Uno de los epigramas atribuidos a Oscar Wilde (no tengo idea de si lo dijo él, lo dijo uno de sus personajes o ninguna de las anteriores) es éste: Los niños empiezan amando a sus padres. Pasado un tiempo, los juzgan. Algunas veces, hasta los perdonan. Harper Lee podría haberlo empleado como cita para abrir “Go set a watchman (Ve y pon un centinela)”.
Cuando esta novela “perdida” de Lee salió a la luz hace varios meses, se armó un buen revuelo. Millones de lectores (un servidor de ustedes incluido) dieron palmas. Cuando se publicó, fuimos como adictos (lo que somos) a las librerías. Entonces, leímos. Y empezó la tormenta. Hubo un bloque no pequeño de voces que maldijeron a Lee por escribir esa novela, a los editores por publicarla y a sí mismos por leerla. Les resultó una lectura traumática.
Les comprendo. A mí me ha gustado. Me parece una buena novela, aunque no genial. Es una obra que se puede leer de manera autónoma pero en cuyo caso pierde casi todo su sentido. Para poder leer bien “Go set a wathman” (pondré el título en inglés, porque me la compré en inglés y me he acostumbrado a pensar en ella así) hay que haber leído “Matar a un ruiseñor”. Ésta es la obra madre y maestra. La segunda deriva de ella y saca su fuerza de la misma.
He dicho que me ha gustado y que comprendo a quienes reniegan de ella. No es un contrasentido. Me ha gustado, creo, precisamente por el motivo por el que otros reniegan de ella. Porque me ha descolocado. Hacía muchos años que una lectura no lograba emocionarme. No digo entusiasmarme, hacerme reír, disfrutar. Hablo de emoción pura. No rompí a llorar en mitad de lectura, claro. Ron Swanson ya nos dijo cuándo es lícito llorar y no era el caso. Sin embargo, confieso sin rubor que leí, en especial, la segunda mitad del libro, con una mezcla de ansia y reticencia. Con el ansia de avanzar y la reticencia de mantenerme en el dorado pasado.
Porque esta novela nos ha obligado a derribar al titán. Atticus Finch ya no será nunca el mismo Atticus Finch. Tal vez, nunca lo fue.
La novela nos trae de vuelta a Maycomb, en el tren, en compañía de una Jean Louise Finch (ya no Scout) de veintiséis años, residente en Nueva York, todo lo emancipada que podía estar una joven mujer en aquellos años por aquellos lares (más que por estos, por ejemplo). El primer cambio que me sorprendió, ya al inicio, fue el de narrador. En “Matar a un ruiseñor” es Jean Louise la que habla, rememorando sus años infantiles, de un modo que en ocasiones uno no tiene muy claro si quien lleva la voz cantante es la niña o su yo adulto. Aquí, en cambio, se emplea la tercera persona. Sin embargo, sigue siendo Jean Louise quien nos acompaña. No hay página sin ella, no hay narrador omnisciente que nos explique, con contadas excepciones, qué hacen o piensan otros personajes. Con Jean Lousie llegamos y con Jean Louise permanecemos.
Mientras en “Matar a un ruiseñor” la historia era lineal, aquí hay vueltas al pasado. A medida que Jean Louise pasa sus vacaciones en la nueva casa familiar (sí, me temo que la vieja casa de los Finch fue destruida) hay vueltas a los doce, los trece, los catorce años de Scout. Esto es bastante astuto. Nos permite reforzar aún más los lazos con aquellos dos niños huérfanos de madre, con aquel cortés y distante padre, con aquella amable tirana de Calpurnia. Además, mediante los mismos, Lee da de un cierto pasado a Henry, el único personaje nuevo, amigo de la infancia de Jem, llegado después de que nosotros nos despidiésemos de los Finch, dejando a padre e hija velando al niño herido. Henry es, además, el a medias prometido de Jean Lousie. Con este personaje Lee logra un éxito parcial: es claro que Jean Louise siente gran inclinación por él, aunque nosotros, al menos yo, no acabamos de tener por él más que una neutra indiferencia.
