Con un vaso de whisky

julio 29, 2010

Maldito y cálido verano

Filed under: 1 — conunvasodewhisky @ 5:19 pm

             Señoras, caballeros y demás respetable público, sé bien que he dejado mi larga exposición sobre el ingenio y el absurdo a medias. Pero julio se acerca a agosto, estoy más ocupado de lo que una persona de bien lo estaría en esta época del año y, para colmo, hace calor. Nada agradable.

            Y si las Divagaciones no andan al ritmo adecuado, ¿qué decir de Reino y República? Sí, sí, hemos terminado la Parte Segunda. La Parte Tercera está en formación. Y aún le queda un trecho. Eso quiere decir que tardaremos un tiempo en saber qué ha sido de Ailin Grimwald, Willer y demás compadres. Y en qué ha quedado el arresto de nuestro viejo amigo Edmund Lukas.

            Por otro lado, agosto es una época del año donde hasta los más fieles lectores tienden a desertar de la nave. Algo razonable. Ya lo he dicho: hace mucho calor. El calor se combate mejor sin pensar.

            Así pues, dejemos que el verano vaya transcurriendo, cuanto más rápido, mejor y en septiembre retomaremos la lucha.

            Como propina: si desde este momento se les ocurre alguna idea genial, un insulto especialmente hiriente o una amenaza tremebunda que prefieran mantener en la intimidad, ¡escriban ustedes! ¡Hasta es posible que les conteste con el mismo acierto! Les dejo la dirección: conunvasodewhisky@hotmail.com

            Buen mes. Salud.

julio 23, 2010

Un caso antiguo

Filed under: Relatos — conunvasodewhisky @ 1:18 pm

          Parcialmente basado en «El Vosque», por Morán y Laurielle

             VER A UN HADA NO TIENE NADA DE RARO. Ver a un hada más de una vez, ya es harina de otro costal: es difícil ver algo sin ojos y las hadas sufren cierta tendencia a considerar los ojos ajenos como sus balones de playa particulares. Pero ver a un hada en una biblioteca es un espectáculo tan inusual que hasta los flemáticos britannos arquean una o dos cejas y murmuran un “¡caramba!” o incluso un “¡diantre!”.

            Ni “diantre” ni “caramba” ni nada en absoluto murmuró Alistair Barnaby Colderidge al observar cómo dos pesados volúmenes del Atlas Geográfico Del Mundo Relevante, del erudito Profesor Hastings (censurado y aclamado por desconocer la misma existencia del África no britanna hasta un par de días anteriores a su muerte) volaban de su estante y era dejados caer sin miramientos sobre una mesa cercana. El ser responsable salió disparado hacia otros estantes y, muy pronto, otros cuatro libros más, ninguno de ellos menos grueso, hicieron compañía a la obra de Hastings.

            El señor Colderidge cerró su propio libro -que seguía un posible itinerario de William Shakespeare por tierras atlantes siglos antes de la fecha oficial de su nacimiento- y lanzó una mirada estimatoria a la criatura que pasaba hojas y más hojas como una centella. Que se trataba de un hada resultaba incontrovertible. Zumbaba como un hada, tintineaba como un hada y hablaba consigo misma a la manera de las hadas, rápida y agudamente.

            Siendo esto como era, Alistair dudaba de sus sentidos. Se objetó que un hada en una biblioteca era casi una imposibilidad ontológica. Para empezar, la inmensa mayoría de las hadas son incapaces de retener más de dos ideas al mismo tiempo en sus diminutas cabezas. Por esa razón, las bibliotecas les resultan frustrantes o aburridas. En los dos casos, las consecuencias suelen ser dramáticas. Nada hay más peligroso que un hada frustrada, salvo un hada aburrida. Uno de los grandes incendios de Londinium tuvo su origen directo en la invitación formal de la Biblioteca del Museo Britanno a todas las hadas de la ciudad para usar sus instalaciones. El Bibliotecario Jefe hubiera sido despedido, ahorcado y enviado a las colonias de no haber sido la primera víctima del enjambre de Gente Pequeña. Desde entonces, no se permitía la entrada de más de un hada por mil libros que contuviera la biblioteca en cuestión. Y eso, siempre y cuando tal biblioteca tuviera los preceptivos sistemas de seguridad mágica.

            Por otro lado, los bibliotecarios de a pie detestan a las hadas. Las consideran criaturas insufribles, ruidosas, indisciplinadas, zumbonas, y demasiado rápidas para aplastarlas con un buen golpe de periódico. Siendo los bibliotecarios uno de los cuerpos de funcionarios de la Corona más temidos, se trataba de no irritarlos en demasía. Por eso, un hada que penetrara en una biblioteca corría el riesgo de ser sacrificada más tarde en aras de la paz social.

            Decidido a resolver semejante enigma, Colderidge se aproximó al hada. El hada no se inmutó. Colderidge se aclaró la garganta y sonrió. El hada le lanzó una mirada afilada. Siguió a lo suyo.

            – Disculpe usted. Me preguntaba si podría ayudarla de alguna manera.

            – No.

            – No quisiera ser un entrometido. En esta vida se pueden ser muchas cosas, pero no un entrometido.

            – Anda muy cerca de ello.

            – Me arriesgaré un poco más.- dijo Alistair Barnaby, sin perder su jovial cortesía- Que me vean con usted puede serle de utilidad. Siempre podríamos decir que he venido a acompañarla y así nuestros buenos bibliotecarios no tendrían ninguna excusa para tratar de aplastarla.

            El hada emitió un sonido intermitente. La idea de que los bibliotecarios fueran una amenaza parecía divertirla.

            – Tiene usted varios libros de geografía, de muy distintas épocas. ¿Trata de seguir la evolución de algún Estado?

            – Trato de encontrar información sobre un reino concreto.

            – ¿Sabe cómo se llama?

            – Ya no existe.

            – Bien, pues cómo se llamaba.

            – No tenía nombre.

            – ¿Y en qué continente se encontraba?

            – No tengo ni idea.

            – ¿Estaba en este mundo, al menos?

            – Puede que no.

            – Válgame el cielo.- Colderidge se frotó la nariz- Es todo un reto.

            – Pues sí.- replicó secamente el hada- Por eso llevo dando vueltas por esta jodida biblioteca casi cuatro horas. Hoy. Ayer ya ni me acuerdo.

            – Entiendo. “Una vez más en la brecha, amigos míos, una vez más en la brecha”, ¿eh?

            El hada pasó cinco páginas más.

            – Pero si no sabe dónde estaba, ni cómo se llamaba ese reino, ¿qué sistema de búsqueda sigue?

            – Sé que era un reino boscoso. El más boscoso de los reinos boscosos. Prácticamente, el reino era un bosque enorme. Así que estoy mirando todos los reinos que alguna vez hayan sido, que estuvieran llenos de árboles.

            La poderosa mente de Alistair Barnaby tenía grandes espacios para la acumulación de datos. Además de un dominio sobre Literatura universal casi sobrenatural, poseía un conocimiento considerable sobre Historia, en especial cuando afectaba a la comunidad mágica. No en vano, Colderidge era un hechicero hecho y derecho, aunque aún no venerable, por falta de unos quince o veinte años. Las palabras del hada hicieron que en alguna parte de su cerebro se abriera un archivador.

            – Disculpe un segundo.

            El hada ni siquiera gruñó. Siguió luchando con mapas y descripciones, con enumeraciones de ríos y productos de exportación. Al cabo de un rato, Alistair regresó portando un grueso mamotreto, encuadernado con tapas de cuero verdes. Unas enrevesadas letras formaban el título: Guía de los Lugares que Tal Vez Nunca Existieron, y, más abajo, su autor, Nárom Elleirual.

            – Si es tan amable, busque por la letra “V”.

