Parcialmente basado en «El Vosque», por Morán y Laurielle
VER A UN HADA NO TIENE NADA DE RARO. Ver a un hada más de una vez, ya es harina de otro costal: es difícil ver algo sin ojos y las hadas sufren cierta tendencia a considerar los ojos ajenos como sus balones de playa particulares. Pero ver a un hada en una biblioteca es un espectáculo tan inusual que hasta los flemáticos britannos arquean una o dos cejas y murmuran un “¡caramba!” o incluso un “¡diantre!”.
Ni “diantre” ni “caramba” ni nada en absoluto murmuró Alistair Barnaby Colderidge al observar cómo dos pesados volúmenes del Atlas Geográfico Del Mundo Relevante, del erudito Profesor Hastings (censurado y aclamado por desconocer la misma existencia del África no britanna hasta un par de días anteriores a su muerte) volaban de su estante y era dejados caer sin miramientos sobre una mesa cercana. El ser responsable salió disparado hacia otros estantes y, muy pronto, otros cuatro libros más, ninguno de ellos menos grueso, hicieron compañía a la obra de Hastings.
El señor Colderidge cerró su propio libro -que seguía un posible itinerario de William Shakespeare por tierras atlantes siglos antes de la fecha oficial de su nacimiento- y lanzó una mirada estimatoria a la criatura que pasaba hojas y más hojas como una centella. Que se trataba de un hada resultaba incontrovertible. Zumbaba como un hada, tintineaba como un hada y hablaba consigo misma a la manera de las hadas, rápida y agudamente.
Siendo esto como era, Alistair dudaba de sus sentidos. Se objetó que un hada en una biblioteca era casi una imposibilidad ontológica. Para empezar, la inmensa mayoría de las hadas son incapaces de retener más de dos ideas al mismo tiempo en sus diminutas cabezas. Por esa razón, las bibliotecas les resultan frustrantes o aburridas. En los dos casos, las consecuencias suelen ser dramáticas. Nada hay más peligroso que un hada frustrada, salvo un hada aburrida. Uno de los grandes incendios de Londinium tuvo su origen directo en la invitación formal de la Biblioteca del Museo Britanno a todas las hadas de la ciudad para usar sus instalaciones. El Bibliotecario Jefe hubiera sido despedido, ahorcado y enviado a las colonias de no haber sido la primera víctima del enjambre de Gente Pequeña. Desde entonces, no se permitía la entrada de más de un hada por mil libros que contuviera la biblioteca en cuestión. Y eso, siempre y cuando tal biblioteca tuviera los preceptivos sistemas de seguridad mágica.
Por otro lado, los bibliotecarios de a pie detestan a las hadas. Las consideran criaturas insufribles, ruidosas, indisciplinadas, zumbonas, y demasiado rápidas para aplastarlas con un buen golpe de periódico. Siendo los bibliotecarios uno de los cuerpos de funcionarios de la Corona más temidos, se trataba de no irritarlos en demasía. Por eso, un hada que penetrara en una biblioteca corría el riesgo de ser sacrificada más tarde en aras de la paz social.
Decidido a resolver semejante enigma, Colderidge se aproximó al hada. El hada no se inmutó. Colderidge se aclaró la garganta y sonrió. El hada le lanzó una mirada afilada. Siguió a lo suyo.
– Disculpe usted. Me preguntaba si podría ayudarla de alguna manera.
– No.
– No quisiera ser un entrometido. En esta vida se pueden ser muchas cosas, pero no un entrometido.
– Anda muy cerca de ello.
– Me arriesgaré un poco más.- dijo Alistair Barnaby, sin perder su jovial cortesía- Que me vean con usted puede serle de utilidad. Siempre podríamos decir que he venido a acompañarla y así nuestros buenos bibliotecarios no tendrían ninguna excusa para tratar de aplastarla.
El hada emitió un sonido intermitente. La idea de que los bibliotecarios fueran una amenaza parecía divertirla.
