Con un vaso de whisky

julio 27, 2011

Eminencia Gris

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            Como el lector, sin duda, yo conocía el sentido habitual que se da a la expresión “Eminencia Gris”. Utilizado casi siempre para describir a un político viene a ser una especie de envenenado elogio supremo: con esas dos palabras se le concede la astucia tortuosa, la sagacidad y la penetración de un maestro de marionetas con traje de hombre de Estado. Una Eminencia Gris gobierna tras el trono. Nuestros estimados conocidos, Fouché y Talleyrand, son ejemplos perfectos.

            Pero, ¿de dónde viene la expresión? ¿Cuál es su origen? El respetuoso “Eminencia” es el tratamiento que reciben los cardenales. Y, ciertamente, a lo largo de la Historia, no pocos cardenales han engrosado la lista de estadistas maniobreros. Pero los cardenales visten de escarlata, no de gris.

            La respuesta me vino de una relectura de esa estupenda novela de aventuras que es Los tres mosqueteros. En uno de sus primeros capítulos hay una frase, sólo una, una brevísima referencia a un personaje del que no se vuelve a hablar en toda la obra: el Padre Joseph de París, llamado la Eminencia Gris. Tan de pasada se menciona a este hombre, que en mi primera lectura de la novela no le di mucha importancia Aunque había otro detalle curioso: se menciona también el miedo que el nombre del Padre Jospeh provocaba.

            Poco más pude averiguar sobre François Leclerc du Tremblay, como se llamaba en realidad. Hasta que, un día, echando un vistazo a una estantería abarrotada de libros, me encontré un gastado volumen de bolsillo con cuatro palabras: “Aldous Huxley, Eminencia Gris”.

            ¡Aldous Huxley! ¿Aldous Huxley? Sólo lo conocía entonces como autor de una de las más grandes novelas distópicas del siglo XX, Brave New World (o, como lo conocemos en España, “Un mundo feliz”). Pero no tenía ni idea de lo vasta que era su obra, su triple rostro de poeta, novelista y ensayista. Con curiosidad, empecé a leer.

            Y, como ya habrán adivinado, les recomiendo que me imiten, que busquen y lean este libro, mezcla de biografía, retrato psicológico y meditación. Porque en él Huxley examina un hombre psicológicamente más interesante que su gran amigo, aliado y valedor, el duque-cardenal Richelieu. Alguien más fascinante que el poderoso primer ministro de Luis XIII, bien merece nuestra atención.

            En el Padre Jospeh, Huxley encuentra un individuo de enorme complejidad, contradictorio casi hasta la esquizofrenia. Por un lado, un creyente de absoluta honestidad, un monje capuchino humilde, austero, disciplinado y considerablemente avanzado en las sendas del misticismo. Por el otro, el Secretario de Estado para las Relaciones Exteriores del cardenal, diplomático sibilino y jefe de espías. Y ahí está el magnífico primer capítulo de la obra para presentárnoslo en esa doble naturaleza.

            Dos perspectivas, dos personas. El mismo Richelieu bautizó esos dos hombres: Ezequiel, uno, el visionario, el místico, el religioso que hablaba ante grandes igual que ante pequeños, con amabilidad y fervor. Tenebroso-Cavernoso, el otro, el manipulador e implacable estadista que, de acuerdo con el cardenal, hizo todo lo posible por prolongar la desastrosa Guerra de los Treinta años, con un objetivo muy claro: destruir el poderío de los Habsburgos, para engrandecer a Francia.

            ¿Cómo dos personalidades tan incompatibles podían coexistir, sin que mediara hipocresía de por medio? No puedo, claro, exponerlo con detalle. Para eso está el libro. El padre Jospeph empleó a fondo los ejercicios espirituales en los que era un gran maestro para “aniquilar” las vilezas que hacía en su labor política, manteniendo siempre fija la idea de, cuanto hacía lo realizaba para gloria de Francia, siendo Francia, en su visión, un instrumento decisivo de la Divina Providencia para alcanzar una paz total en Europa.

            He aquí el punto justo. La narración de los avatares políticos del Padre Jospeh y del cardenal Richelieu, con el estilo conciso, inteligente e irónico, de Huxley, son una gozada, pero la gran carga de profundidad de este ensayo viene en la reflexión sobre el misticismo, el teocentrismo y la relación entre espiritualidad, acción benévola y poder político.

 

            El resultado es un tanto desalentador, porque Tenebroso-Cavernoso sale triunfante frente a Ezequiel. Por muchos esfuerzos que hizo, el Padre Joseph no pudo volver a su añorada vida contemplativa, que se vio irremediablemente contaminada por sus actividades políticas. Y el capuchino lo sufrió intensamente. Claro que, entonces, ¿por qué continuó por ese sendero?