            El hada hizo un gesto dubitativo, se encogió de hombros e hizo lo que le indicaban. Y allí estaba, un mapa detalladísimo, veinte páginas de letra menuda acerca de las maravillas, los secretos, los rincones oscuros, los enclaves, tabernas, burdeles, mercados, habitantes, criaturas, reyes, héroes y villanos de un antiguo reino boscoso. El reino del Vosque.

            – Ya me parecía a mí que había leído sobre él, en mis años de estudiante.- comentó el hechicero, con absoluta humildad. Se sacó de un bolsillo de su casaca azul océano una larga pipa de cazoleta pequeña.

            – Está prohibido fumar en las bibliotecas.- observó el hada, sin levantar la vista del libro- Tal vez desprecie usted las leyes y normativas, pero ama los libros y no se arriesgaría a dañarlos, ni siquiera remotamente. No tiene tampoco motivos para atacarme, menos con un arma tan birriosa. ¿Qué va a hacer?

            – Permitirme un capricho.- de otro bolsillo, extrajo un cuenco con agua jabonosa, agua que no se derramaba ni salpicaba. Removió el agua con la pipa y se la llevó a  los labios. Poco después, doce jinetes de pompas traslúcidas peleaban en el aire por ganar las carreras de Ascot.

            – Vaya, un mago, nada menos.

            – Alistair Barnaby Colderige. Un placer. ¿Usted?

            – Sharp.

            – Conciso y adecuado.

            – ¿Es usted miembro de la Conferencia[1]?

            – Miembro fundador. Espero que el Gabinete no nos disuelva antes de haber logrado algo de provecho. ¿Cómo lo ha sabido?

            – Sólo los miembros de la CABALA son tan francos acerca de su naturaleza.

            – Es usted un hada observadora.

            – Más me vale. Soy detective.

            Un hada lectora, sagaz, lógica, rigurosa y, encima, detective. Colderidge estaba ante una especie de acontecimiento histórico.

            – Pero por su acento, no lleva mucho tiempo aquí, en Britannia, ¿no es así?

            – Usted tampoco es mal observador.

            – Me funcionan los oídos.- era obvio que Sharp no quería seguir por aquel camino; Colderidge hizo un quiebro- Y, si no le obligo a romper el sigilo profesional, ¿qué tiene de interés para una detective contemporánea el reino del Vosque?

            – Varias cosas. Un cliente busca cierto objeto. No le diré más.

            – No es necesario. ¿Y encuentra usted algún indicio? ¿Alguna pista?

            – Pocas. Lo mejor en estos casos es interrogar a quien tuvo tratos con el objeto. Pero, claro, eso es imposible.

            – ¿Lo cree usted así?

            Sharp miró al mago, pareciendo interesada por primera vez.

            – ¿Qué insinúa?

            – Bueno, no es por alardear, pero podría, en fin, por decirlo en términos vulgares, podría invocar la presencia de alguno de esos testigos, si me proporciona algún dato más sobre ellos.

            El hada pasó un par de páginas.

            – ¿Un retrato le vale?

            – Pues sí, sí me vale.

            Alistair se inclinó: ahí estaba, en efecto, un retrato a plumilla, de dos hadas enzarzadas en un combate.

            – “Calderilla y Tarifa”. ¿Alguna taratataratabuela?

            – A saber. Pero sí sé que ellas tuvieron que ver con lo que busco. ¿Puede traerlas?

            – No, puedo traer sus presencias y por un breve espacio de tiempo.

            – Valdrá. ¿A qué espera?

            El hechicero vaciló. Podía hacerlo, sin duda. No dudaba de su capacidad, ni de sus habilidades. Dudaba de la conveniencia. ¿Tres hadas, aunque dos fueran fantasmagorías? ¿Y si el hechizo salía tan bien que adquirían forma corpórea? ¡Tres hadas corpóreas, dos de ellas hace siglos en un lugar más feliz que esta tierra, sueltas por aquella enorme biblioteca! Podía ser el origen de otro gran incendio. O de algún conflicto social, entre la Corona, la comunidad mágica y la sociedad civil. Justamente los conflictos que la CABALA trataba de evitar y reconducir. ¡Menudos titulares! Pero, por otro lado, era un mago experimentado. Contendría la situación. Y siempre estaba bien tener un hada a buenas con uno. Al diablo. Se arriesgaría.

            Apoyó las yemas de los dedos sobre la imagen y murmuró el sortilegio. El libro tamborileó. Las hadas del retrato, muy corpóreas, muy coloridas y muy enzarzadas, salieron de las páginas con un chillido espectacular. Hasta Sharp dio un respingo.

            – ¡Calderilla, hideputa, te voy a espetar!

            – ¡Callha, ashtarda, follahcerdílopss!

            Alistair chasqueó los dedos y las combatientes quedaron inmovilizadas.

            – ¿Qué cojones…?

            – Le ruego que modere su lenguaje, Tarifa. “Es una enorme desgracia no tener talento para hablar bien, ni la sabiduría necesaria para cerrar la boca.” Téngalo en cuenta.

            – ¿Quién coño eres tú?

            – El humilde mago que os ha convocado

            – ¿Un majjjho?- farfulló Calderilla- ¡Pero ssi no ienesh barrba!

            – No, pica demasiado para mi gusto.

            – ¡Ni sssombrreho punti.. punt… puntiaghuor!

            – Se pasó la moda hace tiempo. Lamento no encajar en el arquetipo.

            – Pero, ¿ties de beberr?

            – Si tiene, dele de beber.- dijo Sharp- Borrachas hablan más.

            Refunfuñando en su interior, Colderidge sacó de un tercer bolsillo (aquella chaqueta era ya un tanto sospechosa), un hermoso ejemplar de petaca. Liberada por el mago, a una señal de la detective, Calderilla se hizo con ella y trasegó todo el buen whisky de su interior.

            Sharp no perdía el tiempo. Volando cerca de la inmovilizada Tarifa la interrogaba al modo de las hadas: rápida, aguda, inaudiblemente y con grandes aspavientos y pinchazos. A renglón seguido, aplicó el mismo interrogatorio a Calderilla, quien se mostró tan cooperativa al inicio como Tarifa. Luego se mostró menos aún. Arrojó la petaca contra la cabeza de Colderidge, fallando por un pelo; le propinó a la indefensa Tarifa una patada en plena espina dorsal y del impulso derrumbó una estantería.

            – Oh, condenación.- musitó el mago.

            La biblioteca estalló en un alarido gimoteante, acompañado de luces rojas y verdes. Las estanterías resplandecieron de pronto, envueltas en una luz amarilla. Se oyeron muchos pasos pesados a todo correr y un grupo de bibliotecarios ceñudos apareció al fondo del pasillo. Llevaban cazamariposas, que brillaban tenuemente, con una luz parecida a la de las estanterías.

            – ¡Hadas!- rugió el cabecilla

            Barnavy agarró a Sharp y se la metió en el tercer bolsillo interior. Tarifa, roto el hechizo inmovilizador por la distracción del brujo, empuñó su pequeña lanza y voló, alejándose lo más posible de las redes. Calderilla siguió una táctica de huida menos ortodoxa: al grito de “¡¡¡Astardhouss!!!” cargó contra los recién llegados. Estos llevaban gafas de protección, fruto de dolorosas experiencias, pero no se esperaban que el hada se dirigiese varios centímetros más abajo del ombligo. Gritos y maldiciones superaron incluso a la estruendosa alarma. Colderidge aprovechó e hizo mutis.

            A dos manzanas de distancia, dejó salir a Sharp.

            – Lo que me va a costar explicarles esto a los demás.- suspiró.

            – ¿Qué hay de las otras?

            – No se preocupe. En menos de media hora habrán desparecido sin dejar rastro. Creo que Tarifa no causará mayores daños en ese tiempo. Pero la presencia de Calderilla, como no se aparten de su camino… ¿Por qué me pidió hadas, precisamente?

