Con un vaso de whisky

marzo 26, 2010

X. La Tetrarca por dentro.

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 2:11 pm

            ELSPETH VOE NO ERA UNA MUJER CORRIENTE. Su padre, Almicar Voe, abandonó su tierra natal, en un reino del Este, donde la estratificación social le impedía progresar. Así que llevó a su familia hasta las Islas Rojas, en las que cualquiera podía empezar una nueva vida. Dotado de un singular don para los negocios, se hizo con el control de una firma comercial y la expandió, absorbiendo a varios rivales, hasta convertirla en un eje económico de la tetrarquía.

            Su primogénito, tan hábil comerciante como él, era su mano derecha. En cuanto a su hija Elspeth, la administración de una empresa la aburría mortalmente. Sin embargo, había heredado el espíritu astuto de su padre, dirigiéndolo hacia otras facetas de la vida. Se movía por la alta sociedad isleña como pez en el agua. Mientras que muchas damas malgastaban sus habilidades en el cotilleo mezquino, ella lo utilizó para desarrollar sus potencias.

            Desde muy niña, había tenido la mirada aguda: era capaz de calar a una persona en poco tiempo, analizarla de una ojeada penetrante. Aprendió a calibrar las fortalezas y debilidades de cada individuo. Y a explotarlas. No en sentido netamente comercial o político, aunque en muchas ocasiones pusiera sus habilidades al servicio de la empresa familiar. Lo que movía en realidad a Elspeth era el dominio, el control, ser capaz de reducir a una persona al estado de marioneta. Fue aprendiendo el arte de pulsar las cuerdas adecuadas para obligar a un individuo a humillarse, arrastrarse y perder cualquier atisbo de dignidad. Sabía manipular sin que el objeto se enterase siquiera. Aunque disfrutaba más sus triunfos cuando la víctima era amargamente consciente de su situación, de la cual no podía escapar.

            Cuando el Tetrarca del Este falleció, por causas tan diversas como las murmuraciones, varios ciudadanos isleños destacados se ofrecieron para cubrir el puesto vacante. Atraída por una lucha que pudiera distraerla del tedio, Elspeth se lanzó a la arena. Respaldada por la compañía, ahora en manos de su hermano, tras la muerte de Amilcar, logró el número de avales necesarios para presentarse ante los Tetrarcas y sus electores. Entonces empleó sus bien afiladas capacidades.

            Al Tetrarca del Norte, un hombre codicioso, ávido de riquezas, lo hizo investigar. Sobornando a quien debía, descubrió negocios turbios, cuentas falseadas, asuntos que irritarían hasta límites peligrosos a los comerciantes más poderosos de las Islas. Le ofreció una participación en los beneficios de la compañía familiar. El Tetrarca supo que sus secretos habían sido descubiertos tras aceptar esa oferta. A los ojos de los espías, apoyaba a Elspeth por dinero. A sus propios ojos, la apoyaría porque de ello dependía su propia supervivencia política y económica.

            El Tetrarca del Sur fue eficazmente examinado. Sus servidores de mayor confianza peinaban los pueblos, las aldeas y las ciudades de su zona de influencia. Pagando unas monedas a los padres, si es que había padres a los que pagar, llevaban ante su amo un tributo en especia: niños de todas las edades, de ambos sexos. Niños por los que nadie preguntaría, cuyo futuro, tras su visita al palacio, conocían sólo unos pocos. Elspeth se encargó de hacer saber al Tetrarca que sus siervos podrían ampliar el coto de caza. Pero que el pueblo de las Islas también sabría de esas noches si en el Este no gobernaba ella. Y si el pueblo tolera lo que sospecha confusamente, suele alzarse en cólera contra lo que ve a la luz del día, si es guiado adecuadamente.

            Ni el dinero, ni el poder, ni otros placeres mundanos interesaban al anciano Tetrarca del Oeste. Rodeado de un enjambre de augures y sacerdotes sin escrúpulos o sin sentido común, veía en cada suceso de la vida una señal de la Providencia. Gracias a la interpretación de sus santos consejeros, orientaba sus actos en función del significado de tales mensajes. Elspeth infiltró a sus propios sacerdotes. Ellos demostraron, más allá de cualquier duda, que los libros sagrados preveían la llegada de la Tetrarca Voe y que mucho complacería a la Providencia que su servidor, el Tetrarca del Oeste, fuera quien la alzara hacia su destino. Logró su voto sin hablar directamente con él ni una vez.

            Desde su privilegiada posición, la Tetrarca tuvo infinidad de oportunidades para practicar su personal caza de seres humanos, mientras una servidora leal, la única en la que confiaba, se ocupaba de llevar los asuntos diarios del gobierno. Sólo otro asunto rivalizaba en su cabeza: la crianza de su hijo, Tolia. Elspeth tenía una idea bastante clara de quién era su padre y la certeza de que no lo necesitaba en absoluto. La Tetrarca amaba a aquel niño de cinco años con una fuerza abrumadora. Toda su capacidad de ternura se concentraba en él.

            Tolia vivía escondido del mundo. Nadie, salvo su madre y los sirvientes del palacio, mudos y ciegos para cualquier extraño, sabían de su existencia. Su futuro estaba garantizado por un reconocimiento expreso, formalizado, legalmente vinculante, de que era, en verdad, vástago y heredero legítimo de Su Alteza Elspeth Voe. El secreto le guardaba de puñales en la sombra. Y protegían a su madre, que, de este modo, encubría su propia debilidad, el punto vulnerable donde sus adversarios podrían golpear, derribándola.

            La Tetrarca se protegía a sí misma de su hijo. Tolia veía poco a su madre. Elspeth esperaba que la separación, el distanciamiento afectivo forzado, que a ella le costaba un triunfo de voluntad, acostumbrara al niño a ser tan dueño de sus emociones como ella misma lo era. El infante sería criado en una disciplina severa, rodeado de lujos. Se esperaba que, así, fuera desarrollando sus propias habilidades y capacidades.

