Como el lector, sin duda, yo conocía el sentido habitual que se da a la expresión “Eminencia Gris”. Utilizado casi siempre para describir a un político viene a ser una especie de envenenado elogio supremo: con esas dos palabras se le concede la astucia tortuosa, la sagacidad y la penetración de un maestro de marionetas con traje de hombre de Estado. Una Eminencia Gris gobierna tras el trono. Nuestros estimados conocidos, Fouché y Talleyrand, son ejemplos perfectos.
Pero, ¿de dónde viene la expresión? ¿Cuál es su origen? El respetuoso “Eminencia” es el tratamiento que reciben los cardenales. Y, ciertamente, a lo largo de la Historia, no pocos cardenales han engrosado la lista de estadistas maniobreros. Pero los cardenales visten de escarlata, no de gris.
La respuesta me vino de una relectura de esa estupenda novela de aventuras que es Los tres mosqueteros. En uno de sus primeros capítulos hay una frase, sólo una, una brevísima referencia a un personaje del que no se vuelve a hablar en toda la obra: el Padre Joseph de París, llamado la Eminencia Gris. Tan de pasada se menciona a este hombre, que en mi primera lectura de la novela no le di mucha importancia Aunque había otro detalle curioso: se menciona también el miedo que el nombre del Padre Jospeh provocaba.
Poco más pude averiguar sobre François Leclerc du Tremblay, como se llamaba en realidad. Hasta que, un día, echando un vistazo a una estantería abarrotada de libros, me encontré un gastado volumen de bolsillo con cuatro palabras: “Aldous Huxley, Eminencia Gris”.
¡Aldous Huxley! ¿Aldous Huxley? Sólo lo conocía entonces como autor de una de las más grandes novelas distópicas del siglo XX, Brave New World (o, como lo conocemos en España, “Un mundo feliz”). Pero no tenía ni idea de lo vasta que era su obra, su triple rostro de poeta, novelista y ensayista. Con curiosidad, empecé a leer.
Y, como ya habrán adivinado, les recomiendo que me imiten, que busquen y lean este libro, mezcla de biografía, retrato psicológico y meditación. Porque en él Huxley examina un hombre psicológicamente más interesante que su gran amigo, aliado y valedor, el duque-cardenal Richelieu. Alguien más fascinante que el poderoso primer ministro de Luis XIII, bien merece nuestra atención.
En el Padre Jospeh, Huxley encuentra un individuo de enorme complejidad, contradictorio casi hasta la esquizofrenia. Por un lado, un creyente de absoluta honestidad, un monje capuchino humilde, austero, disciplinado y considerablemente avanzado en las sendas del misticismo. Por el otro, el Secretario de Estado para las Relaciones Exteriores del cardenal, diplomático sibilino y jefe de espías. Y ahí está el magnífico primer capítulo de la obra para presentárnoslo en esa doble naturaleza.
Dos perspectivas, dos personas. El mismo Richelieu bautizó esos dos hombres: Ezequiel, uno, el visionario, el místico, el religioso que hablaba ante grandes igual que ante pequeños, con amabilidad y fervor. Tenebroso-Cavernoso, el otro, el manipulador e implacable estadista que, de acuerdo con el cardenal, hizo todo lo posible por prolongar la desastrosa Guerra de los Treinta años, con un objetivo muy claro: destruir el poderío de los Habsburgos, para engrandecer a Francia.
¿Cómo dos personalidades tan incompatibles podían coexistir, sin que mediara hipocresía de por medio? No puedo, claro, exponerlo con detalle. Para eso está el libro. El padre Jospeph empleó a fondo los ejercicios espirituales en los que era un gran maestro para “aniquilar” las vilezas que hacía en su labor política, manteniendo siempre fija la idea de, cuanto hacía lo realizaba para gloria de Francia, siendo Francia, en su visión, un instrumento decisivo de la Divina Providencia para alcanzar una paz total en Europa.
He aquí el punto justo. La narración de los avatares políticos del Padre Jospeh y del cardenal Richelieu, con el estilo conciso, inteligente e irónico, de Huxley, son una gozada, pero la gran carga de profundidad de este ensayo viene en la reflexión sobre el misticismo, el teocentrismo y la relación entre espiritualidad, acción benévola y poder político.
El resultado es un tanto desalentador, porque Tenebroso-Cavernoso sale triunfante frente a Ezequiel. Por muchos esfuerzos que hizo, el Padre Joseph no pudo volver a su añorada vida contemplativa, que se vio irremediablemente contaminada por sus actividades políticas. Y el capuchino lo sufrió intensamente. Claro que, entonces, ¿por qué continuó por ese sendero?
Huxley lo explica y lo explica con tino: es la primera vez que veo claramente expuestos los peligros de la llamada “ambición vicaria”. Así como casi todo el mundo se apunta a criticar ferozmente a los ambiciosos personales (una vez el ambicioso ha muerto o fracasado, nunca antes), casi todo el mundo suele ser comprensivo o hasta entusiasta de los ambiciosos vicarios. Para éstos el fin que justifica los medios no es su persona, ni su gloria, ni su riqueza, sino la gloria y la riqueza de un Estado, de una nación, de una institución o hasta de una idea. Los ambiciosos vicarios son grandes idealistas, aunque pueden ser implacables realistas en cuanto a los medios. Es ésta una ambición más sutil, más refinada y muy peligrosa para las personas de espíritu.
Los pasajes que estudian tal tentación se concilian de maravilla con los consagrados al estudio de la oración, de la mística y a la reflexión sobre la vida contemplativa (ninguna de las cuales es monopolio de una religión en concreto). Se puede, claro, no estar de acuerdo con algunas o varias de las conclusiones de Huxley, pero este libro de 1941, con los totalitarismos (tanto nazi como soviético) aún en pleno auge, tras épocas de colonialismo (al menos, de colonialismo expansivo) y de capitalismo desatado, da un severo grito de alarma.
“Un mundo totalmente no místico sería un mundo totalmente ciego, un mundo de locos. Desde principios del siglo XVIII en adelante, el número de fuentes de conocimiento místico ha ido disminuyendo constantemente en todo el planeta. Estamos peligrosamente adelantados en la oscuridad.” A quien es capaz de decir algo así, hay que prestarle atención. Por lo menos.
Imágenes: «Retrato triple del cardenal Richelieu», por Philippe de Champaigne; Aldous Huxley; retrato del padre Jospeh de París