            – Sólo con las hadas un interrogatorio tan breve hubiera sido útil.

            – Ah, lo fue.

            – Sí que lo fue. Aún queda por hacer, pero por fin tengo un rastro que seguir.

            – Oh, bueno. “A buen fin, no hay mal principio”. O sí. Ha sido un placer…

            Pero Sharp ya estaba lejos. Sin dejarse llevar ni por la irritación ni por la preocupación, el mago se puso la pipa entre los dientes y se alejó, dejando un festival de pompas multiformes bailando polkas tras de sí.

 

            VARIOS MESES MÁS TARDE, un hombre bien vestido y afeitado llamó a una puerta en las Middle Inn, una de las residencias de abogados de la ciudad. Un joven de rostro afilado, gesto desdeñoso y mirada fría abrió. El hombre sonrió con nerviosismo y le entregó un paquete cuidadosamente envuelto.

            – ¿Es lo que espero?

            – Así es, así es. La detective que usé ha sido útil. Se llama…

            – No quiero saberlo.- dijo aquel joven, aún con experiencia que acumular- No quiero saberlo. Démelo y váyase.

            – Y, en cuanto a lo mío…- susurró el hombre.

            – Estése tranquilo. Lo que yo sé de usted, no lo sabrá nadie más. Mientras mantenga la boca cerrada. Buenas noches.

            – Buenas noches, mister Scavenger.

            El joven llamado Scavenger cerró la puerta y se retiró a sus habitaciones. Allí, cuando estuvo bien seguro que nadie, ni este mundo ni en otros, le observaba, abrió el paquete. Una máscara tallada en madera le devolvió la mirada. Una máscara que ocultó, en su día, al mayor asesino del reino del Vosque

 


[1] La Conferencia Anglosajona de Brujos y Archimagos Libres y Asociados

julio 20, 2010

Ingenio y Absurdo (IV): Wodehouse-Sharpe-Morán

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 1:25 pm

            Veamos si soy capaz de deslindar de una vez sátira y humor, comprobando de paso si la narración ficticia es incompatible con el humor. Y cuando me pregunto si seré capaz, o de si lo seremos el lector y yo en comandita, hago un viejo truco retórico; lo más probable es que muramos en el intento.

            Regresemos, pese a ello, a la vieja Inglaterra y agarremos a dos grandes escritores, uno humorístico y otro satírico: aquí tenemos al señor P. G. Wodehouse y al señor Tom Sharpe. Un aplauso. Gracias.

            Ambos escritores son de lo mejor que el humor (en sentido amplio) británico ha dado al mundo. Ambos manejan la prosa con soltura, con brillantez; ambos saben desarrollar tramas desternillantes; ambos usan personajes que no son personas, que no pretenden serlo, porque tampoco viven en un mundo real, sino en deformaciones del mundo real, muy amable, alegre y chispeante la de Wodehouse y muy cruel, tenebrosa y grotesca la de Sharpe.

            Hasta aquí, nada se ha dicho que permita dilucidar quién es el humorista y quién el ingenioso. Porque la sátira puede ser amable y el humor, desde luego el humor absurdo, puede ser cruel. Sin embargo, como era de esperar, en este caso Sharpe es el satírico (cruel) y Wodehouse el humorista (amable).

            Afirmo, por tanto, que se puede ser humorista y poner entre autor y lector un universo de personajes. Porque el humorista está al lado del lector mientras ambos recorren ese universo. Yo, al menos, tengo esa sensación con Wodehouse: oigo su voz mientras leo su delicada precisión, me río con él y él sonríe conmigo en los momentos justos, que son casi todos. Y, por debajo, por delante y por detrás, intuyo un leve encogimiento de hombros, sin pizca de juicio en el gesto, al observar las locuras y las insensateces que, en ese mundo donde las consecuencias de los actos jamás son dramáticas, también cometemos los seres humanos. El humor de Wodehouse es humilde, y la humildad es la virtud con la que Chesterton vincula al humorista.

            En cambio, Sharpe ataca a fondo: no deja títere con cabeza. Si con Wodehouse sonríes constantemente y cada poco estallas en carcajadas, sin que en esa sonrisa ni en esa carcajada haya amargura ninguna, con Sharpe sonríes diabólicamente o ríes con acritud. La única manera de que la carcajada no salga del desengaño en estas obras es que salga de la maldad. Yo opto por ir alternando todas las posibilidades.

            Tengo la sospecha de que a Sharpe, como a todos los satíricos, la risa les sale de la bilis. Los satíricos son moralistas, en el mejor sentido de la palabra, sea cual sea la moral que tengan en el alma. Observan un mundo donde el ser y el deber ser están a una distancia mayor de lo deseable, de modo que se empeñan en gritar al mundo las dimensiones de ese abismo. Esto se puede aplicar a cualquier satírico, sea su instrumento favorito el sarcasmo, la ironía o la lógica (suelen ir estos y más en el mismo estuche)[1] y sea su objetivo las injusticias Norte-Sur, la ignorancia demagógica o el que tanta gente lleve calcetines blancos con zapatos negros.

 

            Dicho lo cual, observo a Sergio más militando bajo la bandera de Wodehouse que bajo la de Sharpe, aunque con algo más de malicia y menos brillantez que el viejo maestro (asúmelo). Morán escribe y dibuja sus tiras no para arrojarlas desde las alturas como bombas de hidrógeno rellenas de relámpagos, sino para reírse con ellas mientras se toma una cerveza, preferiblemente rodeado de lectores que se rían o que le pregunten dónde está la puñetera gracia, fracasado.

            Esto es así incluso en sus tiras más satíricas. En algún momento califiqué de ingeniosas las tiras dedicadas a los falsos videojuegos o a los deportes olímpicos desechados (que son de mis tiras preferidas), pero de eso nada. Reviso mi juicio, revoco mi sentencia con ira, la declaro nula y digna de un lemur especialmente ebrio. Porque ni el Ínclito arremete contra los videojuegos, ni el Genio se burla de los deportes oficiales. Unos y otros son excusas para juegos de palabras, juegos de palabra e imagen o simples juegos de absurdo.

            ¡Oh, qué palabra acabo de decir! Tengámosla a la vista. Aún no ha llegado su momento.

            En fin, entonces quedamos que los personajes de Sergio no son escudo de nada ni tampoco dardos para atormentar a los impíos. Tampoco son personas. Quiero decir que no los sentimos como algo de nuestra propia carne. No es esto ningún demérito, si no era uno de los objetivos del autor. Tampoco sentimos nuestros a Bertie Wooster, a lord Emsworth, al tío Fred o a Jeeves. Ni al temible Blott. Son títeres, aunque algunos nos caigan bien y les deseemos un desenlace no por divertido menos feliz (casi todos los de Wodehouse) y a otros nos gustaría verlos sufrir tormentos inimaginables (todos los de Sharpe, con la excepción de Wilt).

            Ni Juana, ni Equis, ni Antuán, ni Leo, ni Hostia ni Genara buscan ser criaturas que se nos cuelen debajo de la piel. Mientras que leyendo Otelo uno puede bien sufrir con Desdémona, volverse loco con el Moro o partirse de risa con Yago, porque ellos sufren, enloquecen y disfrutan sádicamente, nadie (al menos, yo no) se estremece por los traumas infantiles de Juana o palpita por los supuestos amoríos de Hostia. También es cierto que yo soy un desgraciado que goza con el mal ajeno.

            Pero vamos, que tampoco pasa nada. En The Order of the Stick, otro divertidísimo webcomic, los personajes son monigotes y su creador, Rich Burlew, es tan consciente que los dibuja como tales. No hay más que hablar: son chistes con patas y la cosa funciona mientras no intenten llegar a ser complejos seres multidimensionales.