            Y, no obstante todo lo anterior, la Tetrarca empezaba a aburrirse de nuevo. La llegada de Edmund y Dougal fue un alivio. Jugar con unos servidores de Izur entrañaba riesgos, lo cual era un argumento más a favor que en contra. La Tetrarca dedicó la primera cena –breve, ligera- con sus invitados para decidir el tipo de juego. Tardó en descartar a Dougal como víctima. Nada podía sacar del capitán como renta política. Comprendía, además, que aquel amable viejo poseía una fuerza interior considerable. Había en él un equilibrio, una paz consigo mismo, una cordial integridad muy difícil de destruir. Hubiera constituido un desafío irresistible, de no haber estado presente Edmund.

            Mientras Elspeth conversaba animadamente con Dougal, estudiaba a su superior. Lukas se había encerrado en el silencio frío que tantas veces su ayudante le había recriminado. Igual que Dougal, Voe vio a un joven en lucha; olfateó un alma conflictiva, un espíritu que se había impuesto un rígido control que encadenaba buena parte de su propia persona. Había muchos lugares dentro de Edmund donde éste no quería que nadie entrase. Desmontar esas defensas, romper la disciplina, inducir al descontrol, quebrando la voluntad del Juez Errante, ése era un placer superior aún en la mente de la Tetrarca.

            Porque ciertas naturalezas se reconocen nada más encontrarse. Elspeth Voe era una manipuladora, una devota del control. Intuía que estaba ante otro maquinador. Intuía que había dentro del joven otro gran controlador, que ahora centraba sus fuerzas en controlarse a sí mismo. Para un manipulador no hay goce mayor que doblegar a otro manipulador.

            El joven era, además, un Juez Errante. El primero que Elspeth Voe veía con sus propios ojos, aunque ni mucho menos el primero del que había oído hablar. La fama de los Jueces Errantes, de los agentes predilectos del poderoso Consejo de los Nueve, traspasaba fronteras. El símbolo de la espada y el libro gozaba de una fama amenazadora en las naciones vecinas. Muchachos, o niños, confiados a la Escuela, para salir de ella hechos hombres sagaces, implacables, insobornables.

            Seducir a un Juez Errante. Manejar a la elite de la República. Someter a este joven tan helado, tan impasible. El juego estaba planteado.

marzo 22, 2010

¿Amor? ¡Arte! (VII): El villano de hielo

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 10:57 pm
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            Yago, como hemos visto, comprende muy bien la naturaleza del amor y de los celos. Sabe emplearlos para manipular a Otelo, de manera magistral. Es todo un genio del mal, pero no un monstruo sin sentimientos. Es un monstruo con sentimientos: siente mucho, siente un inmenso orgullo por sus cada vez más refinadas habilidades de manipulador asesino y una hilaridad demoníaca por sus triunfos. La carencia total de sentimientos pertenece al otro gran héroe-villano de Shakespeare, Edmund.

            No voy a tratar de esbozar siquiera la densidad y la genialidad de El rey Lear. Esta tragedia es complejísima, capital para estudiar el amor paterno-filial (doloroso, como todo amor), pero no el de pareja, que está casi desaparecido. Lo único cercano al mismo son las relaciones que Edmund mantiene con Regan y Goneril.

            Glóster usa del sexo y el matrimonio para su ascenso al poder y lo mismo hace Edmund. Pero éste es superior al jorobado y mucho más extraño. El rencor, la amargura por su deformidad y el autodeleite por su vileza, esenciales en Ricardo, no existen en Edmund. En una obra donde todos aman u odian demasiado, Edmund es enigmáticamente glacial. Bloom lo relaciona con su igual en maldad: “Yago es libre de reinventarse a sí mismo a cada minuto, pero tiene fuertes pasiones, por negativas que sean. Edmund no tiene ninguna clase de pasiones; nunca ha amado a nadie ni lo amará nunca. A este respecto, es el personaje más original de Shakespeare.”

            Atractivo, fascinador, Edmund seduce a las dos hijas malvadas de Lear, buscando, maquiavélico, el trono por senderos retorcidos, tras haberse desembarazado de su padre y (eso cree) de su hermano Edgar, sin sentir nada hacia ellas:

            A estas dos hermanas les he jurado amor;

            Cada una está celosa de la otra, como los mordidos

            Lo están de la serpiente. ¿Cuál de ellas tomaré?

            ¿Ambas? ¿Una? ¿O ninguna? Ninguna puede ser gozada

            Si la otra sigue con vida: tomar a la viuda

            Exaspera, vuelve loca a su hermana Goneril

            Y difícilmente podré llevar a cabo mi interés

            Estando vivo su marido. Veamos, entonces, usaremos

            El crédito de él para la batalla; hecho lo cual,

            Que la que desea deshacerse de él trame

            Cómo despacharlo pronto. En cuanto a la misericordia

            Que planea para con Lear y Cordelia,

            Hecha la batalla, y ellos en nuestro poder,

            Nunca verán su perdón; pues mi Estado

            Cuenta conmigo para la defensa, no para el debate.

            ¿Cómo puede ser tan frío, tan espléndidamente frío, Edmund? La misma pregunta que me hice sobre Glóster y sobre Stevens me la hago con este bastardo (literalmente). ¿Es por naturaleza o por elección? Edmund me fascina más que Glóster y que Stevens, porque no es un amargado ni un doliente. Edmund no queda, al contrario que el mayordomo, arrasado por su incapacidad de amar, porque no hay nada que arrasar. La tragedia de Stevens es ser capaz de amar, pero no de salir de sí mismo. Edmund se hubiera reído.

            Es inútil tratar de buscar el origen del mal que es Edmund en sus raíces. Gloucester, su padre biológico, es un hombre bastante decente, que ha acogido a su ilegítimo hijo, al cual trata con la misma deferencia que a Edgar. En verdad, Gloucester nunca duda de la buena fe de Edmund y por eso cae de cabeza en sus hábiles trampas. La explicación medieval astrológica (cada cual debemos nuestra naturaleza y nuestro destino a la estrella bajo cuya influencia nacemos) es rechazada jovialmente por el mismo villano: Habría sido lo que soy si la más virginal estrella del firmamento hubiera parpadeado ante mi bastardía. Y creo que, de igual manera, debemos rechazar las demás explicaciones morales, sociológicas o psicológicas.

