EL DRAGÓN ESTIRÓ UN ALA, desencajó y encajó su mandíbula inferior y pestañeó. Sus reptilianos y malignos ojos relucían en la oscuridad de la cueva. Una montaña de oro, joyas, estatuas magníficas y obras de arte le rodeaban. Con su cola, barrió distraídamente unos cuantos jarrones de delicada porcelana, convirtiéndolos en rompecabezas para arqueólogos que aún tardarían un par de siglos en nacer. Su garra derecha delantera pasó de estar debajo de su garra izquierda delantera a estar encima. El Dragón estaba aburrido.
Hacía unos seis meses que había acabado de amasar su fortuna, hasta llenar aquella amplia gruta. Había asaltado caravanas, atacado convoyes, arrasado fortalezas. Y con la seguridad que da el instinto, había arramplado con todo lo valioso, nunca puesto en peligro por sus estragos. Entre asaltos, había devorado rebaños enteros de ovejas, piaras de cerdos e incluso algunas vacas de buen aspecto. Y creía que, en medio de un banquete, se le había colado una ardilla entre los dientes. Se había pasado horas hurgándose la dentadura hasta lograr sacarse los malditos huesecillos.
Un rugido acabado en bostezo (o tal vez un bostezo acabado en rugido, no son tan fáciles de distinguir cuando de un Dragón estamos hablando) retumbó en la cueva. El Dragón estaba más allá del aburrimiento. Pero le perseguía una extraña sensación. La sensación de tener una palabra en la bífida punta de la lengua, de haber algo que se insinuaba justo en el rabillo de sus relucientes ojos, de un recuerdo o pensamiento que bailaba por su cabeza, al cual no lograba dar caza.
Recordaba vagamente un tiempo pasado, cuando atacar castillos, dispersar ejércitos y hacerse con el tesoro de un rey le causaba una viva excitación. Se sentía entonces vivo, pletórico, lleno de alegría y arrogancia. Sus víctimas le llamaban cosas como “Bestia Feroz”, “Gusano Terrible”, “Monstruo Malvado”. ¿Cómo podía no sentirse satisfecho? Y entonces… algo sucedía entonces, no sabía muy bien qué. Pero, cuando ese algo sucedía, ya no tenía miles de doblones para servirle de cama, ni la panza llena de carne de animales o soldados. No tenía nada. Salvo sus alas, su cola, sus dientes, su coraza y su fuego. Y un hambre de riquezas y alimentos que debía saciar. Aunque cada vez con menos y menos entusiasmo.
Cuando las reverberaciones de su bostezo (o rugido) se extinguieron finalmente, el Dragón percibió otro sonido. Un sonido apagado, suave, un sonido que querría pasar desapercibido: el de unos quedos e incontrolables sollozos. Giró la cabezota hacia el rincón de donde venía. Sus ojos de pupilas rasgadas podían ver perfectamente en la oscuridad. Había allí una graciosa figurita, vestida con unas ropas que en su día fueron delicadas, de gran calidad. Una maraña que ese mismo día fue una cascada de cabellos como rayos de sol y una boca que tuvo por la misma época el color del carmín. Ah, ella… casi se había olvidado de que andaba por la cueva. La Princesa. No recordaba su nombre. Ni de quién era hija; de un Rey, seguramente. ¿Por qué la habría secuestrado? ¿Por qué no se la había comido? Hubo un tiempo donde él recordaba todas esas cosas. Pero no era aquel tiempo. Con un suspiro, cerró los ojos, desando no despertarse nunca.
EL CABALLERO MALDIJO la dureza de la silla de montar. Maldijo la pesadez de la lanza, atada a su espalda. Y el tintineo de su espada contra la grupa de su corcel. Al menos podía llevar el yelmo colgando de una de sus alforjas, evitando que el sol de aquel día de Primavera le cociera la cabeza.
El Caballero tenía todo el aspecto que debe tener un joven y valiente Caballero. Era gallardo, hermoso, noble, orgulloso sin jactancia y humilde sin servilismo. Su armadura tenía el aspecto que debe tener la armadura de un joven y valiente caballero, con sus grebas, sus placas, su guanteletes limpios, relucientes. Con su túnica corta por encima, blanquísima, sin una mancha, y una cruz roja de delgados brazos dividiéndola en cuatro cuadrados. Desde luego, también el corcel era el adecuado, blanco con matices grises, de gran alzada, relincho sonoro, patas poderosas, resistente, fuerte, pero ligero en la carrera.
El Caballero tenía una misión. Una noble y caballeresca misión. Eso es algo muy importante en la vida de todo joven y valiente Caballero. Sin una misión que reúna esas características puede muy preguntarse el porqué de su existencia en el mundo y acabar buscando la respuesta en alguna taberna o en algún burdel, donde lo más probable es que encuentre otras respuestas y otras preguntas. No era el caso: su misión era la más noble. Un malvado y cruel Dragón había asolado aquellas tierras, arrasado los sembrados, masacrado a los campesinos, robado a los mercaderes, devorado al ganado, derrotado a la soldadesca y quitado al Rey tesoro e hija. La llegada del Caballero fue para aquellas atribuladas gentes una bendición del cielo. Incluso llegaron a decir que el caballero era, sin duda, un santo. Saint George, gritaron unos, Sant Jordi, modificaron los de más allá. El Caballero saludó al pasar, pero no se reconocía en aquellas alabanzas. Aunque en verdad, ¿cómo podía si ni siquiera era capaz de recordar su propio nombre?
