Con un vaso de whisky

abril 22, 2012

El Dragón, el Caballero y el Florista

Filed under: Relatos — conunvasodewhisky @ 7:14 pm
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            EL DRAGÓN ESTIRÓ UN ALA, desencajó y encajó su mandíbula inferior y pestañeó. Sus reptilianos y malignos ojos relucían en la oscuridad de la cueva. Una montaña de oro, joyas, estatuas magníficas y obras de arte le rodeaban. Con su cola, barrió distraídamente unos cuantos jarrones de delicada porcelana, convirtiéndolos en rompecabezas para arqueólogos que aún tardarían un par de siglos en nacer. Su garra derecha delantera pasó de estar debajo de su garra izquierda delantera a estar encima. El Dragón estaba aburrido.

            Hacía unos seis meses que había acabado de amasar su fortuna, hasta llenar aquella amplia gruta. Había asaltado caravanas, atacado convoyes, arrasado fortalezas. Y con la seguridad que da el instinto, había arramplado con todo lo valioso,  nunca puesto en peligro por sus estragos. Entre asaltos, había devorado rebaños enteros de ovejas, piaras de cerdos e incluso algunas vacas de buen aspecto. Y creía que, en medio de un banquete, se le había colado una ardilla entre los dientes. Se había pasado horas hurgándose la dentadura hasta lograr sacarse los malditos huesecillos.

            Un rugido acabado en bostezo (o tal vez un bostezo acabado en rugido, no son tan fáciles de distinguir cuando de un Dragón estamos hablando) retumbó en la cueva. El Dragón estaba más allá del aburrimiento. Pero le perseguía una extraña sensación. La sensación de tener una palabra en la bífida punta de la lengua, de haber algo que se insinuaba justo en el rabillo de sus relucientes ojos, de un recuerdo o pensamiento que bailaba por su cabeza, al cual no lograba dar caza.

            Recordaba vagamente un tiempo pasado, cuando atacar castillos, dispersar ejércitos y hacerse con el tesoro de un rey le causaba una viva excitación. Se sentía entonces vivo, pletórico, lleno de alegría y arrogancia. Sus víctimas le llamaban cosas como “Bestia Feroz”, “Gusano Terrible”, “Monstruo Malvado”. ¿Cómo podía no sentirse satisfecho? Y entonces… algo sucedía entonces, no sabía muy bien qué. Pero, cuando ese algo sucedía, ya no tenía miles de doblones para servirle de cama, ni la panza llena de carne de animales o soldados. No tenía nada. Salvo sus alas, su cola, sus dientes, su coraza y su fuego. Y un hambre de riquezas y alimentos que debía saciar. Aunque cada vez con menos y menos entusiasmo.

            Cuando las reverberaciones de su bostezo (o rugido) se extinguieron finalmente, el Dragón percibió otro sonido. Un sonido apagado, suave, un sonido que querría pasar desapercibido: el de unos quedos e incontrolables sollozos. Giró la cabezota hacia el rincón de donde venía. Sus ojos de pupilas rasgadas podían ver perfectamente en la oscuridad.  Había allí una graciosa figurita, vestida con unas ropas que en su día fueron delicadas, de gran calidad. Una maraña que ese mismo día fue una cascada de cabellos como rayos de sol y una boca que tuvo por la misma época el color del carmín. Ah, ella… casi se había olvidado de que andaba por la cueva. La Princesa. No recordaba su nombre. Ni de quién era hija; de un Rey, seguramente. ¿Por qué la habría secuestrado? ¿Por qué no se la había comido? Hubo un tiempo donde él recordaba todas esas cosas. Pero no era aquel tiempo. Con un suspiro, cerró los ojos, desando no despertarse nunca.

            EL CABALLERO MALDIJO la dureza de la silla de montar. Maldijo la pesadez de la lanza, atada a su espalda. Y el tintineo de su espada contra la grupa de su corcel. Al menos podía llevar el yelmo colgando de una de sus alforjas, evitando que el sol de aquel día de Primavera le cociera la cabeza.