Pero no por los demás. Allí están: la tía Alexandra, sus corsés, sus prejuicios, su capacidad para sacar de sus casillas a su sobrina; el Doctor Jack Finch, mucho más astuto, más equívoco, más taimado de lo que nos mostró hace años, pero no menos amante de su hermano y sobrina. De Dill se nos habla, el pequeño se ha convertido en un aventurero que sabe Dios por dónde anda. Calpurnia también está sí, en el pasado y en el presente. No Jem. Sólo en el pasado. Ése es el primer golpe de la novela, el enterarnos del fallecimiento de Jem, unos años antes de esta visita de Jean Louise, como ni nos enterásemos de repente de la muerte de un viejo amigo con el que habíamos perdido contacto. Y Atticus está allí, nuestro viejo Atticus, tan educado, cordial, incapaz de ponerse a sí mismo en primer lugar antes que a otros.
Mientras las páginas pasan, parece que no nos llevan a ninguna parte. “Matar a un ruiseñor” tenía una estructura intrincada, muy bien pensada: tras presentarnos a los personajes clave, tras meternos de lleno en Maycomb y de presentarnos, casi sin darnos cuenta, las dos grandes tramas de la novela, se da paso al juicio y la historia de Boo Railey. “Go set a watchman” dedica mucho rato a reintroducirnos en Maycomb. Hay cambios, cambios que Jean Louise y nosotros percibimos. Nada grave, nada grave, es el mismo viejo Sur de siempre, con sus flaquezas, con sus miserias, con sus odios y desprecios. Ah, ya los conocíamos de antes. Podemos encogernos de hombros ante ellos.
La señora Lee ha ido enredándonos suavemente. Si estamos atentos, si queremos verlos (pero no queremos, claro que no queremos), hay indicios de que no es igual, de que hay algo más feo en el fondo. Hasta que empezamos a toparnos con evidencias. Evidencias que, igual que a Jean Louise, nos ponen enfermos.
Una de las pruebas de lo gran escritora que es Harper Lee es la siguiente: para millones y millones de lectores, Atticus Finch, Scout, Calpurnia, Jem, no son meros nombres en un papel. Son prácticamente de carne y hueso. Los conocemos. Desde la primera vez que leímos ese libro, tantas veces releído, nos sentimos parte de su familia y sentimos que ellos forman parte de la nuestra. Y con Atticus el vínculo es incluso más profundo. Sometidos a la habilidad literaria de Lee y a la perspectiva de Scout, no podemos sino admirar a este hombre. No quiero meterme en debates que exigirían otro foro, pero dado que los padres existen, en el mundo y en la literatura, Atticus Finch es uno de los grandes padres, tal vez el mejor, de la literatura. Sospecho que muchos padres lectores sentían una punta de rabia respecto a Finch y su capacidad casi sobrenatural para criar a sus hijos.
Si es usted uno de nosotros, de los que he hablado en el párrafo anterior, comprenderá cómo se me abrió la boca hasta las rodillas al ver a Atticus Finch, a Atticus Finch, dando la palabra en una reunión a un supremacista blanco, a un racista de la peor calaña, a un infame que blasfemaba al envolver su racismo en la voluntad divina, a un ignorante venenoso. Comprenderán a Jean Louise, sintiendo náuseas. Entenderán que casi se me corta la respiración en una terrible escena en la que Jean Louise visita a Cal, y sólo logra de ella fríos buenos modales y una confesión de odio. Y el vértigo que se apoderó de mí en la escena cumbre de la novela, el enfrentamiento de Jean Louise con Atticus, en el que una hija indignada hasta el infinito llama a su padre, a su adorado padre, a ese icono, “hijo de puta”. El lector, en el fondo, tan dolido como Scout, está con ella.
El Doctor Finch habla con su sobrina antes y después de ese duelo paterno filial. Son charlas sutiles. No en vano Jean Louise piensa que su tío es una araña encantadora. Toca ciertos puntos de política y sociología que podrían debatirse y que, como todos, habría que poner en su contexto histórico. Son desde luego, argumentos bastante conservadores, que conservadores actuales verían con desagrado (o no). Pero las palabras que Jean Louise dirige a su padre siguen muy vivas, resuenan pese a las persuasivas razones del médico amante de la poesía victoriana. Porque lo que Atticus dice para defender su postura a su hija es, en ocasiones, vomitivo. Y no querríamos que Atticus Finch dijera nada vomitivo. Se las voy a citar:
–Les deniegas la esperanza. Cualquier hombre en este mundo, Atticus, cualquier hombre que tenga cabeza y brazos y piernas, nace con esperanza en su corazón. No encontrarás eso en la Constitución, lo escuché en la iglesia, en algún lugar. Son gentes simples, muchos de ellos, pero eso no los hace subhumanos.
