
– No hace falta hurgar en la herida.- dijo tranquilamente Biber.
Dmitri hizo un gesto de aquiescencia. Todos callaron. En la desolada llanura no había otro sonido que el viento siseando hacia los árboles. Muffat se pasó la mano por los cabellos, retomando la conversación.
– Entonces, por lo que nos ha dicho, todos los requisitos están cumplidos. Podemos comenzar.
– ¿Han seleccionado facción?- se interesó la señora Biber- Hay mucho revuelo, con ese asunto de los asesinatos.
– Siempre hay revuelo. En todas las partidas en que hemos participado había revuelo, en mayor o menor medida.
-Por cierto, Dmitri, una pequeña duda? ¿Qué ofreció a las ratas?
– Secreto profesional, señora mía. Nos libré de ciertos excedentes.
– Oh, eso.- Biber hizo un gesto de desagrado- Un tanto cruel, ¿no cree?
– Algo había que hacer con ellos. Pagué por adelantado. Las ratas tienen poderosas razones para no cejar en su caza.
– Supongo que no nos volveremos a ver en bastante tiempo.- dijo Muffat.
– Salvo que necesitemos someternos a algún arbitraje. Es una posibilidad remota, ¿no cree usted, Dmitri?
– Dudosa, sí. Conocemos bien las reglas. Claro que no cabe descartarla.
– Terminemos de desayunar. Dudo mucho que haya un oporto como éste allá dentro.
Muffat y Biber se sirvieron una nueva ronda. Charlaron de los viejos tiempos. Dmitri se limitó a escuchar. De otro bolsillo sacó un pequeño ejemplar de la magnífica Prosaica introducción a la vida y milagros de la abundantemente variada fauna voscosa, obra del célebre trotamundos Al-Moha Ranshak Sheik-Hum. Abrió por donde había interrumpido su lectura. De tanto en tanto lanzaba miradas risueñas a los orgullosos árboles, al Reino del Vosque, tan convencido de su fortaleza, un complejo ser cuyas partes podían devorarse entre sí sin que la unidad y la supervivencia del todo se pusieran en entredicho.
Dmitri Vladimorivich sonreía. Sus dedos índice y corazón sostenían el puro en un ángulo un tanto indolente. Una columna de humo surgía de él, serpenteante. El viento arrastraba el humo y la ceniza, hacia esos árboles, hacia ese Vosque. Si nuestro espectador inexistente hubiese tenido ojos capaces de ver, habría contemplado mil rostros, mil ciudades, mil nombres retorciéndose en el gris, espectral, inaprensible humo.