            El Caballero tenía todo el aspecto que debe tener un joven y valiente Caballero. Era gallardo, hermoso, noble, orgulloso sin jactancia y humilde sin servilismo. Su armadura tenía el aspecto que debe tener la armadura de un joven y valiente caballero, con sus grebas, sus placas, su guanteletes limpios, relucientes. Con su túnica corta por encima, blanquísima, sin una mancha, y una cruz roja de delgados brazos dividiéndola en cuatro cuadrados. Desde luego, también el corcel era el adecuado, blanco con matices grises, de gran alzada, relincho sonoro, patas poderosas, resistente, fuerte, pero ligero en la carrera.

            El Caballero tenía una misión. Una noble y caballeresca misión. Eso es algo muy importante en la vida de todo joven y valiente Caballero. Sin una misión que reúna esas características puede muy preguntarse el porqué de su existencia en el mundo y acabar buscando la respuesta en alguna taberna o en algún burdel, donde lo más probable es que encuentre otras respuestas y otras preguntas. No era el caso: su misión era la más noble. Un malvado y cruel Dragón había asolado aquellas tierras, arrasado los sembrados, masacrado a los campesinos, robado a los mercaderes, devorado al ganado, derrotado a la soldadesca y quitado al Rey tesoro e hija. La llegada del Caballero fue para aquellas atribuladas gentes una bendición del cielo. Incluso llegaron a decir que el caballero era, sin duda, un santo. Saint George, gritaron unos, Sant Jordi, modificaron los de más allá. El Caballero saludó al pasar, pero no se reconocía en aquellas alabanzas. Aunque en verdad, ¿cómo podía si ni siquiera era capaz de recordar su propio nombre?

            Recordaba otros caminos, recordaba otras gentes con dificultades y otras nobles misiones. Pero no lograba recordar quién era él en realidad, ni qué hacía por los caminos, ni cómo había conseguido sus espuelas, o su equipo. Nada de eso le había preocupado en los últimos meses. Pero desde que había aceptado acabar con el Dragón, no, desde que había oído hablar del Dragón, una sensación de vaga inquietud se había quedado a vivir en alguna parte de su mente. No lograba deshacerse de ella, pese a que se repetía que nada hay más digno de un Caballero, encarnación de todo lo Bueno y Justo, que rescatar a una Princesa, encarnación de todo lo Bello e Inocente, de un Dragón, encarnación de todo lo Vil y Maligno.

            Ante él abría sus fauces la cueva del Dragón. El caballo bufó y pateó, nervioso por el olor del monstruo. Pero el Caballero sujetó con firmeza las riendas. Luego, se llevó su clarín a los labios y sopló fuerte, una, dos, tres veces, dejando que las notas argentinas rasgaran el silencio. Por último, se colocó el yelmo y aferró la lanza y el escudo, listo para el combate. Pues sabía, de alguna manera, que su adversario ya acudía hacia él.

            Y TENÍA RAZÓN, pues en el interior de la gruta se escucharon claramente los tres toques del clarín. La Princesa dejó de sollozar y levantó un rostro que fue y sería muy bello, con una inexplicable esperanza en su corazón. El Dragón irguió la cabeza, al final del largo cuello de serpiente y chasqueó la lengua. Algo así estaba esperando. Algo en su interior le dijo que no tenía más elección a la hora de responder aquella llamada de desafío que a la hora de respirar.

            Pesadamente, se alzó sobre sus cuatro grandes patas y reptó por el subterráneo, hasta el umbral. Allí vio al Caballero y el Caballero le vio a él. Y aunque ninguno de los dos recordaba haberse visto nunca, tampoco eran dos desconocidos los que se miraban a través del campo.