            Huxley lo explica y lo explica con tino: es la primera vez que veo claramente expuestos los peligros de la llamada “ambición vicaria”. Así como casi todo el mundo se apunta a criticar ferozmente a los ambiciosos personales (una vez el ambicioso ha muerto o fracasado, nunca antes), casi todo el mundo suele ser comprensivo o hasta entusiasta de los ambiciosos vicarios. Para éstos el fin que justifica los medios no es su persona, ni su gloria, ni su riqueza, sino la gloria y la riqueza de un Estado, de una nación, de una institución o hasta de una idea. Los ambiciosos vicarios son grandes idealistas, aunque pueden ser implacables realistas en cuanto a los medios. Es ésta una ambición más sutil, más refinada y muy peligrosa para las personas de espíritu.

            Los pasajes que estudian tal tentación se concilian de maravilla con los consagrados al estudio de la oración, de la mística y a la reflexión sobre la vida contemplativa (ninguna de las cuales es monopolio de una religión en concreto). Se puede, claro, no estar de acuerdo con algunas o varias de las conclusiones de Huxley, pero este libro de 1941, con los totalitarismos (tanto nazi como soviético) aún en pleno auge, tras épocas de colonialismo (al menos, de colonialismo expansivo) y de capitalismo desatado, da un severo grito de alarma.

            “Un mundo totalmente no místico sería un mundo totalmente ciego, un mundo de locos. Desde principios del siglo XVIII en adelante, el número de fuentes de conocimiento místico ha ido disminuyendo constantemente en todo el planeta. Estamos peligrosamente adelantados en la oscuridad.” A quien es capaz de decir algo así, hay que prestarle atención. Por lo menos.

Imágenes: «Retrato triple del cardenal Richelieu», por Philippe de Champaigne; Aldous Huxley; retrato del padre Jospeh de París

julio 15, 2011

Bleak House

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 10:22 am
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            No me suele pasar que una adaptación al cine o a la televisión me guste más que la obra original. Cuando la BBC se pone a adaptar novelas u obras de teatro quedo contento, sí, porque casi siempre son grandes adaptaciones de grandísimas novelas y obras de teatro. Pero con Bleak House (es decir “Casa Desolada”; a partir de ahora usaré el título en inglés para referirme a la miniserie y en español para la novela) la televisión me seduce más que el libro.

            Charles Dickens es uno de mis escritores favoritos y la crítica coloca a “Casa Desolada” entre sus obras mayores. Y lo es. Pero como el gusto es subjetivo, mientras la calidad es, dentro de ciertos límites, objetiva, recuerdo mi lectura de esta obra como una cuesta arriba constante. Por un motivo muy concreto: la narradora.

            Dickens escribió novelas empleando bien la técnica del narrador omnisciente bien la del narrador-personaje. En “Casa Desolada” alterna ambos métodos. Esther ocupa el centro de la narración, salvo en escasos capítulos, como el glorioso primero. Y aunque Esther posea muchas admirables cualidades (generosidad, cortesía, tesón y pragmatismo) resulta una de las más enervantes narradoras de la literatura universal.

            Obligado a seguir las peripecias de la galería de secundarios a través de sus ojos, tuve que hacer, como lector, un esfuerzo enorme para captarlos con toda la diversidad que Dickens derrama siempre en sus secundarios. Porque en “Casa Desolada” las glorias son la atmósfera, los lugares y los grotescos, estrafalarios, dignos o siniestros secundarios. ¿La trama? Interesante, irónica en ocasiones, sombría en otras, pero, como dijo Lisa Simposn: “Parece algo sacado de Dickens, o de Melrose Place”.

            La BBC, en Bleak House, hace suyas esas glorias. Capta perfectamente las atmósferas y los muy distintos lugares. El sombrío Tribunal de la Cancillería, los despachos de abogados, anegados por montañas de legajos, que asfixian a cualquier ser humano que entre en ellos, los bajos fondos londinenses, llenos de miseria y desesperación, la mansión de los Dedlock, majestuosa como un panteón para vivos y la misma Casa Desolada, irónicamente el único oasis de calor humano, el único refugio seguro. Ambientaciones, vestuario, localizaciones exteriores siempre de calidad.

            Igual que la novela, al eterno caso de Jarndyce & Jardines actúa como una especie de maligno motor cósmico, un agujero negro jurídico que absorbe, subyuga y aniquila, a cuantos personajes se acercan demasiado a él. Siempre está ahí, hasta el último capítulo, elevando justamente la resolución de las distintas tramas, con ese cruel humor negro que Dickens sabía utilizar tan bien, disfrazándolo de drama.

            En cuanto a los personajes, el cansino trío protagonista de la novela, Esther, Richard y Ada, es el cansino trío protagonista de la serie. Pero como la miniserie nos libera del punto de vista de Esther, todos los demás personajes florecen ante nuestros ojos. Sí, es más cómodo. Yo lo agradecí.

            Desde luego, los personajes florecen porque son interpretados por brillantes actores británicos. Dennos Lawson es el bondadoso Mister Jarndyce (y, si esas negras cejas les suenan, revisen la trilogía original de La Guerra de las Galaxias). Timothy West, Sir Leicester Dedlock, ensimismado en su mundo de privilegios y épocas pasadas. Burn Gorman, el estrafalario y desagradable Guppy, Nathaniel Parker como el ambiguo Skimpole, o el impagable Philip Davis, que interpreta al maravillosamente mezquino Smallweed (Shake me up, Judy! Shake me up!).