            Es un detalle astutamente señalado por Bloom que en esta tragedia convulsa, Lear, el más pasional de todos los personajes de Shakespeare, y Edmund, el más frío, no intercambian ni una sola palabra. Están juntos en el escenario sólo dos veces, al principio y al final de la obra. “¿Qué puede decirnos sobre Edmund, y también sobre Lear, el que Shakespeare no encontrara nada que pudieran decirse el uno al otro?”, se pregunta el viejo crítico. Dejo la pregunta abierta.

            Edmund es para mí un misterio más fascinante incluso que Yago, porque a Yago lo comprendo, puedo seguir el proceso de formación de este “improvisador del mal”, mientras que Edmund, “más estratega que improvisador” (Bloom), se presenta ante mí ya formado y sin explicación ninguna de cómo acabó siendo como es, un ser humano libre totalmente de cualquier vínculo afectivo, de cualquier clase de empatía, servido por una voluntad implacable y por una inteligencia fulgurante.

            Pero el asombro llega hasta el extremo cuando está a punto de morir, herido por Edgar, y se traen al escenario los cadáveres de Goneril y Regan, muertas por el amor que (ellas sí) sentían por él. Y entonces, por vez primera en su vida, parece que Edmund se emociona, perdiendo, como apunta Bloom, soberbiamente perplejo, su propia identidad:

            Sin embargo, Edmund fue amado:

            La una envenenó a la otra por mí,

            Y después se mató.

            Cedo la palabra a Bloom: “No dice que le importara ninguna de las dos, ni nadie más, y sin embargo esa evidencia de un nexo le conmueve. En contexto, su fuerza mimética es enorme. Un intelecto tan frío, fuerte y triunfante como el de Yago de pronto se estremece al escucharse a sí mismo, y la voluntad de cambiar domina a Edmund. […] No sabemos quién es Edmund al morir, y tampoco él lo sabe.”

 Nota, imagen usada: portada de la versión de «El Rey Lear», de Trevor Nunn

marzo 20, 2010

Mis disculpas

Filed under: 1 — conunvasodewhisky @ 1:42 pm

Ya que ayer me fue completamente imposible colgar el capítulo correspondiente de Reino y República, tendrá que esperar hasta el viernes que viene. El martes retomaremos el ritmo habitual, por lo tanto.  Salud.

marzo 16, 2010

In the loop

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 2:18 pm
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            Hacía tiempo que no me reía tanto viendo una película. Bueno, me reí ya bastante cuando los trailers empezaron a circular. Y hacían justicia a lo que anunciaban. In the loop es la comedia más negra, implacable y absurda de los últimos… mmmh, pongamos una cifra al azar. Cinco años por ejemplo. Oh, no sé, muchos años. Una comedia coral, repleta de grandes actores secundarios británicos y norteamericanos, ninguno de los cuales logra el dominio total (ni siquiera James Gandolfini, haciendo de un Tony Soprano metido a general), que, una vez más, conviene mucho ver en inglés. Hay quien la compara con Teléfono Rojo. No es una mala comparación. Algo equívoca, como todas, pero anda bien encaminada. Aunque la obra de Kubrick tenía un ritmo más pausado.

            Por andar diseccionando, podemos dividir la película por partes y personajes. En cuanto a los personajes, están los Malvados, los Miserables y los Memos. No son compartimentos estancos, claro. Hay Memos Miserables, Miserables Memos, Malvados Miserables y todas las demás combinaciones. En realidad, casi todos los personajes tienen algo de cada categoría, en un momento u otro. Y todos ellos son políticos de segunda fila, es decir, los que mueven los hilos y los ayudantes de los que mueven los hilos. Torpes (extraordinariamente torpes) o astutos.

            En cuanto a las partes, hay una primera hora donde lo ridículo, lo absurdo y lo satírico corren sin que ninguno logre dejar a tras a sus competidores. Más bien, se ayudan a alcanzar records mundiales de crueldad. Una hora de tramas y contratramas, facciones que se apuñalan, insultos a la cara y murmuraciones a la espalda, diálogos afiladísimos y soliloquios estúpidos declamados por pomposos arrogantes. Si éste es el mundo de la alta política, como lo es sin duda, apenas puedo resistir la tentación de meterme de cabeza.

            Y entonces, cuando nos duele el estómago de tanto reír, la cosa gira y, durante media hora no hay más que sátira desnuda. Una cabalgada diabólica, frenética, divertidísima. En esa media hora la gente que tiene alguna esperanza puesta en los hombres de Estado (esos mismos que creen que en el mundo empresarial triunfan quienes respetan la ley, son honestos, trabajadores y tienen buenas ideas) acabarán aterrados. Para levantarse del asiento se murmurarán que esto es una película. Los que la vimos en mi casa nos reímos tanto o más que la primera hora. Debemos estar para encerrar.

            Lo espantoso es que en esa parte final no tiene una la sensación de estar viendo una parodia, sino un documental. Cualquiera con un mínimo conocimiento del Poder sabe que se basa en la fuerza, en el engaño y en la manipulación, sea cuál sea la clase de Poder y la época en la que se ejerza. Y sabiendo eso y viéndolo, aún así, nos reímos. Se reirán ustedes, no lo duden. Cada uno verá si se ríe por no llorar o porque, coño, tiene gracia.

            No hay personajes dominantes, como digo. Se aferran a su puesto o a su plan, vendiéndose y humillándose mutuamente. Cuando al final la inmensa mayoría acaba destruido, no se siente la más mínima lástima por ninguno de ellos. Sólo hay un personaje inteligente, coherente, que, desde luego, acaba en el bando perdedor. Aunque se le concede encajar su derrota con dignidad. Mientras que los dos grandes Malvados (sobre todo el Malvado británico) logran una victoria aplastante. No digo quién es quién. Hay que verla y regodearse en la miseria humana. Conviene tener una botella cerca. Ayuda a tomarse estas cosas con humor. Porque no vamos a ir por la vida indignados. Eso es aburridísimo.

marzo 11, 2010

IX. Cambio de impresiones

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 10:56 pm

           UNA VEZ ACOMODADOS EN DORMITORIOS SEPARADOS, ambos pensados para los más altos dignatarios, Dougal se reunió con Edmund en la pieza de éste. El Juez estaba colocando finos hilos, que sacaba de un traje del armario, en algunos cajones.