“Les estás diciendo que Jesús les ama, pero no mucho. Usas medios espantosos para justificar fines que crees buenos para la mayoría de la gente. Tus fines pueden ser buenos –me parece que creo en los mismos fines- pero no puedes usar a las personas como tus peones, Atticus. No puedes. Hitler y esa panda de Rusia han hecho algunas cosas encantadoras por sus tierras, y han masacrado a decenas de millones de personas haciéndolas…
Atticus sonrió:- Hitler, ¿eh?
-No eres mejor. No eres mejor, maldita sea. Intentas matar sus almas en vez de sus cuerpos. Intentas decirles: “Mirad, sed buenos. Comportaos. Si sois buenos y nos hacéis caso, podréis conseguir mucho de la vida, pero, si no nos hacéis caso, no os daremos nada y os quitaremos lo que ya os hayamos dado.”
Ahora díganme que estas palabras de Jean Louise, fuera de contexto, sin nombres, no hubiésemos supuesto todos que serían propias de Atticus. La rabia de la hija la sentirse traicionada por su padre es tremenda. Fíjense: Jean Louise está indignada con su padre porque ha basado toda su ética, toda su forma de ser, en las enseñanzas de éste. Y de repente le ve hacer algo, defender algo, decir algo que no encaja, que va en contra de esa ética, de esa forma de ser, de esas enseñanzas. Es una traición mucho más grave para ella que cualquier acción concreta contra ella, porque es una puñalada trapera contra su misma alma.
Lo más espantoso de esto es que el Atticus Finch que veneramos, el del pasado, queda contaminado por este anciano. Al releer “Matar a un ruiseñor”, a partir de ahora, detectaremos en esas palabras que antes nos parecían baluartes contra el odio, la ignorancia y el miedo, rastros de un condescendiente paternalismo que nos hará torcer el gesto. Esto, sin embargo, es parte de los privilegios del escritor. Puede uno hacer evolucionar a sus personajes y puede mostrarnos con más crudeza aspectos que nosotros deseábamos mantener en una conveniente penumbra.
No es sorprendente, sabemos además que Jean Louise es de genio vivo, ver cómo se prepara para abandonar Maycomb para siempre. Entonces, Lee da otra vuelta de tuerca. Nos obliga a otra pendiente en su montaña rusa. Jack Finch habla con su sobrina y vemos un poco de luz entre tanta tiniebla.
Digamos esto: Jack Finch no logra rehabilitar los puntos de vista de Atticus, pero nos da la llave psicológica, emocional, para no acabar devastados. Si el médico es aquí portavoz de Lee, sus palabras pueden estar dirigidas también a nosotros y, quién sabe, tal vez a ella misma: […] confundiste a tu padre con Dios. Nunca le viste como a un hombre, con un corazón de hombre y con los defectos de un hombre –te concedo que habría sido difícil verlos, comete tan pocos errores, pero los comete, como el resto de nosotros. Eras una tullida emocional, apoyándote en él, consiguiendo tus respuestas de él, asumiendo que tus respuestas serían siempre sus respuestas.
En esta obra, Lee no ha asesinado a su mayor creación, pero la ha derribado del pedestal. El gran padre, la figura que tanto adorábamos, ha sido derrocado. Con Jean Louise, ahora vemos, sencillamente, a un padre. Esta novela es, así, una suerte de catarsis. Mientras le daba la bienvenida silenciosamente a la raza humana, la puñalada del descubrimiento hizo que temblara un poco.
Bienvenido, Mr. Finch, entre nosotros, la Humanidad imperfecta. Aunque sentiremos, de vez en cuando, una punzada de nostalgia, pensando cuando usted era nuestro Atticus.