            Tal vez haya quien discrepe con mi juicio sobre las criaturas de Morán. Estaría más que dispuesto a debatirlo. E incluso es posible que, si nadie recoge el guante y me lo lanza a la cara, lo haga yo mismo. Sin embargo, mientras eso sucede o no, hay otros aspectos que merecen atención. Entre ellos, un lado oscuro del ingenio. El ingenio como herramienta de ciertas personas poco recomendables. El ingenio al servicio del fanático.

 

Imágenes: Stephen Fry y Hugh Laurie, en la serie «Jeeves and Wooster»; portada de «Wilt», de Tom Sharpe; Genara y Hostia, personajes de «Eh, Tío!»


[1] Tiendo a imaginarme a la ironía en batín, bebiendo una copa de coñac mientras sonríe lánguidamente y al sarcasmo sonriendo de oreja a oreja, pasando revista a sus instrumentos de tortura en una mazmorra. Ambos se asocian usualmente a la sátira y no al humor. Desde luego, es complicado asociarlos al absurdo, ya que la ironía, desde su nacimiento griego, implica análisis, estudio, lógica, y el sarcasmo es la ironía cansada de ser sutil. Y en cuanto al humor, el sarcasmo casa mal con la humildad. No conviene confiarse, pese a todo. El absurdo que llegue a la locura puede usar la lógica ironía, porque el loco es alguien que lo ha perdido todo menos la razón (Chesterton).

julio 15, 2010

Epílogo

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 10:04 pm

            EL SOL IBA DESCENDIENDO AQUELLA TARDE, como todas las tardes. Aún iluminaba los campos, los caminos, las copas huesudas de los árboles. Aldous Werner admiraba la hermosa tarde de invierno, un tanto adormecido bajo el mismo sol que Edmund Lukas observaba en el puerto de Orchar y que Ailin no podía contemplar en la cueva de los piratas. Sentado en una cómoda silla baja, envuelto en una amplia pelliza, oía los gritos de sus pequeños sobrinos nietos jugando, corriendo, peleándose por el jardín de la casa. La dueña de la casa, su hermana Elda, le tocó el hombro.

            – Aldous, tienes una visita importante.

            El aún Honorable Miembro de la Asamblea dobló el pescuezo hacia donde Elda le indicaba: había allí un hombre vestido con ropa de montar, manchada, que aguardaba cortésmente. Werner lo reconoció al primer vistazo.

            – ¡Excelencia! ¡Haced el favor! Elda, haz el favor de encender el fuego en el salón. Recibiré al Gran Mariscal allí.

            – Por favor, maestro Werner, por favor, no es necesario. Si no es molestia, preferiría quedarme aquí mismo.

            – Si tal es vuestro gusto. Afortunadamente disponemos de una silla libre. Sentaos. ¿Tal vez querréis una copa de algo caliente?

            – Hemos preparado un buen ponche caliente, Excelencia.- dijo Elda- Justo lo que necesita cualquier viajero cansado.

            – Sería magnífico, señora.

            Elda fue a dar las órdenes pertinentes. Frank Horst se sentó con lentitud en la silla, como a quien le duele hasta el último hueso del cuerpo. Werner le lanzó una mirada rápida, desviando luego los ojos hacia unas lejanas montañas. El Mariscal contemplaba a los pequeños. Permanecieron en silencio hasta que un criado les trajo una jarra de ponche humeante, con sendas copas.

            – Yo me ocuparé, Matthias.- dijo Aldous- Puedes retirarte.- sirvió la bebida y le pasó a Horst su copa. Éste tomó un sorbo, luego otros dos y sonrió.

            – Maravilloso. Es justo lo que necesitaba, luego de este viaje.

            – Os hacía en Nicolia, Excelencia. Después de vuestra comparencia ante la Gran Asamblea, no permanecisteis en Izur.

            – No tenía objeto demorarme en la ciudad. Tengo una provincia de la que ocuparme. Si acudí a la Gran Asamblea fue por la insistencia de los demás Gobernadores fronterizos.

            “Ah, vamos.”

            – Una insistencia, lo reconozco, que me halaga. Aunque no esperaba que las peticiones de los Gobernadores causaran semejante impresión a los Miembros de la Asamblea.

            – El vuestro fue un discurso muy aplaudido, Excelencia. Esas peticiones no podrían haber tenido un abogado mejor.

            – Maestro Werner, le ruego que no me conceda un tratamiento tan ceremonioso. Somos dos ciudadanos, al fin y al cabo.

            – Sólo que uno de ellos tiene ahora potestad sobre toda la frontera occidental de la República.

            – Y el otro pertenece a una de las dos más elevadas instituciones de la República. Honores parejos.

            – Puede ser.

            Aldous bebió su ponche, refugiándose cómodamente en el silencio.

            – La verdad es que no llegué a Nicolia. El mensajero que traía mi nombramiento se nos cruzó en el camino.

            Werner estaba fascinado por las formas que el viento esculpía en una nube. El Mariscal seguía contemplando el juego de los niños.

            – ¿Y se desvió usted de su camino para venir hasta aquí? ¿Creía que no me enteraría de tan relevante nueva si no se encargaba de notificármela? Le agradezco la consideración, pero ya ve que sus temores eran infundados. Al fin y al cabo, ejercí mi derecho de voto. También es cierto que no me quedé a escuchar los resultados. Pero me llegó un correo ayer tarde.

            – Recibí otro mensaje.- contestó Horst- No un correo oficial. Ciertos amigos me comunicaban qué Miembros de la Asamblea me habían honrado con su confianza.

            – Unos amigos diligentes. Claro que usted contaba con un buen número de apoyos, eso es evidente. No hacen falta amigos diligentes: si uno es nombrado Gran Mariscal, por fuerza ha logrado una mayoría aplastante en la votación.

            – Ciertamente. Esos amigos míos, no obstante, opinaron que me interesaría comprobar quiénes de entre nuestros legisladores me veían como el hombre idóneo para semejante cargo. O, al menos, como el hombre más indicado de entre los disponibles.

            Horst rió; una risa llena de tan buen humor que Werner se volvió para mirarlo, involuntariamente. El militar apuró su bebida y también se giró hacia el anciano. Su duro semblante estaba relajado, tranquilo.

            – Comprobé que usted no tenía esa impresión sobre mí, maestro Werner.

            – ¿Desea conocer las razones de mi voto?

            – Sé bien que no está obligado a dármelas.

            – Y aún así, me las pide.

            – Se las solicito.

            – ¿Por qué?

            – Porque es usted uno de los Miembros más respetados de la Asamblea. Porque su opinión es tenida en cuenta por los miembros de su partido e incluso de los que no pertenecen al mismo. Porque es usted uno de los pocos grandes hombres de la Asamblea. Me gustaría saber qué razones tiene un tal hombre para votar en mi contra.

            – Me da jabón del mejor, ¿eh?

            – Le digo la verdad.

            – Si tan influyente soy en la Asamblea, ¿cómo es que mi oposición no ha tenido un reflejo mayor en el sufragio?

            – Porque no se dirigió usted a la cámara. Votó en contra, pero votó en silencio. Si hubiera hablado, tal vez hoy seguiría siendo Gobernador de Nicolia y nada más. Es respetado en Izur, maestro Werner.

            “Sería agradable creer que ese tono tan franco lo es de veras. Este hombre es mayor de lo que yo pensaba.”

            – Pues bien, señor Mariscal, me sinceraré con usted. Espero que no se ofenda por lo que voy a decirle.

            – Si quisiera escuchar a un lameculos, no habría venido a verle. Y disculpe la expresión.

            – Está disculpado. ¿Sabe hace cuánto que la Asamblea no nombra a un Gran Mariscal?

            – El último fue Oswald Ritter, si no recuerdo mal.

            – Exacto. La Gran Asamblea le dio el título de Gran Mariscal del Norte. Para evitar que ciertas provincias consumaran una secesión. Es decir, le dieron ese cargo para dirigir una guerra civil. Plenos poderes. Sólo la Gran Asamblea podía quitarle la autoridad que le había concedido.

