Mi encuentro con Jospeh Fouché fue cronológicamente invertido. Oí hablar de él por vez primera en una entusiasta crítica que Pérez-Reverte dedicó a La Cena, obra teatral de Jean-Claude Brisville, interpretada en España por Josep Maria Flotats y Carmelo Gómez. Convencí a mi familia para verla. Luego convencí a unos amigos, para poder verla de nuevo. Y me compré la obra, editada por Milenio. Uno de esos amigos, en un gesto que nunca le agradeceré bastante, me regaló poco después la biografía que Stefan Zweig dedicó a Fouché. Por último, siguiendo el consejo de Zweig, leí Un asunto tenebroso, de Balzac, donde el astuto político se mantiene, no podía ser de otro modo, entre bambalinas.
De todas estas obras, la que con diferencia más he disfrutado es la biografía de Zweig. Este extraordinario y apasionado escritor (quien se merece un artículo propio; debo hacerle esa justicia) es uno de los más finos psicólogos que he tenido el placer de leer. En sus retratos disecciona cada espíritu en el que fija la mirada, hasta el punto que cuesta gran trabajo aceptar una visión contraria a la Zweig sobre un personaje histórico.
¿Podía resistirme ante un hombre a quien se dedican párrafos como los siguientes? Adelanto la respuesta: no.
[…]¡Y más extraño todavía!: ninguno de estos perfiles de Fouché, tomados al vuelo, coinciden entre sí a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y profesor en 1790 saquease iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz lo veía en sus transformaciones, tanto más interesante se me revelaba el carácter, o mejor, la carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en lejanía y misterio, cada vez más extraña, más demoníaca su figura.
Y más adelante, el núcleo de esa mente tenebrosa: En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos elementos que perturban los sentimientos de un hombre normal, están ausentes en este enigmático «hasardeur», cuya pasión es íntegramente cerebral. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, la intriga es su única pasión; pero sólo la sabe gozar en la esfera del espíritu, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que el disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida.
Comprenderán ustedes que el mío por Fouché fue un amor a primera vista, de esos apasionados y primaverales, cuasiadolescente. Ahora que nuestra relación ha madurado, no me avergüenzo en aceptar que tengo a monsieur Fouché en la más alta estima y que dudo mucho que otro intrigante real sea capaz de destronar a ese monstruo gélido, ese maestro de titiriteros, servidor supuesto de la Convención, del Directorio, del Consulado, del Imperio, de la Monarquía y únicamente servidor de sí mismo.
Justo por ello, en una lamentable compensación, La Cena ha perdido algo de valor. No me malinterpreten: es una soberbia pieza teatral. Un diálogo que ya me gustaría haber escrito a mí. Y Flotats y Gómez son actores bárbaros. Pero si bien el primero parece haber entendido a la perfección el espíritu de ese lánguido sutil que fue Charles Maurice de Talleyrand, no puedo decir lo mismo de Carmelo Gómez. Su Fouché se irrita y lo muestra. Pierde los nervios. Alza la voz. Ahí no reconozco al Ministro de Policía ante quien el mismo Napoleón siempre se sentía intranquilo.
El que el retrato de Talleyrand suela salirles mejor a actores y guionistas que el de Fouché parece una maldición. En la interesante miniserie Napoleón, de Yves Simoneau, John Malkovich se mete en las medias de ese infernal cojo y diplomático sibilino que era el Príncipe de Benevento. Mientras que Gérard Depardieu fue incapaz de hacerme creer que era en verdad Jospeh Fouché. Y eso que, contra lo esperado, se mantuvo frío, impasible. Estuvo cerca de lograr esa imperturbabilidad tan compleja para un actor. Actuar de modo que el personaje no muestre emociones, pero sin limitarse a poner siempre una cara de madera es complicadísimo. Aún así, monsieur Depardieu no será nunca Fouché en mi cabeza. He perdido la esperanza de que alguien lo sea.
Espero haber incitado a algún lector para que conozca más a fondo a este tortuoso personaje. Hay un precio, sin embargo. Después de pasar tanto tiempo junto a un villano tan grande, es muy deprimente regresar a la realidad. O tal vez sea que los Fouchés y Talleyrands de nuestros días se mantienen aún más en la sombra que sus predecesores. Confiemos en ello.
Imagen: escudo de armas del Duque de Otranto. Atención al irónico emblema (tal vez una broma del mismo Napoleón), destacado por Zweig: una serpiente enroscada alrededor de una columna de oro.