            El Dragón rugió su respuesta al clarín, escupiendo una llamarada de fuegos verdes y amarillos. El Caballero lanzó un grito de guerra, picó espuelas y cabalgó hacia el Dragón. Y el Dragón, el cuello estirado, las alas extendidas, las garras preparadas, aguardó la carga.

            EL FLORISTA VEÍA TODO AQUELLO a una razonable distancia. Se rió suavemente, para sí mismo. Todo sucedía como él había previsto. Una vez más. Ya había perdido la cuenta de éxitos. Año tras año, la misma historia, los mismos personajes, los mismos resultados. El Caballero mataría al Dragón, rescataría a la Princesa, sería recibido en triunfo, se marcharía… y luego, una vez más, el Dragón despertaría y asolaría la tierra, hasta que el Caballero regresara para acabar con él.

            Lejos de allí, pero bien vívidos en la mente del Florista, sus vastos campos de rosas rojas estaban siendo cosechados. Miles de cajas con hermosas rosas rojas, que serían distribuidas al mundo entero, para ser vendidas en una jornada de fiesta, flores y besos.

            ¡Y pensar que a punto estuvo de irse a la ruina! Las rosas ya no se vendían tan bien como otras flores. Además, sus tierras, sus enormes tierras, sólo producían rosas rojas, no amarillas, negras, púrpuras o azules. Durante una época angustiosa, sólo sus campos de amapolas, que abastecían un mercado nunca en retroceso, lo protegieron de la ruina.

            Pero por fortuna, había descubierto aquel mundo, aquel mundo de leyenda, aquel mundo donde, al menos, quedaba una Princesa, un Caballero y un Dragón. Y había mandado una flor a cada uno, una rosa roja a cada uno de ellos, cuyas espinas se clavaron en la mano delicada, o cuyos pétalos hechizaron unos labios castos, o cuya fragancia estimuló un olfato ávido.

            Y allí estaban esos tres, bailando a su son, alimentando una leyenda, una leyenda que alguna vez significó algo, pero que ahora no tenía sentido para sus partícipes y sólo implicaba beneficios para quien la había sabido adaptar a sus propósitos. Porque las leyendas tiene poder, si uno sabe extraerlo ¡Gracias sean dadas por los enamorados! Un beso, una rosa, y los sufrimientos de cientos quedan sepultados. Y las cuentas cuadran. El Florista tenía motivos para sentirse satisfecho de sí mismo.

            Bueno, no en solitario. Su secretario había tenido una buena idea con lo de los libros. Al parecer dos escritores habían muerto en la misma fecha, pero en diferentes días. El Florista sabía poco de libros y de escritores. Pero entendió que si podías convencer a miles de personas para comprar una rosa, podías convencerles para comprar una rosa y un libro. Así que invirtió parte de su capital en controlar unas cuantas librerías y editoriales.

              Le llegó un rugido de dolor. El Caballero había logrado herir de muerte al Dragón. Tenía la armadura abollada y ensangrentada, la túnica quemada y el escudo inservible, pero había derrotado a la bestia. Como siempre. Entró en la cueva y salió al poco con la Princesa abrazada a sus espaldas. Y el cabello volvía a ser una melena de rubio magnífico, y los labios eran rojos como el carmín y el rostro hermoso como la aurora, aunque ellos cabalgaban hacia el atardecer primaveral.

              El Florista les vio alejarse, sonriente. Abril es el mes más cruel, escribió un poeta (un tal Heliot, o Elliot, o algo así), según su secretario. Para otros, sin duda. No para él.

abril 16, 2012

¿Amor? ¡Arte! (IV): El amor sabio

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 1:59 pm
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            Beatriz y Benedicto, por tanto, nos desvelan otra de las verdades de la pareja. Efectivamente, se puede amar y ser inteligente; se puede ser amante y mantener vivo el ingenio. Esto es casi una epifanía apocalíptica, porque destruye uno de los pilares de los solterones de intelecto poderoso: ya no hay que elegir entre amar y pensar, no pierde uno la dignidad, ni la estima, propia y ajena, por amar y ser amado. Bueno, dependiendo de a quién amemos, claro.