            – Sé bien que esa potestad es una de las armas que tiene la Asamblea frente al Consejo. No me hace mucha ilusión ser un espantajo con el que asustar a los Nueve, si es que ése es el caso.

            – No, señor Mariscal. No estoy diciendo que sea el caso. Y no crea que los Nueve estarían sin armas legales. Lo que digo es que siempre que se nombra a un Gran Mariscal es para conducir a esta República a la guerra. Por eso he votado en contra. Porque no quiero esa guerra.

            – ¿Cree que yo sí?

            La voz de Aldous se endureció.

            – Es usted un militar. Alcanzó el rango de coronel por sus servicios en campaña. Fue nombrado Gobernador de una provincia fronteriza con los bárbaros. Y ahora es Gran Mariscal para entrar a sangre y fuego en el Viejo Reino. Su carrera está indisolublemente unida a la guerra, Horst. Si no desea la guerra, su vida es un chiste de mal gusto.

            – Maestro Werner, sé que estas vacaciones que se está tomando pueden ser el inicio de un retiro definitivo. ¿Me permite preguntarle por qué desea abandonar la Asamblea?

            El viejo político hizo un gesto ambiguo por toda respuesta.

            – Le diré lo que opino: está usted cansado. Cansado de vivir en la capital, cansado de los debates, de las negociaciones, de los compromisos, cansado de apoyar decisiones con las que no está de acuerdo, sólo porque la alternativa es peor. Está cansado de todo eso. Lleva cansado años, supongo. Pero durante ese tiempo de cansancio, continuó desempeñando su papel. ¿Sabe por qué?

            “¿Por el dinero? ¿Por aburrimiento? ¿Porque llevaba demasiado tiempo pensando en mí como en legislador y ya no sabía mirarme de otro modo? ¿Por las fiestas?”

            – No renunció porque, a pesar de todo, en lo más profundo de usted, sigue siendo un buen republicano. Y sabe que la vida puede ser desagradable. Que Izur exige servicios costosos. Que los honores y las prebendas de los dirigentes son una compensación bien pobre por la horrorosa carga que llevamos sobre los hombros. Sin embargo, la llevamos. Aunque no nos plazca. Porque es preciso. Sí, yo soy un militar. La guerra es mi elemento. No porque me plazca, sino porque a Izur le conviene. Somos servidores de la República, maestro Werner. Usted y yo. No unos arribistas. No unos oportunistas. Usted es un auténtico político. Yo soy un auténtico militar. Cumplimos, aunque no queramos.

            Aldous había desviado la mirada hacía rato hacia los niños. Los ojos de Horst estaban clavados en él, urgiéndole para que le mirara de nuevo. Los sentía, duros, ardientes. Aquellos ojos y aquella voz, con un timbre de verdad que no había oído en años. ¿Habría juzgado mal a aquel hombre?

            – Usted no quiere la guerra. Teme por Izur. No ama el derramamiento de sangre. Tal vez tema por esos pequeños suyos. No querría verlos muertos o mutilados, en el campo de batalla. Pero esta guerra se nos ha impuesto. Mirando hacia otro lado sólo empeoraremos las cosas. Precisamente por eso, porque usted no ama la guerra, su apoyo es más importante que el de tres cuartos de la Asamblea.

            – Sí, no amo la guerra. Pero hay algo que me preocupa más que la guerra.

            – ¿Qué?

            Werner vaciló. ¿Y si no había juzgado mal a aquel hombre?

            “A la mierda. Si no me he equivocado, soy viejo y pronto estaré retirado.”

            – Temo lo que vendría después de la guerra. Temo lo mismo que ocurrió con Ritter.

            – Con los dioses por testigos,- dijo solemnemente Horst- le juro que yo no reclamaré los territorios bárbaros como propiedad, ni trataré de convertirme en soberano, al margen de Izur.

            “Y yo lo creo. No es lo que más temo.”

            – ¿Tiene algún otro temor que pueda aplacar?

            Los dos hombres se miraron, una vez más.

            – No, Excelencia.

            – Entonces, ¿cuento con su apoyo?

            – No puedo enmendar mi voto.

            – Lo sé. Pero, ¿puedo considerarle mi amigo? ¿Puedo contra con su consejo, con su opinión?

            – No soy un experto en cuestiones militares.

            – Es un experto en otras materias. Somos servidores auténticos de la República, más allá de esta guerra, de este cargo. Los hombres auténticos, aun cuando no siempre estemos de acuerdo, debemos apoyarnos. De lo contrario, el Estado queda en manos de los arribistas. ¿Cuento con su apoyo, maestro Werner?

            “Sí. Basta decir que sí y estoy a salvo. Basta decir que sí, sin comprometerme. Basta decir que sí y me da igual lo que ocurra en esta campaña, que triunfes, que seas derrotado, que crezcas o te hundas.”

            – No, Excelencia, lo lamento. No podréis contar con mi apoyo. Y os prometo por lo más sagrado que desearía decir que sí.

            Horst frunció el ceño, con aire decepcionado, incluso triste. Se levantó y tendió la mano a su anfitrión, quien se la estrechó.

            – Entonces, adiós, maestro Werner. Debo regresar a Nicolia.

            – Adiós, Excelencia.

            Aldous Werner, arrebujado en su pelliza, cerró los ojos. Escuchó a Horst despedirse de Elda, a los pequeños jugar, al viento susurrar. Un momento después se le ocurrió que si abría los ojos, miraba a su alrededor una vez más y moría de repente, podría estar en paz con la Providencia. Abrió los ojos. Miró a su alrededor. Siguió respirando.

julio 13, 2010

Ingenio y Absurdo (III): Spain is not so different

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 1:43 pm
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            El lector agudo habrá notado que, por el momento, sólo he citado bromistas ingleses. Dejando a un lado mi confesa anglofilia, esto plantea otra línea de debate que debe ser resuelta antes de poner a Eh, Tío! y a su autor bajo el microscopio. Chesterton (hace un siglo, año arriba, año abajo) dijo que el absurdo es en gran parte, o casi enteramente, una contribución inglesa, tan así que, según Émile Cammaerts, escritor belga a quien cita el mismo Chesterton, al principio carece de sentido para los extranjeros. Sin perjuicio de los ingenios de las Islas.

            Hay bastante verdad en ello. El humour es muy suyo, pero, o ésa es al menos mi impresión, tanto cuando es singular humor absurdo como cuando es sátira. Ahora bien, admito que la sátira, afilada con alegría en el mundo entero, tiene rasgos muy comunes, a salvo particularismos nacionales, regionales y personales. Y que el absurdo es más nebuloso. Y que el absurdo anglosajón (no sólo inglés: Oscar Wilde era irlandés; claro que Wilde podía ser el más alto absurdo y el más alto ingenio) tiene un aire inconfundible.

            ¿Quiere decir esto que debemos condenar a Morán a la sátira, porque tuvo la desdicha de no nacer inglés o, cuanto menos, escocés? Pues no. En España ha habido y hay escritores humorísticos. Y satíricos. E incluso ambas cosas.

            Así, verbigracia, La venganza de Don Mendo, gentileza de Pedro Muñoz Seca, es una farsa. Cierto, es una parodia de los dramas románticos de inspiración histórica, pero igual que Los caballeros de la mesa cuadrada es una parodia de los libros medievales de Chrétien de Troyes. El envoltorio es de sátira, pero el contenido es humorístico.

            En la España actual, quizás nadie haya metido el humor en la tripa de la sátira mejor que Ibáñez, con Mortadelo y Filemón. Porque, vamos a ver, el mismo nombre de la T.I.A. (o de su gran rival, la A.B.U.E.L.A.) es satírico; la secretaria Ofelia es una parodia hasta la punta de la bota; y las introducciones a los sucesivos álbumes en honor a las Olimpiadas (las partes más divertidas de los mismos), pues qué voy a contar.

