ELSPETH VOE NO ERA UNA MUJER CORRIENTE. Su padre, Almicar Voe, abandonó su tierra natal, en un reino del Este, donde la estratificación social le impedía progresar. Así que llevó a su familia hasta las Islas Rojas, en las que cualquiera podía empezar una nueva vida. Dotado de un singular don para los negocios, se hizo con el control de una firma comercial y la expandió, absorbiendo a varios rivales, hasta convertirla en un eje económico de la tetrarquía.
Su primogénito, tan hábil comerciante como él, era su mano derecha. En cuanto a su hija Elspeth, la administración de una empresa la aburría mortalmente. Sin embargo, había heredado el espíritu astuto de su padre, dirigiéndolo hacia otras facetas de la vida. Se movía por la alta sociedad isleña como pez en el agua. Mientras que muchas damas malgastaban sus habilidades en el cotilleo mezquino, ella lo utilizó para desarrollar sus potencias.
Desde muy niña, había tenido la mirada aguda: era capaz de calar a una persona en poco tiempo, analizarla de una ojeada penetrante. Aprendió a calibrar las fortalezas y debilidades de cada individuo. Y a explotarlas. No en sentido netamente comercial o político, aunque en muchas ocasiones pusiera sus habilidades al servicio de la empresa familiar. Lo que movía en realidad a Elspeth era el dominio, el control, ser capaz de reducir a una persona al estado de marioneta. Fue aprendiendo el arte de pulsar las cuerdas adecuadas para obligar a un individuo a humillarse, arrastrarse y perder cualquier atisbo de dignidad. Sabía manipular sin que el objeto se enterase siquiera. Aunque disfrutaba más sus triunfos cuando la víctima era amargamente consciente de su situación, de la cual no podía escapar.
Cuando el Tetrarca del Este falleció, por causas tan diversas como las murmuraciones, varios ciudadanos isleños destacados se ofrecieron para cubrir el puesto vacante. Atraída por una lucha que pudiera distraerla del tedio, Elspeth se lanzó a la arena. Respaldada por la compañía, ahora en manos de su hermano, tras la muerte de Amilcar, logró el número de avales necesarios para presentarse ante los Tetrarcas y sus electores. Entonces empleó sus bien afiladas capacidades.
Al Tetrarca del Norte, un hombre codicioso, ávido de riquezas, lo hizo investigar. Sobornando a quien debía, descubrió negocios turbios, cuentas falseadas, asuntos que irritarían hasta límites peligrosos a los comerciantes más poderosos de las Islas. Le ofreció una participación en los beneficios de la compañía familiar. El Tetrarca supo que sus secretos habían sido descubiertos tras aceptar esa oferta. A los ojos de los espías, apoyaba a Elspeth por dinero. A sus propios ojos, la apoyaría porque de ello dependía su propia supervivencia política y económica.
El Tetrarca del Sur fue eficazmente examinado. Sus servidores de mayor confianza peinaban los pueblos, las aldeas y las ciudades de su zona de influencia. Pagando unas monedas a los padres, si es que había padres a los que pagar, llevaban ante su amo un tributo en especia: niños de todas las edades, de ambos sexos. Niños por los que nadie preguntaría, cuyo futuro, tras su visita al palacio, conocían sólo unos pocos. Elspeth se encargó de hacer saber al Tetrarca que sus siervos podrían ampliar el coto de caza. Pero que el pueblo de las Islas también sabría de esas noches si en el Este no gobernaba ella. Y si el pueblo tolera lo que sospecha confusamente, suele alzarse en cólera contra lo que ve a la luz del día, si es guiado adecuadamente.
Ni el dinero, ni el poder, ni otros placeres mundanos interesaban al anciano Tetrarca del Oeste. Rodeado de un enjambre de augures y sacerdotes sin escrúpulos o sin sentido común, veía en cada suceso de la vida una señal de la Providencia. Gracias a la interpretación de sus santos consejeros, orientaba sus actos en función del significado de tales mensajes. Elspeth infiltró a sus propios sacerdotes. Ellos demostraron, más allá de cualquier duda, que los libros sagrados preveían la llegada de la Tetrarca Voe y que mucho complacería a la Providencia que su servidor, el Tetrarca del Oeste, fuera quien la alzara hacia su destino. Logró su voto sin hablar directamente con él ni una vez.