            Pero Shakespeare aún no nos había regalado a su heroína invencible del amor. De todos sus grandes ingenios, sólo una es verdaderamente amante y amada y, contra la opinión de Ortega (Los hombres más capaces de pensar sobre el amor son los que menos lo han vivido; y los que lo han vivido suelen ser incapaces de meditar sobre él), tan capaz de amar como de meditar sobre el amor. Rosalinda es la inteligencia amorosa y el amor inteligente por excelencia.

            De acuerdo, Hamlet es más inteligente. Sólo Falstaff, señala Bloom, y estoy de acuerdo, iguala la capacidad intelectual del Príncipe de Dinamarca. Pero Hamlet no ama a nada ni a nadie y Falstaff ama, sí, pero no es amado. De hecho, su relación amorosa con el peligrosísimo Príncipe Hal es ambigua y uno no sabe si colocarla en el terreno del maestro y el discípulo, en clave paterno-filial, o un sentido, digamos, más bien griego. Lo único seguro es que Hal ha dejado de amar, si es que alguna vez amó a Falstaff, en cualquier sentido, y que, tras aprender del Ingenio Máximo todo lo posible, se deshace de él, pues supone un lastre para su carrera en el Poder.

           Rosalinda, ama con ingenio y educa a su amado, Orlando, que demuestra ser, si bien no su igual (es muy inferior en grado de brillantez), sí un pupilo capacitado, recto, sin malicia e igualmente amante. Lo hace disfrazada de muchacho, pero varios críticos opinan, y pienso que con mucha razón, que Orlando no se deja engañar y participa en la farsa, que es una auténtica escuela del amor inteligente. Ambos se aman con pasión y con agudeza: hay conexión física e intelectual. En sus diálogos de cortejo, dice Bloom, “Rosalinda funde de manera casi única (incluso en Shakespeare) el auténtico amor con el más alto ingenio”. Veamos si no:

Rosalinda: Ahora, dime, ¿cuánto tiempo la tendrás luego de haberla poseído?

Orlando: Para siempre y un día más.

Ros.: Di que un día, sin el “para siempre”. No, no, Orlando, los hombres son abril cuando hacen la corte, diciembre cuando se casan. Las doncellas son mayo cuando son doncellas, pero el cielo cambia cuando son esposas. Estaré más celosa de ti que un palomo de Berbería con su paloma, más clamorosa que una cotorra contra la lluvia, más novelera que un simio, más caprichosa en mis deseos que un mono. Lloraré por nada, como Diana en la fuente, y lo haré cuando tú estés dispuesto a estar alegre. Me reiré como una hiena, y eso cuando te inclines a dormir. 

Or.: ¿Pero hará eso mi Rosalinda?

Ros.: Por mi vida, hará como yo

Or.: Ah, pero ella es sensata.

Ros.: Y si no, no tendría el ingenio para hacer esto. Cuanto más sensata, más caprichosa. Ciérrale la puerta al ingenio de una mujer y saldrá por la ventana; cierra ésa y saldrá por el agujero de la cerradura; tapa ése y volará con el humo por la chimenea.

Or.: Un hombre que tuviera una esposa con ese ingenio podría decir: “Ingenio, ¿para qué te las ingenias? (en el original: “wit, whiter wilt?”, esto es, “Ingenio, ¿adónde quieres ir?)

Ros.: No, puedes guardar ese reproche hasta que te encuentres con el ingenio de tu esposa yendo a la cama de tu vecino.

Or.: ¿Y qué ingenio tendría la ingeniosidad de excusar eso?