            Y, en cambio, por norma general, lo que hay dentro de las tramas paródicas, de las misiones de los agentes secretos, no es en absoluto ejemplo de ingenio duro. Es humor. Es el humor de los cortos maravillosos de Charlot y del cine mudo. Son dos ridículos, recibiendo tortazos, tramando planes que se volverán contra ellos mismos, metiendo la pata, trampeando y haciéndonos reír. Es el payaso del circo con un perrito que le muerde los talones. O el culo.

            De un modo aún más puro, Ibáñez llena sus viñetas, a veces casi hasta el exceso, de gotas absurdas. Una berenjena brota de un techo. Un perro con bombín y monóculo se pasea por el fondo. Un gondolero canta en medio de un atasco. La locura por la locura. A nadie se le ocurre diseccionar eso. Lo mataría.

     

       Pero, claro, los españoles tenemos, y a raudales, sátira en la sangre. Quevedo deja en calzoncillos a casi cualquier satírico actual, con sus sonetos sardónicos o sus amargos Sueños. Valle-Inclán se alza en la cima de la Sátira Universal, con esa tragedia española que no es una tragedia, sino el esperpento. Una mirada burlona, cruel, desengañada, terrible que caricaturiza una realidad tan monstruosa y deforme como sus reflejos. Goya, a pinceladas, apuñala la España de su época, sí, pero, mucho más allá, desgarra la existencia misma, la cosmovisión occidental hasta ese instante, con una sátira que va más allá de la risa, que llega al horror, destrozando la lógica, la racionalidad, la fe y la esperanza.

            Más cercanos, más respirables, los guionistas y dibujantes de El Jueves, con “Para ti que eres joven” al frente de unas cuantas secciones, supervivientes de una sobresaturación de desnudos integrales grotescos e hiperrealistas. El Jueves es una revista exclusivamente satírica. Es ingeniosa y acreedora, en varias ocasiones, de las palabras de Chesterton: el ingenio es más bien el intelecto humano ejerciendo toda su fuerza, pese a que en ocasiones lo haga a propósito de una menudencia.

            El supuesto objeto de este artículo, Morán y sus criaturas, tuvieron su presencia en esta revista hace más bien poco. Ha vuelto en colaboraciones puntuales; hasta lograr una sección propia, que ya ha sido objeto de publicidad, con pompa y circunstancia, en otro artículo.

            La primera sección que el Ínclito Genio guionizó, “Extraviados”, era satírica. Cada semana caían el dibujante y él sobre una ciudad de Europa y en seis viñetas la ridiculizaban, le daban la vuelta y se marchaban dejando tras de sí ruinas humeantes. En fin, tal vez no sea para tanto. Satirizaban las ciudades, pero también a los turistas. Ja, aquí tenemos una posible duda. Si los turistas tampoco se libraban de la burla, ¿podemos definir “Extraviados” como más humorístico que satírico, dado que los autores en algún momento de sus vidas, ejercieron de turistas? No.

            Porque en “Extraviados” los satíricos han dado un paso atrás, han salido de la foto y, desde el exterior, observan, describen y evalúan. Con una lupa enorme y de lente deformante. Ellos no se exponen. No empatizan con el objeto de su análisis ni, ya puestos, con el lector. Ni esperan que el lector empatice con los desgraciados que se retuercen en las viñetas. No hay lazos afectivos, sino intelectuales y cubiertos de mala baba.

            No ocurre igual, en cambio, en la breve primera etapa de Eh, Tío![1]. Ésa es, salvo alguna tira aislada (como la de posibles papables), humorística. El autor no podía exponerse más, porque narraba anécdotas de su vida (reales o imaginarias, eso tanto da), rodeado de sus amigos. El autor era el personaje, era el gag, era el objeto y el causante de las risas. Invitaba a la gente que se riera de él y con él. Con él de él, ojo. Las más altas cotas del humor, las más finas y sutiles participan de esa naturaleza: el humorista se expone y se ríe de sus propias debilidades e incoherencias, aunque no sea tan directo.

            ¿Y después? Cuando Sergio Morán decide sacarse de la manga (previa ejecución de los anteriores) nuevos personajes, principales, secundarios y terciarios, ¿deriva hacia el ingenio satírico, se mantiene en el humor, se lanza de cabeza al absurdo? ¿Le sirven esos personajes de escudo? ¡Como si tuviera mucho que proteger! ¡Se estaba haciendo el interesante! Por el nivel de seguidores, la trampa le ha salido bien.

            Es más: colocando criaturas entre el lector y él, ¿puede un creador ser humorístico? ¿O le resulta imposible mantener el núcleo del humor en el sentido chestertoniano, de meterse él mismo en la broma, sometiéndose a ella? Meditaremos sobre tan grave cuestión la semana que viene.

 

            Imágenes: “Mortadelo y Filemón”, de Francisco Ibáñez; “Dos viejos comiendo sopa”, de Francisco de Goya y Lucientes; Genara, personaje de Eh, Tío!, por Morán.

 


[1] Si el fanático moranista está gritando “¡Al fin!”, que pierda la esperanza. Eh, Tío! quedará cubierto, sepultado y desplazado cada dos por tres. Pero, por un segundo, ha tenido esa esperanza. Las falsas esperanzas son la nata del Infierno.

julio 9, 2010

XXIII: Retorno a la República

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 1:00 pm

            EL CAPITÁN STEPHEN DOUGAL ESTRECHÓ LA MANO que le tendía el Juez Errante Lukas. Primero, estudió el rostro pálido del joven. Luego, a los tripulantes, con uniformes isleños, que se alejaban en el velero. Edmund saludó al capitán del navío republicano con una seca aunque inusual cortesía, indicándole que pusiera rumbo hacia Lossar.

            – Señoría, ¿qué ha ocurrido?- preguntó Dougal- ¿Dejamos sin más las Islas?

            – Hablemos en privado.

            El rastreador siguió a su superior hasta el pequeño camarote de éste. Edmund se sentó en su catre, suspiró y cruzó los brazos sobre el pecho.

            – Bien, ¿qué ha sucedido? En el puerto de la Isla del Este entregué el mensaje de la Tetrarca. Y, desde luego, se transmitió a Orchar. Todo iba como al seda, hasta que traté de volver al palacio.

            – ¿Te retuvieron?- el Juez empleaba una entonación interrogativa por mera retórica.

            – Con mucha educación y firmeza. Me dieron toda clase de excusas. Que si debían revisar mi documentación de nuevo, que si se había traspapelado mi permiso de visita… ¡Si ni siquiera tenía un permiso de visita! ¿Eso existe en las Islas?

            – No tengo ni idea.

            Dougal carraspeó.

            – Si no querían que fuera al palacio, por algo sería. ¿Qué ha ocurrido allí estos días?

            – Algo parecido al banquete de Nicolia. La Tetrarca trató de manejarme. Pensaría que si estaba a solas, sería más fácil.

            – ¿Para conseguir información?

            – Supongo.

            – ¿Y…?

            – Cuando me fui la Tetrarca no sabía más de nuestra caza que cuando entramos en su residencia.

            – ¿Te separaste de ella en términos amigables?

            Edmund meneó la cabeza, en gesto dubitativo.

            – Por la divina Providencia. Te escapaste, ¿verdad? Esos marineros llevarían libreas de la Tetrarca pero no eran isleños. Ah, cielos.- Dougal se atragantó- ¿No serían ellos? ¿Has robado un barco de la Tetrarca? ¿Y has ordenado que dejen maniatados a sus servidores? ¿O aún peor? ¿Sabes hasta dónde gritará Su Alteza Elspeth Voe por semejante actuación? ¡Llegará al Consejo!

            – Nada de eso. Sería admitir ante el mundo entero que un invitado se burló de ella ante sus propias narices. Jamás lo hará. Ni se vengará de mí. No arriesgará su amistad con la República por una mera venganza personal.