– Tiene usted varios libros de geografía, de muy distintas épocas. ¿Trata de seguir la evolución de algún Estado?
– Trato de encontrar información sobre un reino concreto.
– ¿Sabe cómo se llama?
– Ya no existe.
– Bien, pues cómo se llamaba.
– No tenía nombre.
– ¿Y en qué continente se encontraba?
– No tengo ni idea.
– ¿Estaba en este mundo, al menos?
– Puede que no.
– Válgame el cielo.- Colderidge se frotó la nariz- Es todo un reto.
– Pues sí.- replicó secamente el hada- Por eso llevo dando vueltas por esta jodida biblioteca casi cuatro horas. Hoy. Ayer ya ni me acuerdo.
– Entiendo. “Una vez más en la brecha, amigos míos, una vez más en la brecha”, ¿eh?
El hada pasó cinco páginas más.
– Pero si no sabe dónde estaba, ni cómo se llamaba ese reino, ¿qué sistema de búsqueda sigue?
– Sé que era un reino boscoso. El más boscoso de los reinos boscosos. Prácticamente, el reino era un bosque enorme. Así que estoy mirando todos los reinos que alguna vez hayan sido, que estuvieran llenos de árboles.
La poderosa mente de Alistair Barnaby tenía grandes espacios para la acumulación de datos. Además de un dominio sobre Literatura universal casi sobrenatural, poseía un conocimiento considerable sobre Historia, en especial cuando afectaba a la comunidad mágica. No en vano, Colderidge era un hechicero hecho y derecho, aunque aún no venerable, por falta de unos quince o veinte años. Las palabras del hada hicieron que en alguna parte de su cerebro se abriera un archivador.
– Disculpe un segundo.
El hada ni siquiera gruñó. Siguió luchando con mapas y descripciones, con enumeraciones de ríos y productos de exportación. Al cabo de un rato, Alistair regresó portando un grueso mamotreto, encuadernado con tapas de cuero verdes. Unas enrevesadas letras formaban el título: Guía de los Lugares que Tal Vez Nunca Existieron, y, más abajo, su autor, Nárom Elleirual.
– Si es tan amable, busque por la letra “V”.
El hada hizo un gesto dubitativo, se encogió de hombros e hizo lo que le indicaban. Y allí estaba, un mapa detalladísimo, veinte páginas de letra menuda acerca de las maravillas, los secretos, los rincones oscuros, los enclaves, tabernas, burdeles, mercados, habitantes, criaturas, reyes, héroes y villanos de un antiguo reino boscoso. El reino del Vosque.
– Ya me parecía a mí que había leído sobre él, en mis años de estudiante.- comentó el hechicero, con absoluta humildad. Se sacó de un bolsillo de su casaca azul océano una larga pipa de cazoleta pequeña.
– Está prohibido fumar en las bibliotecas.- observó el hada, sin levantar la vista del libro- Tal vez desprecie usted las leyes y normativas, pero ama los libros y no se arriesgaría a dañarlos, ni siquiera remotamente. No tiene tampoco motivos para atacarme, menos con un arma tan birriosa. ¿Qué va a hacer?
– Permitirme un capricho.- de otro bolsillo, extrajo un cuenco con agua jabonosa, agua que no se derramaba ni salpicaba. Removió el agua con la pipa y se la llevó a los labios. Poco después, doce jinetes de pompas traslúcidas peleaban en el aire por ganar las carreras de Ascot.
– Vaya, un mago, nada menos.
– Alistair Barnaby Colderige. Un placer. ¿Usted?
– Sharp.
– Conciso y adecuado.
– ¿Es usted miembro de la Conferencia[1]?
– Miembro fundador. Espero que el Gabinete no nos disuelva antes de haber logrado algo de provecho. ¿Cómo lo ha sabido?
– Sólo los miembros de la CABALA son tan francos acerca de su naturaleza.
– Es usted un hada observadora.
– Más me vale. Soy detective.
