A series of unfortunate events es una saga de libros, escrita, según parece, por Lemony Snicket. Una saga que no he conseguido leer aún y que tengo entre mis deudas personales. Lo que sí he podido hacer es ver las dos versiones, cinematográfica y televisiva, se han efectuado. La primera, la disfruté en una de esas tardes donde uno se deja llevar por la vagancia y decide ver lo que por casualidad encuentre. Pasé dos horas entretenidas. La segunda la vi con plena conciencia y bastante curiosidad. Pasé ocho horas muy entretenidas.
La adaptación que Netflix ha efectuado tiene una factura formal perfecta. Desde las primeras escenas, la atmósfera de la serie me agradó: un mundo muy cercano al real, al cotidiano, pero justo fuera del mismo. Una pequeña exageración en el color aquí, una mezcla anacrónica de ropas y mobiliario por allí, maquinarias algo estrafalarias en una esquina, una época que casi se puede determinar, pero sólo casi, en la que se cuelan facetas de diferentes décadas y países… aunque nada realmente fantástico, nada mágico, nada salido de un cuento de hadas. Nada tengo yo contra lo fantástico, lo mágico ni los cuentos de hadas, antes al contrario; ahora bien, el falso realismo casi mágico es una ambientación ambigua, borrosa y llena de grises, por colorida que aparente, la cual, si está conseguida, me fascina. Esta serie (llena de desdichas; perdón), lo consigue.
Voy a procurar no hacer destripe alguno. Por lo tanto, no comentaré la trama. Sin embargo, como prefiero empezar indicando lo que me parece flojo de una película, serie o libro y como uno de mis dos mayores problemas está con un punto de la trama o, más bien, en cómo se muestra un punto de la trama, me arriesgaré un poco. En el último capítulo de la temporada hay un momento tramposo y que revela una trampa que se lleva preparando desde varios capítulos atrás. No es una trampa grosera y, en verdad, si uno llevase a los guionistas y directores a juicio, podrían sus abogados muy bien argumentar que en verdad la culpa es casi toda del espectador, por no hacer caso al consejo de Javier Cercas: hay que desconfiar del escritor. No obstante, una trampa casi igual se tendía en “El silencio de los corderos” (la película de Jonathan Demme) y bien tendida estaba; aquí, en cambio, en el momento cumbre de la trampa, justo antes de que se cerrara sobre el espectador, se olía lo que iba a pasar. Y eso es indigno de un buen trampero.
El segundo problema lo tengo con los actores que dan vida a los protagonistas. No respecto del bebé, claro, es un bebé. Pero los dos actores que encarnan a Violet y Klaus Baudelaire (Malina Weissman y Louis Hynes) me resultaron un tanto sosos, poco expresivos. Aunque desde luego la que les cae encima a los Baudelaire es suficiente para dejar sin aliento a cualquiera, estos críos inteligentes, capaces y resolutivos, según nos dicen y según se desprende de sus acciones, no terminan de conciliarse con unos actores un tanto monótonos. Ni en sus momentos de casi alegría, ni en sus momentos de lucha, ni en sus momentos de desesperanza sentí simpatía alguna por los tres huérfanos, tal y como aparecían en la pantalla.
Y esta falta mía de empatía por los Baudelaire me lleva a mi pequeña tesis: que esta serie y, supongo, los libros en los cuales se basa, tiene muchos ecos del mundo dickensiano.
Los protagonistas de Dickens (con la gloriosa excepción de Mr Pickwick) son bastante inaguantables. ¡Oliver Twist! ¡David Copperfiled! ¡Hasta Pip! Huérfanos, casi siempre, sobre ellos se abaten tremendas desgracias. Pese a que Dickens obviamente simpatiza con ellos y pese a que los corazones de generaciones de lectores han sangrado por ello, a mí siempre me han causado un principio de dispepsia. Dickens nunca es peor que cuando se vuelve sentimental y con sus protagonistas huérfanos, el viejo Charles prácticamente solloza.
Los Baudelaire son huérfanos (no cuenta como destripe, se dice en los primeros cinco minutos de la serie). Sobre ellos se abaten tremendas desgracias (tampoco es destripe; diablos, está en el título). Son bastante dickensianos. Pero podrían haber sido personajes cuasi dickensianos que me cayeran bien. El hecho es que estoy bastante seguro de que los personajes de Violet, Klaus y Sunny sí me caen bien. Tiene virtudes estimables. Me caían bastante bien en la película de 2004. Es en esta versión en la que no logro sentir por los tres hermanos más que cierta indiferencia.
