Con un vaso de whisky

septiembre 12, 2016

El Rey Profeta de la Ciénaga

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            Tres grasientos hermanos cuervos giran, picos arriba, cortando una circunferencia en el cielo magullado y revuelto, trazando órbitas rápidas y oscuras a través de las espesas hinchazones de humo.

            Durante mucho tiempo la tapadera del valle estuvo clara y azul, pero, ahora, por Dios que ruge. Desde donde estoy tumbado las nubes parecen prehistóricas y vomitan enormes bestias sin rostro que se enroscan y mueren así, sin más, allá arriba.

            Quien nos dirige la palabra es Euchrid Eucrow, segundo de dos hermanos, el superviviente, porque el primogénito falleció al poco de nacer, mudo desde el nacimiento, una de las criaturas más sorprendentes con las que me he topado, gran protagonista de una de las novelas más sorprendentes con las que me topado: “Y el asno vio al ángel”, de Nick Cave. Sí, ese Nick Cave. El inmenso talento como músico y letrista de este australiano alto y oscuro queda claro en ésta, su primera novela. Si uno fuera dado a la envidia, estaría verde hasta el tuétano.

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            ¿Qué se va a encontrar el lector? Una extraña mezcla de “La conjura de los necios” y el mundo de Faulkner. Vetas de realismo mágico en un tenebroso bloque de sarcasmo. Un universo alucinado y tortuoso que cabe en un miserable valle de Maine, sobre el cual, si aceptamos las fechas que se nos dan en la novela, pasan los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado pero que, en verdad, parece al margen del tiempo y del resto del Cosmos.

            El título de la novela viene de la historia de la mula de Balaam, que es citada (Números 22, 23-31). Un cierto sabor veteotestamentario se puede percibir en las imágenes y en el lenguaje de los personajes. No en vano, el valle está controlado por la minoritaria pero feroz secta de los ukulitas y no en vano Euchrid se siente tocado por el dedo de Dios y como autoproclamado campeón del Señor de los Ejércitos nos declama. Pero es un cierto sabor, sólo, superficial, propio de las congregaciones petrificadas, rígidas, implacables en el cumplimiento de sus normas, obedecidas sin discusión y sin sentido. No es que sea Balaam de los personajes más inteligentes de la Biblia, aunque sí de los más grotescos. Una digna entrada a este libro extraño.

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            El idioma de la novela es extremadamente rico e imaginativo. El vocabulario que Cave derrama sobre las páginas es colorido, lleno de florituras arcaizantes, de adjetivos rebuscados y de enumeraciones encadenadas que se retuercen, ondean y fluyen como serpientes gigantescas. Y ese idioma, propio del narrador omnisciente, cuando toma la palabra el propio Euchrid, algo que ocurre la mayor parte del tiempo, se alza y se rebaja al mismo tiempo. Sus discursos y explicaciones están construidos con oraciones extraordinarias, con palabras rotundas, engarzadas como joyas rutilantes, pero también están llenos de vulgarismos, de cagamentos e insultos que irrumpen en mitad de sus devaneos.

            Porque Euchrid, y no destriparé más, nos habla desde su lecho de muerte, en la mitrad de su ciénaga, mientras el barro y las arenas movedizas lo van tragando. Desde allí, nos va desgranando su terrible historia y conocemos a los estrambóticos habitantes de aquel lugar extraño, azotado por los Años de la Lluvia, que todos entienden como un implacable castigo divino.

            ¡Y menuda galería! La atroz Madre, borracha y bestial; el silencioso y hosco Padre, inventor de innumerables trampas mecánicas, sonrientes artilugios diseñados para triturar, atrapar y tullir. El enloquecido predicador Abie Poe, con sus odiosos sermones de miedo y castigo. Las sombrías comadres del valle, un personaje múltiple, mezquino y temible. La tentadora y desdichada Cosey Mo. La aún más desdichada Beth, la elegida del valle, víctima de todos los personajes del libro, de una inocencia que raya en la estupidez. Es consolador pensar que no hay ningún personaje realmente inteligente en todo el libro y puede uno pensar que, en este mundo, la inocencia y la necedad no tienen que ir unidas. Simplemente, la necedad es universal, se sea inocente o depravado.

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            Pero Euchrid es quien nos controla y a quien volvemos. Es quien habla y quien nos habla y, muchas veces, nos interpela directamente, nos interroga y nos exige respuestas. Su poder léxico es asombroso y su imaginación proléptica es poderosa. Se ve a sí mismo como elegido, profeta y después rey. Y resulta muy difícil sustraerse al encantamiento de sus palabras, de sus visiones, de sus alucinaciones, cada vez más delirantes, a medida que avanza el libro. Aunque la razón nos diga que sus afirmaciones de terror y poder sobre cuanto le rodea no son más que absurdos, casi le rendimos pleitesía en ocasiones. Porque, y este es uno de los grandes aciertos del libro, estamos, casi sin remedio, en manos de Euchrid. Vemos la realidad a través de sus ojos. Es él quien nos describe a muchos de los demás personajes. Y, por tanto, tenemos que fiarnos de sus palabras e interpretaciones. ¿Son realmente tan terribles la Madre y el Padre, tan bestiales los habitantes del valle, tan viles los vagabundos adictos? Parece que sí, por lo que nos dice el narrador omnisciente cuando toma la palabra. Pero, ¿quién es ese sospechoso y anónimo narrador, de voz tan similar a Euchird, aunque sin sus accesos de amnesia, rabia y dispersión? ¿No será el mismo Euchird, viéndose fuera de su propio cuerpo?

            Todo en Euchird está torcido, desde su visión del mundo hasta su percepción de Dios (no es mucho menos torcida la de los fanáticos ukulitas, cuya teología es tan ramplona como supersticiosa), pero la suya no es una mente inferior. Enloquecido como está, razona de un modo caprichoso, pero seductor. No le falta un humor negro y mordaz, que lo vuelve extrañamente simpático. Su mudez mantiene encerradas todas las palabras que querría decir, por lo que giran en su mente de modo incansable, royéndola. Su burbujeante cerebro es un laberinto de caos e insensateces regido por una razón particular e inexorable. Su dolor y su rencor, su misantropía y sus frustraciones se traducen en venganzas salvajes, unas imaginarias, otras reales. Haber creado a Euchird Eucrow es haber creado a uno de los monstruos más notables de la Literatura, alguien que podría debatir, mediante la telepatía, con el mismo Ignatius J. Reilly (no tengo muy claro quién agotaría antes a quién bajo el peso de su palabrería y sus disquisiciones) y que se sentiría al tiempo como en casa entre los monólogos lúgubres de “Mientras agonizo”.

            Lean esta novela, se lo recomiendo. Es un viaje a la locura y el absurdo, a la tragedia que se ríe sardónicamente, un torrente literario irresistible como el diluvio sobre el Valle de Ukulore, absorbente como su ciénaga, grotesco como el Reino de Cabeza de Perro.

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