Recordaba otros caminos, recordaba otras gentes con dificultades y otras nobles misiones. Pero no lograba recordar quién era él en realidad, ni qué hacía por los caminos, ni cómo había conseguido sus espuelas, o su equipo. Nada de eso le había preocupado en los últimos meses. Pero desde que había aceptado acabar con el Dragón, no, desde que había oído hablar del Dragón, una sensación de vaga inquietud se había quedado a vivir en alguna parte de su mente. No lograba deshacerse de ella, pese a que se repetía que nada hay más digno de un Caballero, encarnación de todo lo Bueno y Justo, que rescatar a una Princesa, encarnación de todo lo Bello e Inocente, de un Dragón, encarnación de todo lo Vil y Maligno.
Ante él abría sus fauces la cueva del Dragón. El caballo bufó y pateó, nervioso por el olor del monstruo. Pero el Caballero sujetó con firmeza las riendas. Luego, se llevó su clarín a los labios y sopló fuerte, una, dos, tres veces, dejando que las notas argentinas rasgaran el silencio. Por último, se colocó el yelmo y aferró la lanza y el escudo, listo para el combate. Pues sabía, de alguna manera, que su adversario ya acudía hacia él.
Y TENÍA RAZÓN, pues en el interior de la gruta se escucharon claramente los tres toques del clarín. La Princesa dejó de sollozar y levantó un rostro que fue y sería muy bello, con una inexplicable esperanza en su corazón. El Dragón irguió la cabeza, al final del largo cuello de serpiente y chasqueó la lengua. Algo así estaba esperando. Algo en su interior le dijo que no tenía más elección a la hora de responder aquella llamada de desafío que a la hora de respirar.
Pesadamente, se alzó sobre sus cuatro grandes patas y reptó por el subterráneo, hasta el umbral. Allí vio al Caballero y el Caballero le vio a él. Y aunque ninguno de los dos recordaba haberse visto nunca, tampoco eran dos desconocidos los que se miraban a través del campo.
El Dragón rugió su respuesta al clarín, escupiendo una llamarada de fuegos verdes y amarillos. El Caballero lanzó un grito de guerra, picó espuelas y cabalgó hacia el Dragón. Y el Dragón, el cuello estirado, las alas extendidas, las garras preparadas, aguardó la carga.
EL FLORISTA VEÍA TODO AQUELLO a una razonable distancia. Se rió suavemente, para sí mismo. Todo sucedía como él había previsto. Una vez más. Ya había perdido la cuenta de éxitos. Año tras año, la misma historia, los mismos personajes, los mismos resultados. El Caballero mataría al Dragón, rescataría a la Princesa, sería recibido en triunfo, se marcharía… y luego, una vez más, el Dragón despertaría y asolaría la tierra, hasta que el Caballero regresara para acabar con él.
Lejos de allí, pero bien vívidos en la mente del Florista, sus vastos campos de rosas rojas estaban siendo cosechados. Miles de cajas con hermosas rosas rojas, que serían distribuidas al mundo entero, para ser vendidas en una jornada de fiesta, flores y besos.
¡Y pensar que a punto estuvo de irse a la ruina! Las rosas ya no se vendían tan bien como otras flores. Además, sus tierras, sus enormes tierras, sólo producían rosas rojas, no amarillas, negras, púrpuras o azules. Durante una época angustiosa, sólo sus campos de amapolas, que abastecían un mercado nunca en retroceso, lo protegieron de la ruina.
Pero por fortuna, había descubierto aquel mundo, aquel mundo de leyenda, aquel mundo donde, al menos, quedaba una Princesa, un Caballero y un Dragón. Y había mandado una flor a cada uno, una rosa roja a cada uno de ellos, cuyas espinas se clavaron en la mano delicada, o cuyos pétalos hechizaron unos labios castos, o cuya fragancia estimuló un olfato ávido.
Y allí estaban esos tres, bailando a su son, alimentando una leyenda, una leyenda que alguna vez significó algo, pero que ahora no tenía sentido para sus partícipes y sólo implicaba beneficios para quien la había sabido adaptar a sus propósitos. Porque las leyendas tiene poder, si uno sabe extraerlo ¡Gracias sean dadas por los enamorados! Un beso, una rosa, y los sufrimientos de cientos quedan sepultados. Y las cuentas cuadran. El Florista tenía motivos para sentirse satisfecho de sí mismo.
Bueno, no en solitario. Su secretario había tenido una buena idea con lo de los libros. Al parecer dos escritores habían muerto en la misma fecha, pero en diferentes días. El Florista sabía poco de libros y de escritores. Pero entendió que si podías convencer a miles de personas para comprar una rosa, podías convencerles para comprar una rosa y un libro. Así que invirtió parte de su capital en controlar unas cuantas librerías y editoriales.
Le llegó un rugido de dolor. El Caballero había logrado herir de muerte al Dragón. Tenía la armadura abollada y ensangrentada, la túnica quemada y el escudo inservible, pero había derrotado a la bestia. Como siempre. Entró en la cueva y salió al poco con la Princesa abrazada a sus espaldas. Y el cabello volvía a ser una melena de rubio magnífico, y los labios eran rojos como el carmín y el rostro hermoso como la aurora, aunque ellos cabalgaban hacia el atardecer primaveral.
El Florista les vio alejarse, sonriente. Abril es el mes más cruel, escribió un poeta (un tal Heliot, o Elliot, o algo así), según su secretario. Para otros, sin duda. No para él.