            – Bueno, eso te dirá si te han registrado, pero no lo evitará.

            – Por eso voy a guardar lo importante tras una baldosa de la pared.

            El rastreador, satisfecho, se sentó en la cama mientras Lukas seguía con su maniobra de distracción.

            – Cada día me sorprendes de una manera distinta. Vinimos a las Islas, sin decir una palabra a nuestras autoridades y a toda prisa, para atrapar a nuestros fugitivos. Cuando llegamos a Orchar no paraste hasta encontrar al contramaestre del Vieja Madre. Y luego te quedas tan tranquilo cuando tenemos que venir hasta este palacio.

            – No podíamos desairar a una Tetrarca.- contestó el joven, incorporándose- Esto ya está.

            – Cierto, no podíamos evitar venir aquí. Pero, ¿aceptar la invitación para quedarnos? Eso no es propio de ti.

            – Todas las guarniciones de las Islas van detrás de Ailin y los suyos. Pensé que agradecerías quedarte aquí. ¿Prefieres recorrer los caminos?

            – Pues, hombre, más bien no.- el viejo capitán bufó- No trates de usarme como excusa. Nuestra comodidad nunca te ha importado un bledo. Con cierta parte de razón, lo admito.

            – Si hubiese rechazado la invitación de la Tetrarca, la hubiera ofendido. Lo que me aconsejaste en Nicolia respecto a Horst lo he aplicado aquí.

            Dougal fruncía el ceño: las explicaciones de Edmund no eran débiles; no obstante, tampoco le resultaban totalmente convincentes.

            – Además,- continuó el Juez Errante, tomando asiento junto al capitán- no he dejado la caza de Ailin sólo en manos de los isleños.

            – ¿Qué quieres decir?

            – No alces la voz.- Edmund se pasó la mano por la cara- Los Segadores van tras ella.

            Dougal logró dar a su susurro toda la expresividad de un alarido.

            – ¡Los Segadores! ¿Los Segadores? ¡Y me lo sueltas así! ¿Desde cuándo tienes tratos con los Segadores?

            – Desde que abandoné la Escuela, prácticamente. Ya había oído hablar de ellos. Decidí que convenía ponerse en contacto. He de decir que nos han resultado muy útiles.

            – ¡Los Segadores!- Dougal estaba indignado- ¡Fueron proscritos por el Consejo, Edmund! ¡Por el amor del cielo!

            – Son una herramienta. Y útil, por cierto. Si me sirven para atrapar a Ailin, perfecto. Les di instrucciones en Orchar. En territorio de la República debían ser cuidadosos, pero en las Islas tienen más libertad. No hay relación visible conmigo, así que no tenemos nada que temer. Por tanto, podemos esperar en este palacio a que nos sirvan en bandeja de plata a la Reina sin Trono.

            – Santo cielo, Edmund. Has perdido el juicio. Si te atrapan, tendrás suerte si sólo te destituyen. Y son los Segadores, por encima de todo. Es inmoral.

            – Basta de mojigaterías. Si crees que he actuado mal, denúnciame.

            Stephen Dougal se levantó, caminó hasta la puerta y se giró hacia su superior.

            – No, no te denunciaré.- dijo, con tono árido- Cuando volvamos a la República, sin embargo, tendrás que tomar una decisión. Si quieres tener a los Segadores por ayudantes, prescinde de mí.

            Edmund le lanzó una mirada indescifrable.

            – Ya lo hablaremos. Ahora, disfrutemos de la hospitalidad de Elspeth Voe. Deja de preocuparte.

            El rastreador, sin añadir una palabra más, salió. El Juez se tumbó en su cama. Cerró los ojos. La figura de Elspeth Voe danzó por su cabeza.

marzo 8, 2010

¿Amor? ¡Arte! (VI): el Amor como herramienta del Mal

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 11:06 pm
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            Volvamos al hombre de Stratford, a una de sus tragedias más dolorosas: Otelo, cuyos tres personajes principales, el general Otelo, su esposa Desdémona y el alférez Yago, nos mostrarán lo que puede hacer el amor en manos de un genio diabólico.

            La trama de la fuente en la que se basó Shakespeare era mucho menos honda que la pieza teatral. Un malvado Alférez sin nombre está enamorado de Desdémona, pero ella le rechaza. Creyendo que ese rechazo proviene del amor de la joven hacia un Capitán (el Cassio de Shakespeare), convence al Moro de la infidelidad de su esposa y la mata, ante la aprobadora presencia del general. Pero luego, éste se arrepiente y expulsa al Alférez, quien empieza entonces a odiar al Moro y urde su ruina.

            Aunque el tema de estas páginas es el amor de pareja y no el mal, hay que colocar a Yago donde le corresponde, si quiera sea brevemente, para poder analizar la relación entre Otelo y Desdémona.

            En el magnífico estudio que de esta tragedia hace Bloom, Yago es calificado, con todo merecimiento, como “el perfecto Diablo de Occidente”, el malvado supremo. El origen de Yago es muy distinto de origen del Alférez sin nombre. Él no ama a Desdémona en ningún momento. Yago, en su día, adoró a Otelo, porque Yago es un adicto a la guerra, un creyente en la religión de la guerra total y el general era su dios. Pero, acabada la guerra, Otelo, sin dejar de apreciar honestamente a su fiel oficial, elige a otro hombre como lugarteniente en la paz. Yago queda destrozado porque como dice Bloom: “Otelo lo es todo para Yago, porque la guerra lo era todo; relegado, Yago no es nada, y al guerrear contra Otelo guerrea contra la ontología.”