Un hada lectora, sagaz, lógica, rigurosa y, encima, detective. Colderidge estaba ante una especie de acontecimiento histórico.
– Pero por su acento, no lleva mucho tiempo aquí, en Britannia, ¿no es así?
– Usted tampoco es mal observador.
– Me funcionan los oídos.- era obvio que Sharp no quería seguir por aquel camino; Colderidge hizo un quiebro- Y, si no le obligo a romper el sigilo profesional, ¿qué tiene de interés para una detective contemporánea el reino del Vosque?
– Varias cosas. Un cliente busca cierto objeto. No le diré más.
– No es necesario. ¿Y encuentra usted algún indicio? ¿Alguna pista?
– Pocas. Lo mejor en estos casos es interrogar a quien tuvo tratos con el objeto. Pero, claro, eso es imposible.
– ¿Lo cree usted así?
Sharp miró al mago, pareciendo interesada por primera vez.
– ¿Qué insinúa?
– Bueno, no es por alardear, pero podría, en fin, por decirlo en términos vulgares, podría invocar la presencia de alguno de esos testigos, si me proporciona algún dato más sobre ellos.
El hada pasó un par de páginas.
– ¿Un retrato le vale?
– Pues sí, sí me vale.
Alistair se inclinó: ahí estaba, en efecto, un retrato a plumilla, de dos hadas enzarzadas en un combate.
– “Calderilla y Tarifa”. ¿Alguna taratataratabuela?
– A saber. Pero sí sé que ellas tuvieron que ver con lo que busco. ¿Puede traerlas?
– No, puedo traer sus presencias y por un breve espacio de tiempo.
– Valdrá. ¿A qué espera?
El hechicero vaciló. Podía hacerlo, sin duda. No dudaba de su capacidad, ni de sus habilidades. Dudaba de la conveniencia. ¿Tres hadas, aunque dos fueran fantasmagorías? ¿Y si el hechizo salía tan bien que adquirían forma corpórea? ¡Tres hadas corpóreas, dos de ellas hace siglos en un lugar más feliz que esta tierra, sueltas por aquella enorme biblioteca! Podía ser el origen de otro gran incendio. O de algún conflicto social, entre la Corona, la comunidad mágica y la sociedad civil. Justamente los conflictos que la CABALA trataba de evitar y reconducir. ¡Menudos titulares! Pero, por otro lado, era un mago experimentado. Contendría la situación. Y siempre estaba bien tener un hada a buenas con uno. Al diablo. Se arriesgaría.
Apoyó las yemas de los dedos sobre la imagen y murmuró el sortilegio. El libro tamborileó. Las hadas del retrato, muy corpóreas, muy coloridas y muy enzarzadas, salieron de las páginas con un chillido espectacular. Hasta Sharp dio un respingo.
– ¡Calderilla, hideputa, te voy a espetar!
– ¡Callha, ashtarda, follahcerdílopss!
Alistair chasqueó los dedos y las combatientes quedaron inmovilizadas.
– ¿Qué cojones…?
– Le ruego que modere su lenguaje, Tarifa. “Es una enorme desgracia no tener talento para hablar bien, ni la sabiduría necesaria para cerrar la boca.” Téngalo en cuenta.
– ¿Quién coño eres tú?
– El humilde mago que os ha convocado
– ¿Un majjjho?- farfulló Calderilla- ¡Pero ssi no ienesh barrba!
– No, pica demasiado para mi gusto.
– ¡Ni sssombrreho punti.. punt… puntiaghuor!
– Se pasó la moda hace tiempo. Lamento no encajar en el arquetipo.
– Pero, ¿ties de beberr?
– Si tiene, dele de beber.- dijo Sharp- Borrachas hablan más.
Refunfuñando en su interior, Colderidge sacó de un tercer bolsillo (aquella chaqueta era ya un tanto sospechosa), un hermoso ejemplar de petaca. Liberada por el mago, a una señal de la detective, Calderilla se hizo con ella y trasegó todo el buen whisky de su interior.