            – Pareces muy seguro de lo que hará o dejará de hacer.

            Edmund medio sonrió.

            – En una semana se puede llegar a conocer a una persona.

            Dougal frunció el ceño. No entendía lo que estaba sucediendo y sabía que no lo entendía.

            – ¿Y por qué volvemos a Lossar? ¿Es que nuestros fugitivos han abandonado las Islas?

            – Es lo más probable. Mis cazadores han fallado. Por lo que me han dicho, es casi seguro que Ailin esté ahora mismo en un barco, rumbo al continente. Sé para qué viajaron hasta las Islas.

            Dougal se inclinó, con interés.

            – Ailin buscaba una joya familiar, una joya real. Una joya dada por perdida para siempre.

            – El Corazón Negro…- Dougal poseía conocimientos en Historia superiores a la de la mitad de Izur junta.

            – Justamente.

            – ¿Lo ha conseguido en las Islas?

            – Tengo razones para creerlo.

            El viejo republicano se mesó los cabellos.

            – Nos estamos luciendo en esta misión.

            Edmund se echó a reír. Fue una reacción tan inesperada que Dougal olvidó por un momento estar preocupado por las posibles consecuencias de una Heredera del Viejo Reino con pruebas de su linaje.

            – Sin duda alguna. Pero no tiene sentido fustigarnos. Ya lo hará el Consejo, si no logramos convencerles de que lo hicimos lo mejor posible. Dejaremos que el coronel Horst siga acumulando tropas en su provincia, sin saber lo que le espera al otro lado de la frontera.

            – ¿Ni siquiera ahora vas a decírselo?

            – No hay motivo. Es una información demasiado delicada. En Nicolia puede haber espías de los bárbaros. No, es mucho más prudente reservar la buena noticia para los Nueve.

            – Entonces, regresamos a Izur.

            – Después de devolver este navío y sus tripulantes a sus legítimos dueños.

            El resto del viaje, Edmund se negó a discutir de nuevo el asunto. Cuanto más inquieto estaba Dougal por lo sucedido en las Islas y por lo que ocurriría en la República, más indiferente se mostraba el Juez.

            Arribaron al puerto de Lossar. Las normas administrativas exigían que el capitán del navío entrante se presentara ante el comandante para dejar constancia de la llegada, de las mercancías y de los viajeros a bordo. Entre tanto, nadie podía desembarcar. En cubierta, Dougal y Lukas observaban el trajín del puerto. El primero vio al capitán del barco regresar, acompañado por una docena de guardias.

            – ¿Qué es eso?

            Edmund aguzó la vista.

            – ¿No es ése el capitán Lester en persona?

            En efecto, el jefe de la guarnición encabezaba el grupo, que se detuvo cerca de la rampa de descenso. Dougal saludó a su homólogo con educación, disimulando a la perfección su ansiedad. Edmund parecía aburrido.

            – ¿Se encuentra a bordo el Juez Errante Edmund Lukas?- preguntó con una solemnidad oficial Lester.

            – ¡Qué desgracia!- murmuró Lukas con tedio; levantó la mano y dijo en voz alta- Aquí se encuentra.

            – Señor Juez, os ruego que desembarquéis.

            – Con una banda de música, este recibimiento hubiera quedado mejor.- le dijo Edmund a Dougal, quien sospechaba a qué obedecía todo aquello, por inconcebible que le pareciera.

            Al tener a Lukas frente a frente, el capitán Lester le puso una mano en el hombro.

            – Juez Errante Edmund Lukas, os detengo en nombre de Su Excelencia, el Gran Mariscal de la República Frank Horst.

            – Ay, cielos.- gimió Dougal.

            Edmund parpadeó; pero, recobrándose, sonrió levemente.

            – Éste, capitán,- dijo con un tranquilo desprecio- es sin duda el día más feliz de su vida. Disfrútelo.

            Un guardia colocó unos grilletes en las muñecas de Edmund. Los soldados formaron a su alrededor y, con un exultante Ferdinand Lester al frente, iniciaron la marcha.

julio 6, 2010

Ingenio y Absurdo (II): El ejemplo británico

Filed under: Divagaciones — conunvasodewhisky @ 6:55 pm
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            Seamos lógicos, aunque sólo sea para disimular: si el humor y el ingenio son cosas distintas, caso de que Morán, Sergio fuese ingenioso no podría ser humorístico y viceversa (suponiendo que un autor sólo pueda encuadrarse en uno de ambos bloques lo que es suponer mucho más de lo que supone Chesterton, quien, de hecho, lo niega). Dado que el humor absurdo deviene del humor, un ingenioso no podría ser un absurdo. La premisa mayor es falsa, con lo que el resultado del silogismo será falaz. Vamos, que toda esta palabrería viene a decir que un autor, salvo raras excepciones, no es absolutamente ingenioso o absolutamente humorístico. Se trata de una magnitud tendencial, no absoluta.

            Igual que afirman los estudiosos de la Ciencia Política que un Estado es más o menos democrático y más o menos totalitario, siendo algunos esencialmente totalitarios y otros esencialmente democráticos, los autores son tendencialmente satíricos o tendencialmente humorísticos. Ahora bien, como examinaremos otro día, esta regla tiene su excepción y así hay ingeniosos incapaces de humor, absurdo o no. Ello, sin embargo, no deviene del ingenio, sino de otra característica de esos ingeniosos. Vamos con los ejemplos, que es lo divertido.

            Cojamos a Monty Python. Su famoso sketch del loro muerto es puro humor absurdo. Los hay más elaborados y sutiles, dentro de su Flying Circus, pero el diálogo no es ingenioso, no es satírico. No denuncia a las pajarerías, ni a los clientes, ni a los loros. El loro está muerto, eso es todo. Con una sencillez pasmosa, nos hacen reír a carcajadas. Podría decirse que han cogido la definición de Chesterton y la han aplicado de manera directa, desnuda, simple.

            Pero veamos ahora Los caballeros de la mesa cuadrada o La vida de Brian. Estas películas, ¿son principalmente absurdas? Tienen una gran cantidad de elementos absurdos. El asalto de Lanzarote contra la fiesta de bodas es sangrientamente absurdo. El conejo asesino es puro absurdo. Los registros romanos en las casas judías son absurdos. El absurdo chorrea por las orejas de todos y de todos.

            A nadie se le escapa, sin embargo, que estos dos largometrajes son parodias de las leyendas artúricas y de los Evangelios. Sí y no. A primera vista, no hay ninguna duda; sin embargo, yo no detecto un intento serio de arremeter ni contra Arturo y sus caballeros ni contra Jesús o su prédica, lo cual no evitó las iras de muchos creyentes sin el más elemental sentido del humor. Y aunque las escenas satíricas tampoco escasean (el Sermón de la Montaña, los fieles que agarran la sandalia de Brian enfrentados a los que tienen la calabaza de Brian…), a mí siempre me ha quedado la sensación de que el ciclo de la Mesa Redonda y la prédica de Cristo (o, mejor dicho, de su involuntario alter ego) son excusas para desplegar una colección de gags, de bromas y de perlas absurdas. Así que el balance final no es claro.

            Varios de los números del Flying Circus mezclan el ingenio y el absurdo hasta que no hay manera de meter el cuchillo y sacar una libra de carne pura. Así, aquí tenemos la competición por el Título de Tonto de Clase Alta del Año. Analicen todo lo que quieran.

 

            Tampoco es claro si Hugh Laurie y Stephen Fry son eminentemente satíricos o absurdos en A bit of Fry and Laurie. Mientras que en “Marjorie´s fall” (entre muchísimos) encadenan un diálogo absurdo, autoconclusivo, sin más pretensiones que jugar con el idioma y sus equívocos, en “The young torie of the year” (entre muchísimos otros) son despiadadamente satíricos, clavando la espada del espíritu, como dice Gilbert, en las entrañas del Partido Conservador británico.