            Pero Yago, como Glóster, aunque de un modo infinitamente más complejo, sutil y brillante, se descubre como un crítico y dramaturgo espeluznante, que teje su red y manipula a todo el mundo. Yago, dice William Hazlitt es ejemplo de “una actividad intelectual enferma, con casi perfecta indiferencia ante el bien o el mal moral, o más bien con una preferencia por este último, porque casa mejor con su propensión favorita, da más brío a sus pensamientos y alcance a sus acciones.”

            Yago no tiene rival en la obra, supera intelectualmente a todos los personajes y los conoce mejor que ellos mismos. Bloom afirma que sólo Hamlet, Falstaff o Rosalinda hubiesen sido capaces de anular a Yago. Otelo y Desdémona están indefensos ante este prodigio de maldad.

            Otelo y Desdémona. Este matrimonio no tenía futuro desde el principio. ¿Por falta de amor? ¿Ama Desdémona a Otelo y Otelo a Desdémona? Dice Bloom: “Desdémona, convincentemente inocente en el más alto de los sentidos, se enamora del puro guerrero que hay en Otelo y él se enamora del amor de ella hacia él, del espejo que es ella para reflejar su legendaria carrera.” Esto no nos inclina favorablemente hacia Otelo, pero es ejemplo palmario de muchas relaciones. Desdémona está deslumbrada por Otelo, algo nada extraordinario viviendo como vive en una Venecia llena de jovenzuelos lamentables (ahí está Roderigo, títere de Yago, para demostrarlo), bajo la tutela de un padre muy poco afectuoso y que demuestra no conocer nada del carácter de su hija. Desdémona sufre el engaño de la rama de Stendhal.

            En el cortejo, es Desdémona la que toma la iniciativa, pidiendo a Otelo que le cuente más y más hazañas, historias y gestas. Otelo accede, encantado de tener una oyente tan solícita, que va volviéndose apasionada y que se le declara de una manera casi directa, según confiesa el Moro:

            […]Y me pidió, si tenía un amigo que la amara,

            Que le enseñara cómo contar mi historia

            Y eso la seduciría. Ante esta señal, hablé:

            Me amaba por los peligros que yo había pasado

            Y yo la amaba por apiadarse de ellos.

            Otelo, sin duda, se tiene en muy alta estima, aunque razones para ello no le faltan. Es ser injusto con Otelo, con Desdémona y con Yago (y esto último no lo puedo consentir) reducir al bravo general a un militar pomposo y arrogante. Otelo es noble, es digno y es poderoso, por mucho que de cara a nosotros pierda encanto por ser consciente de sus virtudes. Lo trágico es que no es consciente de sus defectos, de sus limitaciones, mientras que el genial Yago las conoce como la palma de su mano.

            ¿A que parece que tenemos, una vez más, elementos suficientes para un pésimo culebrón? La hermosa y joven aristócrata veneciana, apasionada, que se enamora del valiente general, respetado, pero, como moro, converso y extranjero, no integrado en la República. Y este general, este héroe, este dios guerrero, que tenía como patria el mundo entero y la batalla, se desposa con la noble, arriesgando su propia identidad con ello:

            Pues sábete, Yago,

            Que si no fuera porque amo a la dulce Desdémona,

            No pondría mi libre condición sin domicilio

            En circunscripción y en confinamiento

            Por toda la riqueza del mar.

            Cuando Otelo es enviado a Chipre, al poco de haberse desposado, Desdémona toma la iniciativa una vez más y ruega a los gobernantes venecianos que le permitan acompañar a su marido. Bloom, al que nunca agradeceré bastante haberme enseñado a leer ésta y tantas obras, apunta la pasividad de Otelo como indicio de lo que será la clave de toda la tragedia: el general, de hecho, no siente demasiados deseos por conocer bíblicamente a su mujer.

            Esto es justo el punto central: Desdémona intenta por todos los medios irse a la cama con Otelo y Otelo encuentra (o le encuentran) excusas para no consumar el matrimonio. ¿Qué clase de retorcida forma de amar es la del Moro? Varios críticos apuntan a un posible miedo del gran guerrero, hombre hecho y derecho en el campo de batalla, a la impotencia. Otelo encarnaría el miedo que siente un sexo al otro, en este caso, el miedo del hombre a la mujer. No considero que todos los hombres y todas las mujeres (ni siquiera una mayoría) sientan pánico cuando piensan en sus respectivas parejas, pero es una verdad que el sexo (no por tabúes religiosos) impone respeto y hasta angustia. En la cuestión del sexo está en juego, o puede estarlo, una parte de nuestra autoestima, de nuestro respeto por nosotros mismos.

            Entonces, ¿por qué se casó Otelo con Desdémona? Bloom también se lo pregunta y no acaba de encontrar una respuesta clara, porque Shakespeare gustaba de dejar muchos enigmas sin resolver en sus obras, como la vida (o, para aquellos que seguimos el camino de Wilde, la vida como las obras). Quizás, sugiere, por distracción. Otelo conoce a Desdémona tras un largo período alejado de su ámbito natural, la guerra, y por eso “no es él mismo”. Desdémona se enamoró de una leyenda y Otelo estaba con la guardia baja, así que se enamoró de ese enamoramiento, que es una forma indirecta de enamorarse de sí mismo.

            Sin duda, esta relación no hubiese durado mucho más, incluso sin Yago maquinando. Con Yago, la relación termina de la forma más desastrosa posible y es, precisamente, por culpa de la extraña negativa de Otelo a acostarse con Desdémona. Si lo llega a hacer, hubiese descubierto que era virgen, por lo cual su supuesta aventura con Cassio tenía que ser inexistente y toda la obra maestra de maldad de Yago se hubiera derrumbado. Pero Yago triunfa, y ese es su genio, que no nos podemos detener a examinar aquí, justo porque sabe que Otelo no usará de ese recurso para saber si sus celos son o no justificados.