La influencia de Dickens es aún más clara cuando alzamos la vista y nos fijamos en la legión de secundarios. ¡Ah, en eso sí que era Dickens un maestro! Ningún escritor, aunque ha tenido muy meritorios alumnos y seguidores, logra poblar una novela con tal cantidad y variedad de criaturas extrañas, positivas y negativas. Más duendes que personas, opina, creo, Chesterton, en una de sus críticas. Los secundarios y terciarios que pululan en torno a los Baudelaire difícilmente pueden considerarse positivos, con escasas excepciones, como el tío Monty o la llena de recursos Jacquelyn. En general son neutros o pragmáticamente negativos, por buenas intenciones que tengan: así están el ilimitadamente obtuso y cuadriculado Mr Poe, la ingenua juez Satruss o la traumatizada tía Josephine.
Del lado de la villanía, un grupo de esbirros patibularios, grotescos y torpones, que sirven de séquito para el malvado de la función, el pérfido conde Olaf. Olaf es uno de los motores de la serie. Neil Patrick Harris hace un buen trabajo, al dar vida a este antagonista excéntrico. Olaf es un personaje peculiar. Por un lado, es un pésimo actor, pese a estar convencido de lo contrario. Su inmenso ego le hace creerse el mayor actor existente y todas sus intrigas exigen que se disfrace, adoptando una u otra personalidad; es siempre obvio, tanto para los Baudeliare y para el espectador (¡pero sólo para ellos!) que detrás del maquillaje, intenta ocultarse el conde. Hace falta ser buen actor para interpretar a un mal actor que se pasa la vida actuando. Harris sale con bien del lance.
Hubiera sido muy sencillo convertir al conde Olaf en un mero villano ridículo, cuya derrota resultaría inevitable a manos de los héroes, quienes no tendrían que sudar mucho para desenredar sus ardides. Pero entonces no sería ésta “Una serie de catastróficas desdichas”. Lo más interesante de Olaf es que, siendo un mal actor, siendo torpe, siendo cómico, siendo grotesco, es, en efecto, una amenaza real. Sus planes, dentro de este mundo, están siempre a punto de fructificar. Consigue, implacable, rastrear a los tres huérfanos, por mucho que ellos se oculten, huyan y pongan tierra de por medio. El conde, tarde o temprano, siempre está ahí. Y es malvado, cruel, despectivo y asesino. Es un malvado-cómico a quien los protagonistas tienen que tomar en serio.
Otro de los grandes aciertos de la serie es el narrador. El mismo Lemony Snicket (o quien se nos presenta como tal), nos acompaña desde el primer segundo. Con su aburrido traje y su aburrida corbata, su voz grave, melancólica y pesarosa, su mueca taciturna, las intervenciones del narrador, haciendo de ventana en la cuarta pared, dan el tono del humor de la serie: seco, negro, con ciertos toques absurdos y un regodeo un poco enfermizo en sus recordatorios constantes de que ésta no es una historia con un final feliz, ni tampoco con un comienzo o un intermedio muy alegres. Es un astuto recurso televisivo para suplir uno de los, supongo, mecanismos de la saga literaria. Una novela puede apoyarse en el narrador, omnisciente o no, para desarrollar pensamientos, contexto y el humor o el drama propios de la obra. En el cine y la televisión, que tienen otros recursos, la traducción de esta técnica literaria es complicada o imposible. La solución de esta adaptación es ingeniosa y en absoluto artificiosa: el narrador encorbatado se integra sin chirridos en la pantalla y su presencia física lo vuelve más cercano y atractivo que una simple voz en off.
Con tres huérfanos, unas tramas que aún habrán de retorcerse más, secundarios estrafalarios y uno de los malvados más peculiares del que tenga noticia, “Una serie de catastróficas desdichas” es una digna familiar indirecta de Charles Dickens y su mundo literario. Aunque, al acercarse al final de una obra de Dickens, normalmente, se acerca uno a una luz tras tanta oscuridad, dolor y pérdida que habían afligido a los protagonistas. Aquí, si Mr Snicket no nos miente, los Baudeliere sólo se adentrarán en una oscuridad más profunda.
Y, como espectador, estoy ávido por presenciarlo. ¿Qué clase de persona me vuelve eso, me pregunta, Mr Snicket? Usted lo sabrá. Escribe para gente como yo.