Sharp no perdía el tiempo. Volando cerca de la inmovilizada Tarifa la interrogaba al modo de las hadas: rápida, aguda, inaudiblemente y con grandes aspavientos y pinchazos. A renglón seguido, aplicó el mismo interrogatorio a Calderilla, quien se mostró tan cooperativa al inicio como Tarifa. Luego se mostró menos aún. Arrojó la petaca contra la cabeza de Colderidge, fallando por un pelo; le propinó a la indefensa Tarifa una patada en plena espina dorsal y del impulso derrumbó una estantería.
– Oh, condenación.- musitó el mago.
La biblioteca estalló en un alarido gimoteante, acompañado de luces rojas y verdes. Las estanterías resplandecieron de pronto, envueltas en una luz amarilla. Se oyeron muchos pasos pesados a todo correr y un grupo de bibliotecarios ceñudos apareció al fondo del pasillo. Llevaban cazamariposas, que brillaban tenuemente, con una luz parecida a la de las estanterías.
– ¡Hadas!- rugió el cabecilla
Barnavy agarró a Sharp y se la metió en el tercer bolsillo interior. Tarifa, roto el hechizo inmovilizador por la distracción del brujo, empuñó su pequeña lanza y voló, alejándose lo más posible de las redes. Calderilla siguió una táctica de huida menos ortodoxa: al grito de “¡¡¡Astardhouss!!!” cargó contra los recién llegados. Estos llevaban gafas de protección, fruto de dolorosas experiencias, pero no se esperaban que el hada se dirigiese varios centímetros más abajo del ombligo. Gritos y maldiciones superaron incluso a la estruendosa alarma. Colderidge aprovechó e hizo mutis.
A dos manzanas de distancia, dejó salir a Sharp.
– Lo que me va a costar explicarles esto a los demás.- suspiró.
– ¿Qué hay de las otras?
– No se preocupe. En menos de media hora habrán desparecido sin dejar rastro. Creo que Tarifa no causará mayores daños en ese tiempo. Pero la presencia de Calderilla, como no se aparten de su camino… ¿Por qué me pidió hadas, precisamente?
– Sólo con las hadas un interrogatorio tan breve hubiera sido útil.
– Ah, lo fue.
– Sí que lo fue. Aún queda por hacer, pero por fin tengo un rastro que seguir.
– Oh, bueno. “A buen fin, no hay mal principio”. O sí. Ha sido un placer…
Pero Sharp ya estaba lejos. Sin dejarse llevar ni por la irritación ni por la preocupación, el mago se puso la pipa entre los dientes y se alejó, dejando un festival de pompas multiformes bailando polkas tras de sí.
VARIOS MESES MÁS TARDE, un hombre bien vestido y afeitado llamó a una puerta en las Middle Inn, una de las residencias de abogados de la ciudad. Un joven de rostro afilado, gesto desdeñoso y mirada fría abrió. El hombre sonrió con nerviosismo y le entregó un paquete cuidadosamente envuelto.
– ¿Es lo que espero?
– Así es, así es. La detective que usé ha sido útil. Se llama…
– No quiero saberlo.- dijo aquel joven, aún con experiencia que acumular- No quiero saberlo. Démelo y váyase.
– Y, en cuanto a lo mío…- susurró el hombre.
– Estése tranquilo. Lo que yo sé de usted, no lo sabrá nadie más. Mientras mantenga la boca cerrada. Buenas noches.
– Buenas noches, mister Scavenger.
El joven llamado Scavenger cerró la puerta y se retiró a sus habitaciones. Allí, cuando estuvo bien seguro que nadie, ni este mundo ni en otros, le observaba, abrió el paquete. Una máscara tallada en madera le devolvió la mirada. Una máscara que ocultó, en su día, al mayor asesino del reino del Vosque
[1] La Conferencia Anglosajona de Brujos y Archimagos Libres y Asociados