            ¿Ama Yago, en el sentido que aquí le estamos dando al verbo? No lo creo. Está casado, pero no siente por Emilia, su esposa, ningún cariño especial; se limita a usarla como un peón de su juego. ¿Antes de la “Caída de Yago”, como la denomina Bloom, la amaba el alférez? Tampoco lo considero plausible: estaba absorbido por su fe en la guerra total.

            Y Emilia siente por su esposo una estima similar. En una conversación con su señora, Desdémona, la mujer de Yago resume así su matrimonio y, por extensión, el matrimonio:

            No son un año o dos los que nos muestran a un hombre.

            No son nada más que estómagos, y nosotras nada más que comida.

            Nos comen con apetito, y cuando están ahítos

           Nos vomitan.

Emilia ama a Desdémona, amor de sirvienta, de leal amiga, que se preocupa por su vida, por su bienestar y por su honra. Es este amor lo único que Yago no ha calculado bien, el que, ante la infamia que se cierne sobre el buen nombre de su señora, hace comprender de golpe a Emilia el plan infernal de su marido, al que acusa, perdiéndole. Pero Yago tiene un último triunfo, estético más que pragmático. Ante el espantado asombro de los nobles venecianos, que le preguntan las razones para el horror que ha orquestado, antes de mandarle a la tortura y la muerte, el alférez se limita a responder: No me preguntéis nada. Lo que sabéis, sabéis./ Desde este momento nunca diré una palabra. 

Nota; imágenes usadas: Fotograma de «La Tragedia Otelo, el Moro de Venecia», de Orson Welles; «La muerte de Desdémona», de Eugène Delacroix.

marzo 5, 2010

VIII. La Tetrarca del Este

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 2:06 pm

          EDMUND Y DOUGAL RECIBIERON EN EL NAVÍO una citación para comparecer ante el comandante del puerto. Éste les comunicó el deseo de Su Alteza Elspeth Voe de recibirlos en la Isla del Este, donde estaba sito su palacete. Su Alteza consideraba la posibilidad de acceder a las peticiones del Juez Errante, pero prefería discutir los pormenores sin intermediarios. Los republicanos indicaron al comandante que transmitiera su agradecimiento a la Tetrarca y accedieron al traslado. El comandante les solicitó que estuvieran dispuestos al atardecer del día siguiente.

            Dougal estuvo tentado de hacer varias observaciones ingeniosas sobre la situación. Suponía que Edmund estaría lanzando chispas por aquel retraso y pincharle un poco le ayudaría a descargar. Luego, podría obligarle a reconocer que un Juez Errante maduro no pierde los nervios con tanta facilidad ante el primer contratiempo. Pero Lukas estuvo impasible durante el regreso al barco. Se fue a su camarote, pidiendo no ser molestado; salió casi al anochecer, dijo que iba a dar un paseo – “a solas”- y regresó un par de horas después. Calmado, indiferente, casi relajado. Incluso hizo un par de bromas secas durante la cena.

            Por la mañana Dougal le invitó a dar una vuelta por la ciudad, pero el Juez dijo que ya había paseado bastante la noche anterior. Mantuvo su habitual reserva, sin dirigir la palabra más de lo imprescindible a la tripulación. Ordenó al capitán que se atuviera estrictamente a las órdenes del comandante del puerto. Pero que no levara anclas salvo por una orden directa suya o de Dougal.

            Cuando el día ya declinaba, se presentó una delegación de funcionarios isleños. Venían a escoltar al Juez y a su ayudante hasta el barco que les llevaría a la Isla de Este, como se había acordado. Dougal se puso su uniforme de campaña, más presentable que las ropas civiles. Edmund limitó el protocolo a colgarse de nuevo el collar de su cargo. El comandante les esperaba al pie de un velero. Tras el ritual intercambio de cortesías, los republicanos embarcaron al fin y el pequeño barco zarpó.

            – El tiempo perfecto para navegar, ¿verdad?- comentó Dougal a nadie en particular- ¡Mucho mejor que con esa tormenta de hace unos días!

            Los tripulantes no respondieron. El rastreador dejó correr el silencio; al cabo de un rato, volvió a intentarlo.

            – ¿Habéis oído hablar de Su Alteza, la Tetrarca del Este, Señoría?

            – No soy un experto en la política de las Islas.

            – ¡Ah, pero no es necesario! Si uno sabe a quién escuchar, la fama de los Tetrarcas surge sola. De los cuatro he oído contar admirables cosas. Aunque nuestra generosa anfitriona, en mi humilde opinión, supera al resto.

            Los tripulantes siguieron sin reaccionar.

            – Una gran dama, Señoría. Una gran dama y una gran gobernante. Y si ya es raro encontrar una cosa o la otra, hallarlas en una misma persona es prácticamente un regalo de los dioses.

            Nada. Dougal desistió.

            – ¡Mala peste de marinos!- masculló acercándose a su superior- ¿Serán sordomudos?

            – Es la única explicación para que no les haya seducido tu interesantísima charla.- se burló Lukas.

            – Según mi experiencia, cuando estás con un marino y hablas del tiempo, tienes charla para medio viaje. Y si luego alabas a su amo y señor, tienes ocupada la otra mitad.

            – Para alabarlo más. O para criticarlo a escondidas. Los viajes por mar son muy subversivos.

            – Estás de muy buen humor, estos días.

            – ¿Por qué no iba a estarlo? Tenemos casi el apoyo de la Tetrarca para nuestra misión. Seguro que con darle algunos detalles colaborará encantada.

            – ¿A una líder extranjera le vas a contar lo que has ocultado a un Gobernador republicano?

            Lukas cambió de tema.

            – Lo que has dicho sobre la Tetrarca, ¿son rumores que has oído o te lo has inventado para sonsacarles algo?

            – Cualquier gobernante hace correr rumores acerca de su grandeza, como dama, como caballero, como asesino o como anfitrión. Pero una cosa sí he oído alguna vez: que lo demás Tetrarcas nunca están a solas con ella.

            Edmund alzó las cejas en un gesto irónico de sorpresa.

            – No creo que nos aburramos.- murmuró el rastreador.