Ros.: Hombre, diciendo que fue allí a buscarte. Nunca la pescarás falta de respuesta, a menos que la encuentres sin lengua. Oh, la mujer que no pueda hacer de su falta la ocasión de su marido, que nunca críe a su hijo ella misma, porque lo criará como un tonto.

            Lo grandioso de Rosalinda es su capacidad de amar y reírse del amor, ser ella una heroína amorosa y desconfiar profundamente de todo lo sentimental. Sus diálogos con Orlando en Como gustéis son lectura obligatoria para toda persona metida en una relación amorosa, o en vías de hacerlo. Ante su discípulo, sonríe con burla: Los hombres han muerto de vez en cuando y los gusanos se los han comido, pero no por amor. Shakespeare, que siempre cuidó de ocultarse detrás de su obra, de modo que conociésemos lo menos posible sus opiniones, quizás habla aquí. No, no, Orlando, los hombres son abril cuando hacen la corte, diciembre cuando se casan. Las doncellas son mayo cuando son doncellas, pero el cielo cambia cuando son esposas.

            Las heroínas han ido aumentando en inteligencia y profundidad y Rosalinda es la culminación. Nadie en la obra se le resiste. Sus adversarios, Jaques, un melancólico estirado, pero con un talento satírico nada despreciable (el famoso discurso que comienza Todo el mundo es teatro lo pronuncia Jaques), y el agriamente mordaz Touchstone, no logran hacer temblar ni un segundo a esta mujer maravillosa. Bloom sueña con su personaje predilecto, Falstaff, colándose y debatiendo con Rosalinda y yo sería el primero en apuntarme al espectáculo, porque seguramente sólo Sir John tendría voluntad y capacidad para competir con ella. Tanto dentro de la literatura como en el mundo real.

            Su tatara-tatara-tatra-nieta sería, en mi opinión, la estupenda Lorelai Gilmore. En esa serie tan mal entendida por muchos que es Gilmore Girls, la protagonista (mucho más que su a ratos cansinísima hija) concentra casi todo el Ingenio con mayúscula. Ingenio amoroso, amante y absurdo al tiempo.

            Nadie como Lorelai, en la serie, es capaz de poner en solfa los tópicos y los lugares comunes del amor o la amistad, siendo, al mismo tiempo, una persona de enorme capacidad y deseos afectivos. Y nadie como ella (salvo, cuando no es cansina, su hija Rory) puede hablar, argumenta, contrargumentar, enredar y rematar un diálogo cualquiera, llevándolo muy lejos en el camino de los ingenioso, de lo irónico y de lo ridículo. Sólo la grandiosa Emily (al fin y al cabo, madre de Lorelai) puede cortar su verborrea, con un par de frases secas y bien calibradas.

            Lorelai es un personaje emparentado con las grandes heroínas shakesperianas: ya no se enamora como la adolescente Julieta, pero tiene en el fondo el anhelo del Amor Heroico; lo atempera con la ironía ingeniosa de Beatriz y se acerca a la sabiduría excelsa de Rosalinda.

             Como ellas, tiene parejas siempre inferiores. Evidentemente más, porque la obra de Lorelai ocupa siete temporadas, no una pieza teatral, pero todos decepcionantes. Desde Chris, irónica prueba de que hasta las más respetables comenten el mismo error cuando de calibrar se trata cuestiones amorosas, pasando por el Max o Jason “Dogo” (quizás el más simpático e imprevisto) hasta acabar con Luke. Por cierto que Rory sigue el mismo camino: absolutamente todas sus parejas son inferiores y lamentables. Sólo Jess alcanza luego cierta altura y sólo una vez que ha abandonado la relación.

            Luke es el Orlando de Lorelai. Ella lo refina, lo alza, lo mejora y le ayuda a desenredar su propio enredo. El paso de amistad a enamoramiento y finalmente amor (que no felicidad) de Luke y Lorelai está magníficamente desarrollado, con la mezcla justa de humor, autoironía y dramatismo.