            Aunque, en mi opinión, los dos actores sobresalientes son Gillian Anderson y Charles Dance. En cuanto a la primera, olvídense de la agente Scully. Encarna a lady Dedlock, con la difícil tarea de dar vida a un personaje de sentimientos petrificados, que vuelven a la vida súbitamente, sin que ella pueda exteriorizarlos, por mucho que lo desee. Hacer esto bien exige talento. Anderson lo tiene. Y Charles Dance, a quien estamos disfrutando como Tywin Lannister, en Juego de Tronos, lleva con maestría el papel del helado Mister Tulkinghorn. A Dance (y a Tulkinghorn) le basta entrar en una habitación para que la temperatura descienda varios grados, una mirada para cortar una conversación. Y si esboza una mínima sonrisa, los demás encomiendan su alma a los cielos.

            Atmósfera, ambientación, grandes actores, fotografía impecable, una galería de personajes variopinta y Esther reducida casi hasta ser tolerable. Sólo casi. Pues claro: esto es la BBC.

julio 8, 2011

Himnos en el café

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 8:46 am
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            No tengo nada, por regla, contra un buen himno. Como composición musical, quiero decir. Asunto peliagudo, el de los himnos, sean de Estados, naciones, Estados-nación, organizaciones o clubes de fútbol. Porque puede uno aproximarse a ellos bien desde una perspectiva cáustica, bien desde lo sublime (en fin, si es que el himno es realmente bueno). Otro día tal vez divague sobre esa dicotomía entre lo sublime y lo cáustico.

            Las razones por las que apreciar un himno son diversas. La menos respetable, en mi opinión, es por identificación con la idea o la patria que representa el himno. La Internacional, por ejemplo, es un himno espléndido. No creo que haga falta ser socialista para gustar de él. En cambio, los himnos de las campañas electorales son todos espantosos, por mucho que uno se identifique con el partido respectivo.

            Sí entiendo que razones ideológicas, sentimentales, vitales o emocionales puedan realzar el disfrute de un himno que sea en sí mismo apreciable. Una vez más, un socialista probablemente disfrutará de manera más variada La Internacional que un neoliberal. Lo que no concibo es que haya gente que por razones ideológicas, sentimentales, vitales o emocionales puedan disfrutar de ciertos himnos que apestan como composiciones musicales. Aunque de eso, ya hablaremos, y no hoy.

            Un buen himno es, en última instancia, una obra maestra de manipulación. Va dirigido siempre a la masa y a la masa o se la aterroriza o se la enardece, es decir, siempre se la manipula. De ahí que la mejor manera de escuchar un himno sea en solitario o con un par de amigos y, por supuesto, con un vaso de whisky. Así se logra en equilibrio perfecto entre el distanciamiento cáustico y la vivencia sublime, se disfruta sin vociferar consignas patrióticas. Pero nunca, nunca, nunca, rodeado de una multitud. En todo caso, si uno tiene vocación de titiritero, desde la tribuna, saludando a los que gritan abajo.

            Un himno, cualquier himno, aunque en especial los nacionales, es un canto guerrero. Un canto de batalla o de victoria. De triunfo o de amenaza o de ambas cosas al mismo tiempo. En los himnos, en los grandes himnos, hay épica. La épica es tan magnífica como peligrosa. Si se analizan esas letras (un himno sin letra es, ya desde su nacimiento, un himno tullido), uno puede retroceder con desagrado. O reírse. Si se estudia la historia del país que sea, las opciones son las mismas. Pero la magia de la música, aliada con la literatura, logra siempre equilibrar al frío análisis histórico o político.

            E incluso superarlo. Sí, La Marsellesa, tal vez el mejor himno del mundo, tiene una letra que humea sangre. Sí, habrá quien la rechace por sus orígenes revolucionarios, mientras otras la amen por eso mismo. Habrá quien tuerza el gesto ante la Historia de Francia bajo ese himno, potencia colonial que explotaba a pueblos africanos y asiáticos envuelta en las palabras Igualdad, Libertad, Fraternidad. Y muchas cosas más. Pero nadie puede torcer el gesto ante esto.

            Ahí está. Esta es quizás, la escena cumbre de Casablanca. Y esta película prácticamente sólo tiene momentos cumbre. Pero no me digan que no se les ponen los pelos como escarpias. Porque lo tiene todo. Laszlo, el personaje más cansino de todos, se transfigura en estos minutos. Gracias a ese himno, un grupo de personas oprimidas, sin esperanza, que escuchan deprimidos los cantos triunfales de sus conquistadores se convierten de repente en un ejército. Se libra una batalla sin efusión de sangre, hasta derrotar al enemigo por completo. Sólo tres personas callan: mi querido Capitán Renauld, que lo observa todo con burlón cinismo; Ilsa, que pasa sin palabras de la admiración a la adoración de Laszlo. Y Rick, silencioso e impenetrable, partícipe en la sombra de la batalla. Lo cáustico, lo sublime y lo humano.

            Ahora imaginen la misma escena con el himno español. Pues eso. Bajonazo.

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