 

            La Isla del Este era una mole rocosa, inaccesible –según aseguraban las cartas- salvo por dos puntos. Uno de ellos, el puerto oficial, en el cual Edmund y Dougal fueron apeados. El segundo, la salida de emergencia (y secreta) de la Tetrarca, donde siempre había un velero, dispuesto a soltar amarras en un instante.

            Desde el puerto oficial ascendía un camino, a cuya derecha e izquierda se veían los barracones de la guardia. En pocas horas, un ejército perfectamente equipado podía desembarcar en Orchar. El resto de Tetrarcas mantenían fuerzas similares en sus respectivas islas, como había dicho Willer. Llegado a un cierto punto, el camino se estrechaba, convirtiéndose en un sendero tortuoso por el cual no podían avanzar los caballos. Recorriéndolo, se llegaba a un baluarte, protegido por una guarnición de guerreros tan impasibles como los marineros.

            Al cruzarlo, se entraba en otro mundo. El suelo pedregoso, del que sólo brotaban arbustos, daba paso a un jardín. Hermosas fuentes canturreaban seductoramente, el viento mecía las copas de cipreses. Aquella isla parecía tener un clima propio, distinto del más frío de Orchar. El visitante nocturno, después de un viaje fatigoso, tenía la sensación de haberse perdido en un mundo de ensueño.

            Atravesando el jardín, llegaba a un palacio de fachada sobria, con una columnata blanca soportando un frontón sin adornos. Más guardias mudos comprobaban las credenciales del recién llegado. Una vez dentro, un patio interior de suelo de mármol, bellamente decorado con cariátides, con una pequeña piscina de aguas claras en medio. Sirvientes de ambos sexos se apresuraban a acoger al visitante y a mostrarle sus habitaciones, donde podría refrescarse y cambiar sus ropas. No se presentaba uno ante la Tetrarca con el polvo del camino.

            Ni Dougal ni Edmund tenían elección. El capitán abandonó su uniforme y el Juez sus descuidadas ropas de viaje, que, de todos modos, eran demasiado pesadas para la agradable temperatura de aquella extraña isla. Una vez ataviados con trajes ligeros, parecidos a los de los sirvientes, aunque de mayor calidad, los republicanos pudieron, por fin, acceder a la sala de audiencias.

            O eso creían ellos, porque los mudos sirvientes (nadie les había dirigido una sola palabra desde que abandonaran Orchar) les condujeron a un jardín interior. Varios sauces se combaban, ocultando en parte una fuente central, con cuatro figuras masculinas en actitud majestuosa, de cuyas manos y bocas brotaba el agua. Un camino de piedras pulidas recorría el jardín. Junto a la fuente había una mesa de mármol, con una jarrita de un líquido incoloro y una pequeña copa de plata, y dos sillas de piedra, suavizadas por cojines. Sentada en uno de ellas, esperaba una dama.

            La Tetrarca Elspeth Voe era una de esas mujeres de edad indescifrable. A los quince años parecen tener veinte y a los treinta y cinco, veintiuno. Era alta, más alta que la media de los isleños. También su piel era mucho más clara, casi blanca. Un vestido sin mangas, turquesa pálido, ocultaba parte de un cuerpo por el que muchos habrían matado o muerto con igual entusiasmo. Un chal blanco, traslúcido, cubría sus hombros y sobre él caía una melena lisa, oscura. El rostro era atractivo, de labios voluptuosos, curvados en una cortés sonrisa, nariz recta, cejas delineadas, ojos negros. A escasos pasos de distancia, Dougal tuvo que recurrir a toda su caballerosidad para mantenerse correctamente formal. Edmund, durante un instante, alzó las cejas, esta vez sin rastro de ironía.

            – Sed bien venidos a la Isla del Este, mis buenos señores.- una voz peculiar, casi clara, pero con un sutil toque ronco- Os agradezco que hayáis soportado las molestias del viaje.

            Al no responder Lukas, el capitán reaccionó de inmediato.

            – Alteza, ser recibidos en semejante oasis justificaría una travesía de siete días en medio de una tempestad.

            – Sois muy amable, capitán Dougal. Veo que vuestras alabanzas en mi navío no agotaban vuestra gentileza.

            Dougal, pillado por sorpresa, acertó a sonreír, algo perplejo.

            – Alteza, os agradecemos que sacrifiquéis vuestro tiempo en recibirnos.- Edmund había recuperado el habla, el gesto impasible y el tono frío.

            – Somos aliados, Señoría. ¿Qué puede hacer la Tetrarca del Este por la República de Izur?

            – Unos fugitivos han logrado infiltrarse en las Islas Rojas, Alteza. Como expuse ante el comandante del puerto en el que desembarcamos, me propongo detenerlos y llevarlos ante la justicia. Sin embargo, como se encuentran en territorio soberano de las Islas, solicito vuestro permiso y auxilio.

            – Os concedo mi permiso y contáis con mi auxilio, desde luego. Daré las instrucciones pertinentes. Los enemigos de Izur son enemigos de las Islas. Nuestras tierras no pueden ser el refugio de criminales.

            Juez y capitán evitaron con éxito sonreír ante tal aseveración. Ambos se inclinaron en señal de respeto.

            La Tetrarca ladeó ligeramente la cabeza, en un gesto inquisitivo.

            – ¿Pensáis regresar a Orchar, Señoría?

            – Es mi deber continuar las pesquisas.

            – Vuestra devoción al deber es admirable. No obstante, si me lo permitís, con las guarniciones de Orchar en alerta, ¿considerarías que vuestra presencia sería esencial?

            – Alteza, tengo indicios de peso para creer que mis fugitivos fueron apresados por piratas antes de pisar las Islas. Cuantos más efectivos busquen a esos piratas, mejor. El tiempo apremia.

            Elspeth Voe tamborileó, pensativa, sobre la mesa.

            – Los piratas están estrechamente vigilados en las Islas. Si vuestras sospechas son ciertas, Señoría, mis soldados no tardarán en descubrir su refugio y capturarlos.

            “Si es que siguen vivos”, se dijo Dougal.