Desde su privilegiada posición, la Tetrarca tuvo infinidad de oportunidades para practicar su personal caza de seres humanos, mientras una servidora leal, la única en la que confiaba, se ocupaba de llevar los asuntos diarios del gobierno. Sólo otro asunto rivalizaba en su cabeza: la crianza de su hijo, Tolia. Elspeth tenía una idea bastante clara de quién era su padre y la certeza de que no lo necesitaba en absoluto. La Tetrarca amaba a aquel niño de cinco años con una fuerza abrumadora. Toda su capacidad de ternura se concentraba en él.
Tolia vivía escondido del mundo. Nadie, salvo su madre y los sirvientes del palacio, mudos y ciegos para cualquier extraño, sabían de su existencia. Su futuro estaba garantizado por un reconocimiento expreso, formalizado, legalmente vinculante, de que era, en verdad, vástago y heredero legítimo de Su Alteza Elspeth Voe. El secreto le guardaba de puñales en la sombra. Y protegían a su madre, que, de este modo, encubría su propia debilidad, el punto vulnerable donde sus adversarios podrían golpear, derribándola.
La Tetrarca se protegía a sí misma de su hijo. Tolia veía poco a su madre. Elspeth esperaba que la separación, el distanciamiento afectivo forzado, que a ella le costaba un triunfo de voluntad, acostumbrara al niño a ser tan dueño de sus emociones como ella misma lo era. El infante sería criado en una disciplina severa, rodeado de lujos. Se esperaba que, así, fuera desarrollando sus propias habilidades y capacidades.
Y, no obstante todo lo anterior, la Tetrarca empezaba a aburrirse de nuevo. La llegada de Edmund y Dougal fue un alivio. Jugar con unos servidores de Izur entrañaba riesgos, lo cual era un argumento más a favor que en contra. La Tetrarca dedicó la primera cena –breve, ligera- con sus invitados para decidir el tipo de juego. Tardó en descartar a Dougal como víctima. Nada podía sacar del capitán como renta política. Comprendía, además, que aquel amable viejo poseía una fuerza interior considerable. Había en él un equilibrio, una paz consigo mismo, una cordial integridad muy difícil de destruir. Hubiera constituido un desafío irresistible, de no haber estado presente Edmund.
Mientras Elspeth conversaba animadamente con Dougal, estudiaba a su superior. Lukas se había encerrado en el silencio frío que tantas veces su ayudante le había recriminado. Igual que Dougal, Voe vio a un joven en lucha; olfateó un alma conflictiva, un espíritu que se había impuesto un rígido control que encadenaba buena parte de su propia persona. Había muchos lugares dentro de Edmund donde éste no quería que nadie entrase. Desmontar esas defensas, romper la disciplina, inducir al descontrol, quebrando la voluntad del Juez Errante, ése era un placer superior aún en la mente de la Tetrarca.
Porque ciertas naturalezas se reconocen nada más encontrarse. Elspeth Voe era una manipuladora, una devota del control. Intuía que estaba ante otro maquinador. Intuía que había dentro del joven otro gran controlador, que ahora centraba sus fuerzas en controlarse a sí mismo. Para un manipulador no hay goce mayor que doblegar a otro manipulador.
El joven era, además, un Juez Errante. El primero que Elspeth Voe veía con sus propios ojos, aunque ni mucho menos el primero del que había oído hablar. La fama de los Jueces Errantes, de los agentes predilectos del poderoso Consejo de los Nueve, traspasaba fronteras. El símbolo de la espada y el libro gozaba de una fama amenazadora en las naciones vecinas. Muchachos, o niños, confiados a la Escuela, para salir de ella hechos hombres sagaces, implacables, insobornables.
Seducir a un Juez Errante. Manejar a la elite de la República. Someter a este joven tan helado, tan impasible. El juego estaba planteado.