            Mucho de lo dicho sobre los Pyton es aplicable a Fry y Laurie. Las preferencias por unos u otros son asunto enteramente personal y no pienso meterme en ello. Ciertamente, los Pyton tienen en su haber ser históricamente anteriores. Podríamo especular sobre si, eliminando a John Cleese, George Chapam y compañía, Stephen y Hugh hubieran o no urdido su programa. Es posible que sí, pero no hubieran tenido la oportunidad de estudiarlos y de, en ocasiones pienso yo, afilar y depurar sus números.

            La única conclusión sensata que se me ocurre es que estos hombres son humorísticos o satíricos dependiendo del momento, de la realidad política que les rodea o de con qué pie se hayan levantado aquella mañana. No hemos adelantado demasiado.

            En cualquier caso, les dejo con esta pareja, hasta que, la semana que viene, sigamos enredando la maraña.

julio 2, 2010

XXII. Retorno al Viejo Reino

Filed under: Reino y República — conunvasodewhisky @ 1:39 pm

            RÍO DE VIENTO, SUBIDO A LO MÁS ALTO DE UN MÁSTIL, dejaba que el aire salado le golpeara la cara. El mar se extendía ante él. La sensación de libertad infinita que había experimentado la primera vez que había estado en un barco, en ruta hacia las Islas, le embargó de nuevo. No tan apabullante en esta segunda ocasión, a cambio, la sabía saborear mejor.

            Se pasó arriba casi todo el día. Al ir atardeciendo dejó de cerrar los ojos o de mirar al océano para observar a los tripulantes que se afanaban, debajo de él, en cubierta o entre las velas y cuerdas. Comenzó a descender. Entonces vio a Silvela, apoyada cerca de proa. Asuran de Kern paseaba de forma calculadamente errática, aproximándose a ella, hasta que no tuvo más remedio que detenerse a su lado. Río de Viento, a aquella distancia, podía escuchar cuanto decían y entrever sus caras. Como se le había enseñado que sin conocer a tus compañeros no puedes ayudarles y el mutuo auxilio es la esencia de una compañía, escuchó.

            – Bonita noche.- dijo De Kern.

            – Aún no es de noche.

            – Pero será de noche y será una noche bonita.

            – Es posible que se tuerza. Esas nubes de ahí no me gustan.

            – Bueno, tú sabes de estas cosas más que yo.

            – Sí.

            Silvela no había mirado ni una vez al bardo; su tono desganado estaba a la altura de su indiferencia física.

            – Yo… quería darte las gracias, en nombre de los demás. Quiero decir, nos sacaste de la aldea después de la pelea de la taberna. Y gracias a ti estamos en este barco. Es una suerte que el capitán se prestara a llevarnos hasta el continente, a una playa discreta, sin preguntas.- Río de Viento decidió que De Kern había hecho bien en dar las gracias y se admiró de su sensibilidad, al remediar un olvido imperdonable por parte del grupo.

            – Es buena cosa tener quien te deba favores.

            – Tienes razón. ¿No echarás de menos las Islas?

            – Las Islas son sólo un lugar. Echaré de menos a los míos.

            – Ya, lo supongo.

            – ¿Pues para qué preguntas?

            – Bueno, ahora los tuyos somos nosotros. Lo digo en serio, deberías confiar en nosotros. Eres de los nuestros.

            – Qué bien. Dile a Willer que retire el juramento, entonces. Si somos tan amigos, no necesitamos juramentos.

            – Si somos amigos, ¿qué más da que hayamos jurado?

            Silvela miró al fin directamente a De Kern.

            – Si ahora mismo no estuviera atada por ese juramento, saltaría por la borda y volvería con mis auténticos compañeros. Los que aún viven. Puchta, al menos, está muerto. Por vosotros lo mataron. Era un calvo cabrón, pero era un camarada. Y por vosotros lo mataron.

            Asuran no supo qué contestar.

            – Tal vez deberías venir conmigo, si lo hiciera. Cuando sepan lo tuyo, igual no les hace gracia.

            – ¿Se lo has contado?- preguntó el bardo, agitado.

            – No. ¿Por qué tú tampoco?

            – A su tiempo. Cuando no tengan ni la menor duda sobre mí. Cuando sepan que estoy con ellos hasta el fin.

            – ¡Qué serio te has puesto! Igual que en la taberna.

            Asuran extendió el brazo hacia la cintura de Silvela; ésta abortó el movimiento, riendo.

            – No creas que aquello fue más de lo que fue. Pero sigues estando mejor sin bigote. Buenas noches, Asuran.

            Silvela dejó atrás a un bardo muy quieto. Río de Viento se deslizó hacia su camarote. Un buen compañero sabe cuándo debe dejar a los suyos tranquilo.

 

            EN EL CAMAROTE QUE COMPARTÍA CON AILIN,  Willer, apoyado en la pared, con la pierna doblada en un ángulo recto, observaba a la adolescente. Ésta, sentada ante una pequeña mesa, con la cabeza gacha, le preocupaba más de lo habitual.

            – Ya está bien de silencios dramáticos.- protestó el caballero- No has abierto la boca más que lo imprescindible desde que dejamos La Conquista del Rey. Estamos solos, así que no puedes repetir la excusa de la seguridad. Venga, suéltalo de una vez. ¿Qué te ocurre?

            Ailin no habló. Se limitó a sacar de entre sus ropas el Corazón Negro. La joya repiqueteó suavemente en la madera. Willer dejó caer la pierna al suelo; tuvo que apoyar las palmas en la mesa para no perder el equilibrio.

            – La madre que me parió en gloria esté.- masculló, reverente- ¿Es lo que creo que es?

            Ailin asintió.

            – ¿Estaba en la taberna? Estuviste a solas únicamente con Johann. ¿Él te lo dio?

            Ella asintió de nuevo.

            – Pero ¿cómo es que lo tenía?

            Ailin se echó el pelo hacia atrás.

            – Johann lo tenía porque mi padre se lo entregó. Eso me dijo. Se lo confió, después de que Johann lo acogiera y lo protegiera. Prometió custodiarlo hasta que alguien con derecho lo reclamase. No tenía que buscar a ese alguien, sino esperarlo. Las promesas de los criminales tienen sus limitaciones. Me reconoció, por un retrato de mi madre que mi padre llevaba consigo.

            La voz monocorde de Ailin estremeció a Willer.

            – Entonces, vuestro padre…

            – Ha muerto, Willer.- las lágrimas corrieron por las mejillas, sin que la voz se alterara- Ya no soy la Heredera del Trono.

            El caballero se sentó junto a su protegida, pero no la abrazó.

            – Nuestra búsqueda ha concluido. Lord Helmut podrá presentarme ante el Concilio de Iguales con la prueba irrefutable de mi derecho a la corona.

            Shephard estaba lejos de compartir esa seguridad.

            – ¿Por qué no se lo habéis contado a Asuran o a Río de Viento? Son vuestros compañeros, merecen saberlo.

            – Tú debías saberlo el primero. A ellos se lo diré cuando estemos de nuevo en el Viejo Reino. Entonces también lo sabrá Silvela. Si se lo digo ahora, ella se enterará y se lo dirá a los marineros del barco. Y no me fío de ellos.

            – Silvela está juramentada. Ya os lo he dicho.- Willer notó que Ailin tardaba en rechazar el tratamiento deferente que, en otras ocasiones, le había reprochado.

            – No quiero discutir otra vez cómo conseguí el… como lo conseguí. No tan pronto.

            El caballero se maldijo por su falta de delicadeza.

            – Como digáis. ¿Queréis estar a solas?

            Ailin se agarró al brazo del Protector.

            – Por los dioses, Willer,- murmuró- ¿no te he dicho siempre que me tutees?

            Shephard la rodeó con el brazo.

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