Más magnífico aún porque Luke no anda lejos de Higgins y Benedicto, pero con un matiz de diferenciación importante: Higgins y Benedicto abominan del amor porque creen que les rebajará; Luke se muestra reacio, huraño, por considerar que ni lo merece ni lo alcanzará. Cuando Lorelai y él están juntos, apenas puede creerlo.  De hecho, el espectador, desde un inicio, comprende que hay quiebras, que esa relación no puede ser y además es imposible. Y tiene que ser uno de los personajes menos inteligentes (el exnovio de Rory, Dean) el que lo vea con claridad y se lo diga de manera brutal y directa: ellas son superiores y, cuando ellos no puedan darles lo que necesiten, lo que aspiran, lo que merecen, los abandonarán.

No sé si eso es lo que acabó pasando con Orlando y Rosalinda. Pero si hay que apostar, creo que me sumo a la idea de las Gilmore.

abril 2, 2012

¿Amor? ¡Arte! (III): El enamoramiento combativo

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 7:19 pm
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            El amor es también la guerra. De hecho, la guerra, la política y el amor no son más que el mismo juego con diferentes disfraces. Penas de amor perdidas y Mucho ruido y pocas nueces son, seguramente, las dos obras más conocidas de Shakespeare con la guerra de sexos como tema central. La primera es más cruel que la segunda, sin duda, y, tal vez por ello, es ésta la que suele tener mejor acogida entre el público. Dejando a un lado a los lamentables Claudio y Hero, y las intrigas del malo, don Juan, que es un diablillo de cuarta fila comparado con los monstruos que aguardan en otras piezas, Benedicto y Beatriz son los protagonistas, enzarzados en un duelo verbal sin tregua, ni antes de enamorarse, ni durante el enamoramiento ni tras su compromiso.

            Con razón se ha visto la influencia de Benedicto en el profesor Henry Higgins (aunque, personalmente, Higgins me gusta más que Benedicto, en buena medida a causa de Rex Harrison). Las bravatas contra el amor de Benedicto sólo nos dicen que va caer de cabeza en la trampa de la que él tanto se burla. Y eso que se burla con tesón, jurando que me veréis palidecer de cólera, de enfermedad o de hambre, señor; pero no de amor. Su discurso enumerando todas las condiciones que debería reunir una mujer para que se planteara siquiera hacerle la corte es de una cómica arrogancia. Muy parecida a la fanfarrona canción de Higgins Let a woman in your life, exposición de las desdichas que le aguarden al insensato que caiga en las redes femeninas. Son dos grandes momentos cómicos y no se los voy a escaquear.

            Aquí tenemos a Benedicto, tras poner verde a Claudio (que se merece todo lo malo que de él se diga):

            ¿Será posible que yo también me transforme y vea de esa manera con esos ojos? No puedo asegurarlo. Pienso que no. No juraré, empero, que el amor no sea capaz de convertirme en ostra; mas sí puedo hacer voto de que, mientras me convierta en ostra, no hará de mí un necio semejante. Una mejor es bella; pero yo no salgo de mis trece. Otra es discreta y yo en mis trece. Otra es virtuosa y en mis trece me quedo. Mientras no se junten en una mujer todas las gracias, no entrará ninguna en gracia conmigo. Habrá de ser rica, eso sin duda; discreta, o no la querré; virtuosa, o jamás haré contrato con ella; hermosa, o no la miraré nunca; dulce, o procuraré no acercarme; noble, o no me conquistará, aunque sea un ángel; de agradable discurso, excelente cultivadora de la música, y sean sus cabellos… del color que a Dios plazca.