            – Por tanto, ese dato ha de ser motivo de menor preocupación. Carezco de autoridad sobre vos, señor Juez. Podéis hacer lo que os plazca. Mas me sentiría enormemente dichosa si decidierais coordinar la caza desde mi morada. Tendréis todas las comodidades para llevar a cabo vuestra misión. Y cuando, siguiendo vuestras instrucciones, esos delincuentes sean apresados, mi bajel más veloz os llevará a ellos.

            Stephen Dougal comparó en un segundo la perspectiva de reposar unos días en aquel bello palacio, bajo la tutela de una anfitriona tan complaciente, con la visión de una caza ininterrumpida, por los acantilados, por las colinas, por los pueblos. Se resignó a lo inevitable, a la seca negativa del Juez Errante.

            – Alteza,- dijo el joven, con un titubeo que ni su frialdad pudo encubrir- acepto con gratitud vuestra hospitalidad, para mi ayudante y para mi persona.

marzo 1, 2010

Grandes series: The Wire

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 11:00 pm
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            Cierto día que no estaba rememorando su pecadora juventud, San Agustín lanzó al mundo está pregunta: “¿En qué se diferencia el Estado de una banda de malhechores?” Unos cuantos siglos después, David Simon y Ed Burns nos dieron material suficiente para contestar. Nos dieron The Wire.

            Ésta es, hasta la fecha, la mejor serie que he visto. La más compleja, la más humana, la más inteligente, la más completa. Es casi perfecta. Y si digo “casi” es por la limitación esencial del ser humano, que, por definición, impide la perfección total.

            Si tuviera durante una hora el poder absoluto en este país (o en el mundo), además de muchos decretos divertidos, ordenaría que las cinco magistrales temporadas de esta serie se vieran obligatoriamente. Un acto de despotismo ilustrado. Se verían en las redacciones de periódicos, en las escuelas e institutos, en las universidades, en los juzgados, en las comisarías de policía y colocaría televisiones en las esquinas de las calles.

            Nunca he visto planteados problemas sociales con tanta inteligencia, con tanta habilidad. Sin caer en dogmatismos, ni en abstracciones que no conducen a nada. Y sin lastrar el ritmo. Las tramas y las reflexiones se sirven unas a otras. El tráfico de droga, la legalización (o no) de la misma, el trabajo policial, la manipulación de las estadísticas al servicio del cálculo electoral, el Juego…

            Si uno se cree un cínico, que vea The Wire. Aún le quedaban ilusiones que perder. Si uno es un maniqueo que tiene en el Imperio de la Ley el Bien Supremo y en los criminales unos demonios, que vea The Wire. Si duda que la raíz de los problemas está en la infancia, en la educación, que vea la pasmosa cuarta temporada. Si es de los que siente un justiciero orgullo cuando la policía anuncia la captura del Mayor Alijo de la Historia, vea The Wire. En la próxima rueda de prensa por el siguiente Mayor Alijo se partirá de risa.

            ¿Es ésta una serie de género negro? Sí, pero no sólo. Sería una historia policíaca “impura”. Porque con lo policiaco (que es la base y la estructura), hay ironía, análisis político y humano, sagas familiares, tragedia clásica en los suburbios. Esta serie se mete en las cloacas del poder, tanto legal como ilegal. En la ciudad de Baltimore no hay una sociedad, hay varias. Y en todas ellas se juega al mismo juego, aunque algunas reglas y algunos jugadores cambien.

            Como muestra de calidad: Tom Waits se ocupa del tema central (que él en persona canta en la segunda temporada). Detalle importante, no hay apenas una nota de música ajena a la acción misma de la serie: sólo si los personajes oyen la música, nosotros también. Porque el realismo puro y duro es marca de la casa.

            Ya verán: cuando conozcan a Jimmy MacNulty, a Lester Freamon, a Cedric Daniels, a Bunk Moreland (un hombre que nació ya con traje), a la pareja de capos formada por Avon Barksdale y Stringer Bell, a Proposition Joe, a Bubbles, o a Omar (el único que no está en el Juego, el verdadero extranjero, el que pone sus reglas), entre otros, ya no podrán dejarlo. Hasta que termine el increíble último capítulo de la quinta temporada. Después de él, no sé si encontraré algo en televisión que se ponga al mismo nivel.

            ¿Qué diferencia hay entre el Estado y un grupo de bandidos? ¿O entre una empresa, un periódico, un bufete de abogados y una organización criminal? Yo apenas veo alguna. Tal vez ésta: que el Estado, el Ayuntamiento, vive en un mundo, con unas leyes. Que la sociedad civil vive, más o menos, en ese mismo mundo. Y los delincuentes de Baltimore, simplemente, son ciudadanos de otra ciudad. Dos ciudades que coexisten, que se entremezclan y que chocan. Ninguna, lo lamentamos, es la Ciudad de Dios.

            Carlos Boyero, el primero a quién leí mencionar en varias críticas esta obra maestra (antes de que otro Carlos, Vara Sánchez, viejo amigo y acreedor que lo tiene difícil para que le pague la deuda, me la facilitara) va a resumir ahora en un párrafo lo que llevo tanto tratando de explicar; y, en esta ocasión, comparto totalmente sus palabras:

            ¿Qué tiene de excepcional la serie que crearon David Simon y Ed Burns? Todo. Realismo de primera clase, personajes y situaciones que desprenden verdad, guiones en los que no falta ni sobra nada, un retrato de los mecanismos del narcotráfico y de la tan lógica como generalizada corrupción de las instituciones que crea un negocio tan sabroso como perdurable, actores enormemente veraces que jamás te dan la sensación de estar interpretando, villanos inquietantes y policías muy humanos empeñados en dignificar su complicada profesionalidad, el ritmo que necesita cada historia, rechazo radical de los tópicos y del edulcoramiento, una atmósfera admirable, estilo, talento, complejidad emocional, mordacidad, acción, gracia, tragedia, peligro, magia, horror, reflexión, todos esos dones con los que nos enamora ancestralmente el gran cine.          Pues eso.

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