            Y aquí al Profesor Higgins, entronizado en su autocomplacencia y encantado de tener un oyente tan paciente como el coronel Pickering:

            Estos personajes me caen bieny la verdad es que a buena parte del público también. Lo que no tengo tan claro es si es con ellos precisamente porque sabemos que van a ser víctimas de sus propias burlas o por sus previas jactancias. Supongo que las jactancias nos divierten tanto por ser exageradas como porque intuimos que ambos serán vencidos por el amor que tanto denostan. Benedicto y Higgins ponen en la picota al solterón pagado de sí mismo, encantado de haberse conocido y que considera al amor el camino directo hacia su destrucción como individuo de respeto.

            Al estar en el territorio de la comedia, la ironía no es asesina, y nos podemos reír con buen humor tanto en sus momentos de supuesto éxito solteril como en su caída ante Beatriz y Elisa, respectivamente. En especial, los últimos intentos de Higgins por recobrar sus misóginos ímpetus, después de que la señorita Doolittle -¡al fin!- haya logrado derrotarlo dialécticamente, cuando es más que obvio que no puede sacarse a Elisa de la cabeza, nos incitarían a la compasión, si no fuera que, para los hombres como Higgins, nada resulta más insultante y de peor gusto que ser objeto de la piedad ajena.

            Cierto que Beatriz alardea ante su tío igual que Benedicto ante el Príncipe. Él dice: Porque no quiero hacerles el agravio de desconfiar de alguna, me haré a mí mismo la justicia de no confiar en ninguna: y el fin es, por el cual puedo hacerme más fino, que viviré soltero. Ella, con más jovialidad que sorna, se imagina llegando hasta las puertas del Infierno: […] y allí estará el Diablo esperándome como un viejo cornudo con astas en la cabeza, y dirá: “Vete al Cielo, Beatriz, vete al Cielo, éste no es un sitio para vosotras las doncellas.” Así que entrego mis monos, y allá voy con San Pedro, hacia los cielos; me enseña dónde están los solteros, y allí vivimos tan alegres como la luz del día.

            Y es que Beatriz es superior a Benedicto en todo momento, en cada combate, pero también en cada momento solitario. Ella es la gloria de la comedia y no es nada sorprendente que Benedicto se haya enamorado de ella antes del comienzo de la obra, y que también haya huido, asustado. Casi no hay escena en la que su ingenio no desarme a todos los demás. He abierto al azar y me encuentro con frases como éstas, casi seguidas:

            […] No, tío, no quiero a ninguno. Los hijos de Adán son mis hermanos y, francamente, tendría por pecado buscar un esposo en mi familia.

            Beatriz: […] Porque, oídme, Hero: el enamorarse, el casarse y el arrepentirse son, respectivamente, como una giga escocesa, un minué y una zarabanda; el primer galanteo es ardiente y rápido, como la giga escocesa, y no menos fantástico; el casamiento es formal y grave, como el minué, lleno de dignidad y antigüedad; y luego viene el arrepentimiento y con sus piernas vacilantes toma parte en la zarabanda, cada vez más torpe y pesado, hasta que se hunde en la tumba.

            Leonato: Sobrina, siempre veis el lado oscuro de las cosas

            Beatriz: Tengo muy buena vista, tío. Soy capaz de distinguir una iglesia en pleno día.

            Lo estupendo es que, cuando estos dos ingenios hirientes y cómicos terminan enamorándose uno de otro, no pierden ni el ingenio ni la inteligencia. Sus nuevos combates de cortejo son igualmente divertidos (e, igualmente, Benedicto va siempre un paso por detrás). La obra concluye con un intercambio espléndido de agudezas, a medias humorístico, a medias cauteloso, en el que Benedicto sólo es capaz de callar a su compañera besándola; aunque Bloom, con acierto, sugiere que éste, como casi todos los matrimonios en Shakespeare, no tiene por qué ser un “palio bendito”, estos inteligentes amantes, “ninguno de los cuales da viso de quedar ofendido o derrotado, correrán juntos el riesgo.”

Imágenes: fotogramas de «Mucho ruido y pocas nueces», de Kenneth Brannagh

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